Despertar de la memoria
Por Jafet Rodrigo Cortés Sosa
Caminé, sin percatarme lo que llevaba en mi espalda; avancé y nada ni nadie me advirtió sobre la trampa que estaba cada vez más cerca, acortando toda posibilidad de escape. De pronto me encontraba ahí, en esa esquina que se convirtió en un refugio, por un tiempo; en ese punto donde se permanecía aferrada a las paredes y al piso, una marejada de memorias de lo que fue.
Una por una se fueron encendiendo aquellas luces. Recuerdos que pensé haber dominado, atacaron; me golpearon, hundieron mi rostro dentro del agua; despertaron mis lágrimas, éstas recorrieron camino rumbo al piso; algunas sonrisas se colaron entre todo. Vastos rincones aparecieron frente a mí, sin que hubiera necesidad de moverme; todos ellos, lugares que visité hace tiempo, acompañados de sensaciones que me estremecían de placer, otras de agonía, pero todas con un tinte azul profundo. La nostalgia de relacionar momentos con el ayer.
Hay un misterio oculto a la vista, una incógnita que se revela ante nosotros, paulatinamente, mientras murmura tocándonos la piel, inscribiendo señales que conducen a caminos que ya hemos recorrido, sensaciones vividas; voces que nos aplastan o nos colman el corazón; recuerdos.
Aquel misterio, gira sobre una pregunta, ¿qué es lo que despierta la memoria?, las respuestas son tan variadas como aquellos sueños y pesadillas que albergamos dentro. El aroma del café, su esencia contenida en un profundo sorbo; la textura de la piel sobre nuestros dedos; el sabor de aquellos elementos conjuntados en cierto platillo; un perfume; una melodía.
Habernos sometido a espacios cerrados, sumergirnos al agua; exponernos a ciertas angustias que nos conectan con un pasado que no hemos podido olvidar, un pasado que evoca tormentas que vuelven al asedio, que intentan de nueva cuenta consumirnos o nos devuelven por un momento la alegría al espíritu.
¿Qué sentimos cuando recordamos?, ¿miedo?, ¿alegría?, todo depende de qué tipo de reminiscencia toque la puerta. Lo cierto es que, sea cual sea, siempre llega. Surgen invocadas por una especie de conjuros mágicos, conexiones que se han formado dentro de nuestra psique sin que hayamos sido conscientes de ello.
Raíces que profundizan, árboles que florecen después de verse sometidos en las mismas condiciones que cimbraron la vida. Los sentidos se conectan con la memoria, se relacionan unos con otros. Sonidos, sabores, texturas, pero también imágenes de calles, avenidas, rostros, momentos, rutas transitadas con frecuencia, lugares difíciles de olvidar; rincones que se volvieron íntimos, y desde entonces guardan secretos de lo que alguna vez fue.
Objetos, pasillos, melodías que despiertan vetustas versiones de nosotros que creíamos muertas. En ocasiones, son tantas memorias y se encuentran tan arraigadas, que duelen, postergando que el sane por completo, o nos abrazan, reconfortando el inminente ahora.
La memoria funge como medio de transporte, nosotros, impulsados por un contexto similar, volvemos al momento en que lo vivimos, el instante preciso cuando sentimos con más profundidad ese sentimiento, esa emoción.
Esta relación entre la memoria y los recuerdos, posee una característica ambivalente, pudiéndonos hundir en lo profundo, o salvarnos de la más oscura y terrible soledad, salvándonos en ocasiones de nosotros mismos. Aquellos recuerdos actúan como fantasmas, acechándonos, conspirando entre ellos, relacionando sus individuales historias; pero no todos los fantasmas son terribles y buscan destruirnos, hay algunos que nos cobijan, inspiran, regresan a la vida. Estos últimos son los que tenemos que abrazar con más fuerza, tenemos que recibirles con una sonrisa cuando lleguen, darles la mano, abrazarles, luego soltarles y continuar caminando.
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