LOS AVATARES DEL PERIODO ESPECIAL – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL

-¡Vaya! Apareciste. Seguro que te sucede algo. Solo te acuerdas de esta casa cuando tienes algún problema
-Buenos días. Si fuera así vendría todos los días. ¿Puedo pasar?

No te has sentado en firme y ya Miriam te imparte un seminario sobre la crianza de los niños. Gracias que no hay testigos porque termina con una propuesta aterradora: exigirle responsabilidad a los jefes por la formación y el comportamiento de sus hijos.
-Pero, siéntate. Déjame calentar el café.

La sala de la casa, la casa que construiste con tus manos. Tus hijos, los hijos que construiste con tu cuerpo. Tu mundo, el mundo de donde te arrancaron las circunstancias y los pareceres.

Miriam retorna. Observas a la que fue tu esposa y no descubres cambio alguno en su mirada y esa constatación te confunde. Prendes un cigarro y aguardas, no sabes exactamente qué. Miriam también espera. Por eso te animas y le dices que vas a ocuparte más de Aleydita y de Kiki, quien pronto comenzará la primaria. Prometes venir más a menudo.
-Y, ¿Cómo andan las cosas? ¿Cómo te va? Yo te veo muy bien.
Miriam aprovecha tu pregunta para inventariar calamidades.
-¿Cómo me va? Me va. ¿Cómo andan las cosas? Andan. Me paso el santo día trabajando. Levántate al amanecer. Dale para el círculo y deja al niño. Arranca a buscar transporte. Hay que caminar bastante, porque a la calle por donde pasaba la camioneta no le cabe un hueco más. Llegas al trabajo, trabajas como una demente. Atiendes las quejas de la población. ¡Y cómo la gente se queja!..
-Para muchas personas, quejarse es un placer, le dices.
Pero, Miriam no es adepta a la filosofía.
-Regresas, la misma lucha. Llegas a casa y a inventar. Nada, criminal el caso. Gracias que Aleydita ayuda en algo… La niña está en su escuela, viene por la tarde.
-Pero, te ves muy bien. ¿Cómo anda tu vida?
-¿Cuál vida? Trabajos, problemas, los muchachos y ya. Si a eso se le puede llamar vida, la mía anda de lo mejor.
Le devuelves la pelota con una disertación sobre cambios y calidad de vida. Miriam asocia el tono conciliador de tu voz con la debilidad, toma impulso y sintetiza tragedias.
Admite, que sí, que las cosas han mejorado, ya apenas se va la luz, ¡pero cómo se iba! Añade que ahora están cambiando los postes porque los cables no aguantan y ¿por qué no se percataron antes de dar los equipos? Argumenta que lo del agua está resolviéndose, pero no está resuelto. Acepta que para instalar las tuberías haya que picar las calles, eso lo entiende cualquiera. Pero, ¿por qué hacen tantos huecos al mismo tiempo? Cualquiera de tus amigos extranjeros pensará que estamos en guerra, dice.
Y, con la malévola intención de sacar ventaja en el intercambio, pasa a la ofensiva:
-Y dime una cosa; qué tú haces con ollas nuevas si no tienes que echarle adentro. Claro que hay más posibilidades para inventar. Pero, el trabajo que hay que pasar para comer decentemente. Hay veces que para llamar a lo que yo cocino, comida, hay que ser muy optimista, y estar alegre. En resumen: los salarios que no alcanzan, los precios que no bajan y tú que no comprendes. Ahora me hablas del mejoramiento de la economía, pero la economía ni se entera. Debería ser más fácil encontrarla, pero nada, parece que está peleada con el plato, por lo menos con el mío.
Yo me paso la vida luchando. Tú piensas en futuro y yo vivo en presente, y la comida es presente. Cierto que ha mejorado, pero quien me paga los malos ratos vividos. Tú no tienes idea del problema porque en el momento más duro te fuiste con la Fulana y nos dejaste embarcados. Pero, estamos vivos, seguimos y eso me duele y me reconforta: me permitió saber que puedo luchar y hasta vencer sola.
Hablando de comida. ¿Tú vas a comer aquí?
Le dices que no, que vas a recoger a Kiki y comerán fuera. A la niña la verás cuando regreses.
-¡Ah, qué memoria la mía! En el carro hay comida: carne, arroz congri y viandas. Hoy no tendrás necesidad de inventar.

