El cuento de la noche: El cigarrillo funesto

Por Manuel Pérez Toledano

Caminaba arrastrando la rotura de sus zapatos y las jiras del reboso raído. Y por más que les decía llorando a los transeúntes: ¡señores una limosna para está pobre vieja! Nadie se apiadaba de ella, todos se apartaban asqueados de su ruinosa vejes. Solo cinco pesos había podido conseguir de bolsillos herméticos, cómo los corazones de sus dueños. Empuño con fuerza su ridículo bastón y continuo avanzando pesadamente por la acera pletóricas de humanidad, recibiendo la muda negativa y los empellones torpes, entre grupos de mujeres rubias con gafas obscuras y hombres gigantes de insolentes gestos.

Empujada por no se que despreocupado individuo, salió fuera de la acera en los momentos que una aristócrata mano de mujer arrojaba por la ventanilla, de su automóvil reciente, una colilla de cigarro. Al verla caer sobre la banqueta, la infeliz presurosa a levantarla para llevarla con avidez a sus rugosos labios. Después de oscuros días de inedia engarfiaría  el hambre con tabaco.

El cigarrillo por su raro sabor debía de ser extranjero. ¡Ni lugar a dudas!, pues no se recordaba haber fumado nunca otro con esa calidad

Y sucedió que, poco a poco, al pasarle el humo por la garganta, empezó a notar que la abrazaba como un hirviente liquido, los ojos le ardían y una sana quietud invadía su espíritu. Ni en la iglesia al terminar una ferviente oración, había sentido  sublime placidez : y jamás las cosas que la rodeaban habían le parecido tan bellas como ahora.

Además sentíase joven y fuerte y capaz de moler el nixtamal en pesado metate. Dejaría de mendigar les devolvería a las gentes su mezquino dinero. Dejaría también de dormir en los portales fríos y llenos de piojos. Se hidria al campo… a su casa primera. Allá.. criando gallinas, sembrando maíz y rodeada de sus hijos, desgranaría mazorca. Los guajolotes estarían gordos igual que los marranos y en las tardes, antes de la caída del sol espulgaría a sus muchachos… pero, ¿pero quienes eran esos indios que traían a su marido envuelto en un petate?… ¿la revolución?…

Un calor inaudito le quemaba la frente. Se iría, se iría, pero pronto ¡ay! En la ciudad no se podía vivir. En el campo su marido la estaría esperando, en la puerta del jacal, tejiendo  sombreros de palma, y los chiquillos andarían correteando por el cerro con los perros…¿no? ¡no se habían muerto sus hijos! Era nada mas un sueño, una pesadilla terrible el que ella fuese la vieja limosnera que se alimentaba con las migajas de la metrópoli. ¡Una mentira, una mentira!…

Y apuro el paso por entre los grupos indiferentes. ¡Cuanta gente y que sola la dejaban!

Saldría para su tierra ahora mismo. Nadie la detendría. De lo aprisa que caminaba hasta fue derribada por un gordo viandante.

La alegría acrecentaba solo por minutos, desbordante, jubilosa. La boca se le secaba y su cerebro era presa de extraña lucidez.  Los altos edificios se unían entre si en el cielo semejando follaje de arboles. El aire que se respiraba era fresco, sutil, perfumado…De pronto, en medio de filigranas cambiantes cual paisajes de caleidoscopio, surgieron las figuras de sus hijos, de su esposo llamándola con los brazos abiertos… Ella atravesó la calle loca de felicidad, su existencia entera se ponía al alcance de sus ojos… Pero en esos instantes un espantoso ruido de bocina, le reventó los oídos su rostro moreno de piel de indígena se confundió en el pavimento y su vida se extinguía con la ultima voluta del cigarrillo funesto.

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