Fútbol: una pasión en ascenso en Cuba

La Habana, (PL) País beisbolero por excelencia, en Cuba la afición por el fútbol crece hoy, de modo paralelo, en canchas improvisadas donde niños y adolescentes patean un balón fabricado a la medida de sus posibilidades y sueños.
Cualquier material sirve para dar forma a una pelota que, si bien dista mucho de acercarse siquiera a los cánones vigentes, transmite la ilusión de sentirse dueños y señores de un partido legítimo, de una cancha en toda la regla, con público incluido en el que figuran los no seleccionados como jugadores, incapaces de reprimir su envidia.
La portería, anclada en la imaginación, es una frontera invisible, marcada en la realidad por un guardián elegido entre el clan infantil, un portero dispuesto a empeñar su alma para impedir que el balón del grupo contrario, en vuelo impredecible, cubra a sus adversarios de gloria.
Todo parece indicar que esa pasión despegó con singular fuerza en Cuba cuando Diego Armando Maradona empezó a tejer los hilos dorados de su leyenda con aquellos goles casi mágicos, señeros, indiscutibles, que pusieron a circular su nombre en las cuatro esquinas del mundo.
Luego Maradona viajó a Cuba, por primera vez en 1987 para recibir el premio al mejor atleta del año de la Encuesta Deportiva de la agencia de noticias Prensa Latina-1986, y el héroe, hasta entonces lejano, devino presencia cercana, entrañable, deseoso de contribuir a fomentar en el país amigo la devoción por ese balón cuyo vuelo es capaz de arrastrar multitudes.
La reciente apertura de un canal deportivo en la televisión cubana, imprimió un nuevo incentivo a esta pasión en marcha, alimentada por las transmisiones en vivo o las retransmisiones de campeonatos internacionales y las disputas a fuego vivo de clubes como el Barcelona, el Real Madrid, el Atlético de Madrid y otros similares de Europa y América Latina.
O en fecha más reciente las incidencias de un Mundial (Río de
Janeiro-2014) donde Alemania se coronó campeón por cuarta vez -y por primera en territorio latinoamericano-, tras relegar a Argentina a un segundo lugar y a Brasil al cuarto puesto e impulsar a Colombia a las semifinales a bordo de un golazo olímpico de James Rodríguez.
Los nombres de Lionel Messi, Cristiano Ronaldo, Radamel Falcao, Diego Alves, Kaká, Ronaldinho, Diego Forlán y Andrés Iniesta, con los de Pelé y Maradona en la cima, forman parte recurrente de las conversaciones y el imaginario de una nueva generación de cubanos que aspira a sobrepasarlos en la fama y la gloria imperecederas.
Al menos, esas son las aspiraciones de adolescentes como Ernesto Díaz, quien confió a Prensa Latina su propósito de convertirse en un astro de ese deporte, donde piernas y pies, sabiamente entrenados, son capaces de abrir un camino que conduzca directamente de la tierra al cielo.
Si bien el fútbol tuvo su partida de nacimiento en Cuba 104 años atrás cuando en 1911 se disputó el primer juego, su historia desde entonces devino una ancha parcela de sombras y luces, sin que hasta el momento se haya concretado la ambición de llegar a una segunda fase final en una Copa del Mundo.
Ese primer juego se libró en el Campo de Palatino, en la barriada habanera del Cerro, muy cerca del Estadio Latinoamericano, reino absoluto del béisbol, santuario de los hinchas de ese deporte, siempre en espera de que su pitcher favorito convierta su brazo en una palanca capaz de impulsar la bola a una velocidad de 138 kilómetros por hora.
Y, sobre todo, que esa bola en virtud de una jugada capciosa
-también las hay en el fútbol, según expertos, y los brasileños son sus máximos artífices- se anime de pronto y ya próxima al bateador, se curve hacia adentro, arriba o hacia abajo, a una velocidad temeraria que torne inútil el barrido del bate.
Aunque prefiere el fútbol, Ernesto Díaz ama también el béisbol y su máxima ilusión es que ambos convivan en la isla con la misma fuerza y en igualdad de oportunidades y también con ídolos que hagan brillar a Cuba, en su máximo esplendor, en otras tierras y escenarios del mundo.
Como lo hizo el mítico Roberto Carlos en su tiempo, ejemplifica, con sus 1,68 de estatura, a quien sólo bastaban cinco o seis pasos en la cancha para enviar con la pierna izquierda el balón, raudo como una flecha, directo a la portería a una velocidad meteórica de 170 kilómetros por hora.

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