Sales un instante, extraes un bolso del carro, recorres la cuadra con la vista, observas la calle donde viviste diez años. Pides permiso para buscar a Kiki. Miriam dice que sí, pero ataca de nuevo. Y aunque tú propones dejar el tema para otro día, tu ex mujer se hace la sorda.
-Manuel, aprende a oír también lo que no te conviene.
-Está bien, adelante, desagua todo tu rencor.
-¿Rencor? Te equivocas, lo que siento es lástima, lástima por ti, y me duele.
Miriam te cuenta lo que ya sabes. Asegura que los primeros en irle con noticias sobre tus amoríos fueron tus amigotes de la escuela y lo más curioso, no las mujeres sino los hombres. Dice tener pruebas sobre las traiciones de tu mujercita quien andaba con un cantinero de tu propio hotel.
-A tu mujer es más fácil conquistarla con cocteles que con promesas y carticas de amor, asegura.
-Miriam, por favor, todas esas cosas pasaron, para qué revivirlas. Debes entender que no todas las mujeres piensan como tú. Yelanis no es una mujer convencional: necesita tener permanentemente un hombre a su lado. Además, ya no es mi mujer.
-La tal Yelanis lo que necesita es tener permanentemente un hombre encima. Y no es tu mujer, según tú dices, pero lo fue.
-Está bien. Tienes razón. Y ahora me voy a buscar a Kiki…
-Manuel, discúlpame por lo que te dije. Pero, uno no puede engañarse a sí mismo… Mira, no me interesa saber qué sucede, si es que sucede algo. Pero, veo cosas raras. Viniste sin avisar y las pocas veces que vienes, avisas. Me dijeron que están en auditoria. Te noto preocupado.
-No es nada del otro mundo. La auditoría es para toda la compañía. Cuando termine pretendo cambiar de trabajo. Hay una complicación: enviaron un anónimo acusándome de desvío de recursos, cuando estaba en la escuela; pero todo se aclarará.
-¿Desvío de recursos? ¿Y quién va a creer eso? Si te acusaran de haberte acostado con la mujer de tu jefe. Pero, tú desviando recursos. Aquí solo traías comida; seguro que era la que sobraba en la escuela o en hotel.
-Miriam, por favor…
– Así que tú desviando recursos y otros investigando: se ve que en tu trabajo la gente no tiene nada que hacer. Tú que te has partido el cuero tantos años, que cada día tienes más canas y más arrugas; tú que vives en una casa de un cuarto, que no tienes ni carro propio, ni teléfono, ni computadora. Deberías vivir como lo que eres, cuidar tu imagen de jefe.
-Tengo lo que necesito para vivir. No tener tiene sus ventajas.
– Bueno, ese es tu problema.
-Está bien, Miriam, no abramos otro frente de discusión. Me voy. Gracias por tu solidaridad.
-Manuel Gómez, te lo repito: no me interesa saber qué pasa. Pero sea lo que sea, siempre que no se trate de mujeres, puedes contar conmigo. Y si las cosas se complicaran, no dudes en acudir a mí. Si puedo ayudar, aunque sea con el pensamiento lo haré.

Cuando subes al carro piensas en las cosas de la vida. ¡Miriam, caramba!: uno no conoce a su mujer hasta que la pierde, dices.

Miriam te ve marchar. Cierra la puerta. Reorganiza las tareas. Deposita el bolso sobre la mesa de la cocina. Va a desconectar la olla multipropósitos donde los frijoles negros empiezan a convertirse en una tentación, pero se arrepiente y toma una decisión digna de los buenos tiempos: agarra un manojo de rosas que están medio dormidas en un florero, y se lo lanza a los frijoles.

Últimamente los cálculos te fallan, Manuel. Llegas con tu hijo cinco minutos después del horario de salida de la lancha, que sale cuando puede, y ves el artefacto alejarse: hoy salió con una puntualidad que mataría de envidia al metro de Paris. Detienes el auto, luego trepas por una suave pendiente y estacionas al lado del restaurante de Palmeras, donde hay una bolera que opera en divisas; una cafetería que debería brindar servicios en moneda nacional, pero está cerrada y un parque infantil que funciona sin dinero.
La bolera está semidesierta. Hay un dependiente en la cantina que se ocupa de bostezar; un custodio distraído quien seguramente piensa en las vacaciones de su jefe y tres jóvenes que, a juzgar por la forma como tiran los bolos, no encuentran otro modo de perder el tiempo libre.
En el parquecito hay cuatro o cinco niños – infantes diría un amigo tuyo medio periodista él. Los muchachos se multiplican porque corren de un lado para otro, suben y bajan por canales y columpios. Una señora- una fémina diría el amigo de marras- vigila a los chicos, los estimula o los reprende según el caso, porque el alboroto tiene que ser con orden.
La señora te recibe con una invitación. Le devuelves un gesto cómplice y una señal de tregua, porque tienes que convencer a tu hijo para que se sume al grupo; pero, antes debes persuadirlo para que se calle. Lo tomas del brazo y lo sientas en un banco.
-Pipo, habrá que esperar que la lancha regrese, y ese lanchón es lento.
-Qué bueno, papa. ¿Y qué es lento?
-Lento, hijo: la vida, los sueños, las nostalgias y los hombres.
Kiki asegura que quiere ir a La Habana para montarse en un avión así de grande, comer carne y helado; dice que en el círculo también hay helado, que en el círculo tiene dos seño: Marta y Teresita; que tiene muchos amiguitos y menciona varios nombres. El padre intenta convencerlo para que juegue en el parque, pero el hijo protesta.
-Este parque no me gusta, a mí me gusta es el Parque de Diversiones, este parque está muy feo, yo quiero jugar con mis amiguitos del círculo…
Unos minutos después Kiki, sus nuevos amigos y la señora forman un colectivo provisional y se divierten a su manera. Manuel sube una breve escalera, se acerca a una baranda metálica y queda extasiado ante la bahía. Ha visto este paisaje infinidad de veces y siempre le produce la misma impresión: es un paisaje alojado en su cabeza.

A la izquierda está el hotel. Al lado hay un restaurante, en moneda nacional, pero con gente amable. El fin de semana pretendes invitar a Soler a comer allí. Es el sitio ideal para la cena de despedida. Además, si viene con Marbelis, puede quedarse a dormir, pues aunque el hotel está en reparación tiene habitaciones en servicio.

Miras hacia la derecha y sientes un pinchazo. Allí está tranquilo, como si con el no fuera, el pequeño promontorio. Este lugar te recuerda inexorablemente a Yelanis.
En los últimos meses los recuerdos te asedian. Recuerdas que una noche de locuras se bañaron en la playita e hicieron el amor sin prisa, hasta que fueron sorprendidos por unos marineros quienes, con el pretexto de garantizar la seguridad nacional, aparecieron de repente. Menos mal que eran buenas personas y se marcharon pronto. Cuando los intrusos desaparecieron, Yanelis te abrazó con ternura y te confesó al oído.
-Te prometo que te haré feliz todos los meses con todos sus días.
Cuatro años después la vida se encargó de rectificar sus palabras: le puso un dique a la osadía y le corrigió el tiro a la ilusión.

En el centro de la bahía está el Cayo. Lo primero que se aprecia es el restaurante que tú y los tuyos echaron a volar. Tuviste que lidiar con obstáculos increíbles, con concepciones anacrónicas, con gentes indecisas. Mas, los esfuerzos compartidos, las gestiones tenaces y hasta los empellones de la suerte se concertaron para burlar la crisis.
Un restaurante bello, con buena oferta, trabajadores afables, tenía que prosperar. Pero faltaban comensales y los clientes potenciales desconfiaban. Ustedes salieron a buscar a unos y a convencer a otros.
Por fortuna un grupo de extranjeros vino a filmar una película. Tenían que comer en algún sitio, y tú los conquistaste: fue el inicio del despegue. Procedían de varios países pero todos los llamaban los italianos de la película. Eran los clientes más locos que cabría imaginar; en un dos por tres acabaron con los mitos sobre la calidad del servicio, impusieron un ritmo trepidante y con sus locuras atrajeron a los clientes indecisos, orientaron a los despistados, movilizaron a los renuentes y sobre todo, te ayudaron a convencer a los representantes para que mandaran los grupos de turistas al restaurante; eso le dijiste al periodista que te entrevistó cuando la instalación cumplió su plan. Pero, añadiste, no hay que exagerar: nos impusimos cuando los trabajadores descubrieron que ellos eran la calidad.
Los italianos de la película: tú lo recuerdas con cariño. Durante el mes y días que permanecieron aquí convirtieron al poblado en un carnaval y causaron destrozos comparables a los que ataviados como piratas pretendían remedar.
Carlo, el director del filme Caribe, negoció contigo y acordaron que los actores comerían en el Cayo, siempre que el restaurante cumpliera con el contrato. Como el personal de servicios era mínimo y el único jefe eras tú, tuviste que importar un maître. Lo buscaste en la escuela de turismo, le explicaste los pormenores de la tarea y le pediste que se incorporara pronto: dentro de tres días daremos el primer servicio y la primera impresión, como en el amor, es decisiva; algo así le dijiste.
Al día siguiente el profesor-maître desembarcó como una tempestad. Terminada las presentaciones y el recorrido por la instalación asumió en firme la jefatura del servicio. En lo adelante se le podía ver a cualquier hora , con su infaltable corbata, caminando por el salón, impartiendo órdenes , repitiendo incesante que el cliente es lo primero, que siempre tiene la razón, no olvidarlo nunca. Luego tomaba aire y recordaba que los sólidos se sirven por la derecha, por la de-re-cha y con elegancia, que el servicio del café, que el de vinos, que la sonrisa. El profesor maître tenía locos a los dependientes y a los cocineros, y aún no habían llegado los esperados clientes.
Por fin los italianos aparecieron en el horizonte. El restaurante estaba montado con una elegancia asombrosa. Las mesas estaban decoradas con un gusto exquisito. Los cocineros estaban en posición uno. Todo está listo para matarlos con el detalle, decía el maître mientras se anudaba su corbata. Tenemos que demostrarles que somos cinco estrellas, repetía mientras caminaba hacia el pequeño muelle por donde debían desembarcar los italianos, disfrutar del coctel de bienvenida, subir la escalerilla, recibir la bienvenida oficial del maître, quien los sentaría ordenadamente en las mesas preparadas al efecto y, cuando él lo indicara, alzando el brazo, arrancaría el servicio.
Y llegaron los clientes. Aunque el barco no estaba cabalmente fondeado, se lanzaron en tropel, tomaron por su cuenta los cocteles, se desprendieron escaleras arriba, trasegaron sillas y unieron mesas, sacaron los platos de exhibición de los aparadores: per aiutare, signore, per aiutare… En unos minutos arrasaron con toda la teoría del servicio. Entre el maître, los dependientes y el almacenero lograron restituir el orden y servir el almuerzo. Solo que los clientes pedían una cosa y cuando se la traían querían otra, se cambiaban de mesas, y como estaban disfrazados, era difícil saber quién quería qué. Cuando le llevaban pollo, se molestaban porque decían haber pedido pescado y si le llevaban pescado, se molestaban porque aseguraban haber ordenado pollo. Se quejaban de todo: la cervezas estaban calientes, las carnes muy cocidas, el espagueti pasado, el café frío y el vino añejado. Eso fue el primer día; los otros días fueron iguales.
Tú, Manuel, recuerdas la primera vez cuando Carlo te invitó a su mesa. Aquel día, los primeros en llegar fueron los piratas con sus trajes e instrumentos bélicos. Entraron de cualquier modo, se metieron en los baños sin reparar si eran de mujeres o de hombres, unieron y separaron mesas, se sentaron donde le dio su gana italiana, esgrimieron tenedores y cuchillos y empezaron a dar palmadas para demostrar que estaban listos para mangiare. Los cubanos a quienes en la película, por pura casualidad, les asignaron el papel de extras o de indios, llegaron después y se sentaron lejos, disciplinadamente; parecían angelitos.
El profesor no sabía qué hacer con su corbata ni con sus piernas. Cuando sirvieron el postre y la refriega bajó de tono, pidió permiso y se incorporó a la mesa donde estaban el anfitrión y tú. Mientras saboreaban el café uno de los piratas se acercó y arremetió. Quería que le explicaran por qué en Cuba siendo un país tropical, no había frutas. Y como nadie le respondió, se encaró con el maître y empezó a pedir:
A ver, a ver: mango; lamento decirle que no tenemos, señor. Arancia; no señor, naranja no tenemos. Cocco; no señor, no tenemos coco. Zapota; ¿zapote?, no señor…
El pirata amenazó al maître con la espada y para demostrar que en pocos días había aprendido bastante del idioma cubano lo dijo clarito: y ¡qué pigna hay aquí!, signore.
Al profesor por poco le da un ataque. Pero, cuando el filibustero se fue con sus peticiones a otra parte, comprendió la urgencia de rescatar su profesionalidad mancillada.
-Señores, no importa, el cliente es lo primero.
Mas, lo peor en aquel almuerzo histórico estaba por venir…
Como siempre la princesa aguardó pacientemente a que los italianos comieran y ocupó una mesa distante. En definitiva ella era inglesa, de sangre real por añadidura. Tú, Manuel, la observabas de soslayo. Ya le sirvieron la ensalada y el plato principal, y nada. La señora, en vez comer, le hace una seña a una dependienta y le susurra algo. La dependienta corre hacia la mesa de los jefes.
-Disculpe señor, hay un problema, la princesa quiere un abogado.
-¿Un abogado? Ahora si el profesor no aguanta más, cómo que un abogado, nos irá a demandar: además de princesa, será loca.
Carlo se pone de pie, va donde la princesa y regresa muy tranquilo. Señor maître, por favor, si fuera posible conseguir un aguacate: la princesa quiere uno. El maître por poco se lanza al mar: así que un advocato, y dónde consigo yo ahora un aguacate, un aguacate real.
Aquel almuerzo lo sacó de circulación. Tuviste que aplicar el plan de contingencia y correr a gestionar otro jefe de servicios. Terminada la comida fatal el maître regresó a su escuela donde – según te informaron extraoficialmente- le entregaron un reconocimiento “por su meritoria contribución a la calidad del servicio en el restaurante el Cayo.”
Los italianos de la película, ¡los muy cabrones! A pesar de todo, tú lo recuerdas con afecto. Se pasaban toda la comida protestando y al final abrazaban a los dependientes porque, afirmaban, todo estaba benissimo, benissimo.
Cuando anunciaron que se iban, organizaste una comida especial, de despedida, y Carlo pagó gustoso. Tú y Javier , el jefe de Palmeras, comieron con los italianos. Fue una cena muy divertida.
¡Tus amigos italianos!: acabaron con la quinta y con los mangos y eso que no era tiempo de cosecha. Los varones levantaron las mejores hembras del Cayo y sus alrededores. Aunque le notificaron que la zona fue declarada por la UNESCO patrimonio de la humanidad, la querían para ellos solos. Mientras los hombres arrasaban con las chicas, las italianas arrasaban con los negros. Tú, por chovinismo, te abstuviste de pasarle la cuenta a la actriz que fingía ser la mujer del capitán pirata. A quien si no perdonaste fue a Gabriela, una cubana que hacia el papel de india apresada por los piratas y a quien el prolongado cautiverio le despertó un apetito sexual irrefrenable.
Evocas con cariño a los italianos de la película, pero cuando piensas en las mulatas que nos levantaron, se te revuelve el machismo patriótico y te entra una rabia de tres pares. ¡Cabrones! , dices entre la admiración y el enfado.

Miras el reloj; ya es hora y de la lancha nada. Observas fijamente al restaurante del Cayo y te propinas un suave golpe en la sien para desterrar una premonición intrusa. Te diriges a la bolera, saludas al custodio y al dependiente, y haces la pregunta. La respuesta te la ofrecen a dos bocas. Negativo, señor: el Cayo está cerrado, por la baja turística. Si desea comer algo, convida el dependiente, puede bajar al restaurante buffet que oferta servicio por diez dólares o a la cafetería, que es más barata. El dependiente gestor ignora que tú fundaste esa cafetería, la cual estuvo anexada al Cayo, que eres amigo del administrador del restaurante de los bajos, a quien no deseas molestar, y que tienes en los bolsillos solo dos dólares.
No has terminado de dar las gracias a los informantes, cuando un joven que pasa por la bolera, se detiene y te aborda. El muchacho sostiene una hielera en la mano. Tú lo miras con desdén, casi con hostilidad. Pero el joven es muy cortés, y terminas por atenderlo. El dependiente, quien acaba de aprobar un curso de gestión de ventas, te sugiere que vayas a comer a su restaurante, allá abajo, a la derecha.
-Allí ofertamos excelentes platos, bebidas nacionales y extranjeras, el servicio es rápido y el lugar acogedor… Sí, bajando la escalera. Y señala hacia el sendero que conduce al paraíso en moneda nacional.
Experimentas una frustración sin orillas. El hecho de que el Cayo esté cerrado equivale a un porrazo. Y, algo terrible, no puedes culpar a nadie; salvo a la baja turística, claro. Tú deberías saberlo, porque Javier lo dijo durante el comienzo de la auditoria. Nada, Manuel, tus cálculos continúan fallando.
-¿Será que los recuerdos ocupan demasiado espacio en la cabeza e impiden memorizar los datos más simples?, dices.
Desde hace meses proyectas degustar un exquisito filete al Cayo. El jefe que te sustituyó te ha invitado varias veces y tú sabes que serás bien recibido: sabes que quienes trabajaron contigo y lograron que el restaurante levara anclas, te estiman: de eso no tienes duda.
¡Un filete al Cayo! Si es con pargo, mejor; pero puede ser hasta con tilapia. Si lo elabora Bringas, maestro entre fogones, sale excelente; si quien lo prepara es Mandy, tiene el mismo sabor a calidad. Hasta tú puedes elaborarlo.
Recuerdas el incidente. Una tarde en que no había clientes y los cocineros se fueron, apareció un jefe de turismo y decidió comer. El custodio cometió el desliz de darle la carta menú y el visitante tuvo la insensatez de pedir precisamente un filete al Cayo, el plato estrella del restaurante y el más complicado de preparar porque había que combinar el pescado, los camarones y el queso amarillo y cubrir el preparado con abundante salsa marinera.
Te enganchaste un delantal y te plantaste frente al fogón. Terminada la comida el visitante te pidió que llamaras al cocinero para felicitarlo por su depurado arte en el tema de preparar pescados. Le presentaste a Alberto, el ayudante de cocina, experto en elaborar dislates y el alto jefe, quien por cierto era de baja estatura, felicitó al colectivo, al administrador, a Albertico y al custodio y los instó a todos continuar trabajando en aras de la calidad del servicio. Y volvió a felicitar a Alberto por su porte y aspecto, por tener el uniforme blanquísimo, el gorro estiradísimo y por cubrir sus manos con esos guantes tan higiénicos. El visitante no lo dijo, pero los guantes no estaban muy blancos: el bueno de Albertico, cuando lo mandaste a buscar, luchaba por adecentar un caldero, y olvidó quitárselos.
Estás consternado. Perdiste una oportunidad para degustar un filete al Cayo, una oportunidad para prolongar la fe en el género humano. No tienes otra opción que inmolarte y comer en moneda nacional. Tratas de convencer a Kiki para que termine de jugar. Las protestas vienen de todos los flancos: de los nuevos amigos de tu hijo, de éste y hasta de la señora que cuida el parque. Pero, las confesiones del estómago son más efectivas. Da las gracias a los participantes en el conato de rebelión, saludas con ternura a cada uno y le ordena a tu hijo que se lave las manos, y que se apure.
-Vamos Kiki : arranquemos para el dichoso restaurante, desafiemos la incertidumbre, marchemos al combate; afrontemos la adversidad con aplomo e intentemos comer, y si fracasamos en el intento, no nos amilanemos, adjudiquemos a la intención el valor que solemos negarle. ¿Entendiste, hijo?
Y sí, parece que sí, que Kiki comprende la gravedad de la situación, porque pone cara de gente mayor.
Desciendes por una escalera cubierta de lajas, lentamente, porque hay que cuidar los zapatos. Atraviesas un pasillo angosto. Llegas al restaurante que está situado sobre el mar y conserva las huellas de una reparación reciente. La pintura es fresca. La cantina está decorada con paisajes marinos. No habrá filete al Cayo, pero habrá pescado; en un restaurante así, qué otra cosa pueden vender, piensas y recobras tus atributos de cuadro de Palmeras en ejercicio.
-Ojala el pescado esté tan fresco como la pintura, le dices a tu hijo.

En el restaurante, por una de esas extrañas conductas del destino, no hay cola, no hay fila. Hay más empleados que clientes y esta mala señal te alarma. Pero no, un dependiente experimentado, al menos por su edad, te invita a pasar, te conduce hacia una mesa, ayuda a sentar al niño y te entrega la carta menú: una carta recién hecha.
-Tenemos pollo frito y cerdo asado, guarnecido con congris y chatinos de plátano, propone el dependiente.
Lo miras con sorna. Un restaurante como este tiene que vender pescado. O será que a los pollos y los cerdos los alimentan con pescados y mariscos, eso piensas, pero callas.
El dependiente te observa, te escucha farfullar, te ve repasar la carta y por miedo a perderte, se presenta a tomar la orden.
-Para el niño un pollo frito, bien hecho, por favor; un pollo frito solo con chatinos. Para mi congri y chatinos. ¿Y no tendrá usted algún tipo de pescado? Si fuera un poco fresco, sería lo ideal.
Esperas una respuesta negativa, pero otra vez te equivocas. Sí, hay pescado, aunque no esté en la carta, informa el dependiente; y marcha a la cocina a buscar más detalles: tiene un cliente con cara de persona importante; hay que ocuparse de él con esmero.
Quedas tan sorprendido que estás a punto de gritar algunas de las consignas de tu juventud, pero no recuerdas ninguna adecuada para la ocasión. En este minuto darías cualquier cosa por encontrarte con alguno de los criticones de siempre, esos pesimistas de oficio para quienes la gastronomía en moneda nacional es pura ilusión. Si te encontraras con uno de ellos lo traerías aquí a la fuerza y lo obligarías a pagar, para que no se crea cosas.
-Señor, dice el dependiente al regreso de la consulta con el chef. Señor, el pescado que tenemos es jurel.
-¿Jurel? No está mal. No es mi pescado favorito, pero es pescado; siempre que sea fresco.
– No hay problemas con su pescado, señor. Tenemos jurel entomatado. Pero es fresco señor: las latas las trajeron esta misma semana. Se lo puedo asegurar, yo estaba presente cuando las bajaron del carro.

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