Francisco Tomas Gonzalez

“Lawfare” o el quiebre del principio de inocencia

Por Francisco Tomás González Cabañas.-

A lo largo y a lo ancho de Occidente, desde que el principio de inocencia, se sostiene, casi caprichosa y capciosamente, para el funcionariado político que accede a tal condición por lo electoral, nos despertamos con las noticias acerca de denuncias, de idas y marchas, judiciales sobre tal o cual presidente, legislador, gobernador, intendente, concejal o cualquier tipo de figura política, que asumiendo un rol en el manejo de la cosa pública, se aprovechó, abusando y vejando, la legitimidad de la representación, que siempre y por definición es crítica, para lograr una ventaja personal, que casi siempre se corresponde con una acumulación de bienes materiales o el provecho puntual y específico para obtener un goce que puede ser espiritual pero obtenido mediante la vulneración a la confianza pública que se le ha depositado, para que sea fiel a finalidades colectivas y no facciosas o personales.

Arrecian tanto en las redacciones de medios de comunicación, tradicionales como en redes sociales, los datos, más o menos cercanos con una verdad, siempre a probar, y que nunca alcanzará en tiempo y forma a dictaminar justicia, tanto sobre el acusado, como para el colectivo afectado; sus representantes. En el mejor de los casos, las fuerzas políticas, que se turnan por cabalgar o comandar estas denuncias de “hechos de corrupción” como lo llaman o sindican, inocente o cómplicemente, redactan algún que otro proyecto, para que en caso de ser probado el acto de corrupción los bienes sustraídos, vuelvan al erario público. Cuando, se suscriben a conceptos académicos que plantean el accionar de una justicia siempre sospechada, como el ariete para arremeter políticamente. Esto mismo, es la razón de que de un tiempo a esta parte hablemos, con más o menos argumentos de “lawfare”. 

Como si fuese un capricho del destino, y por más que nos obstinemos a no creer en clases, se esfuerzan para que las pensemos como tales. La radical importancia de lo sustraído no es el bien, por más que este se valúe en cientos de millones. Lo que se roba un político habiendo accedido por voto popular a su función es cierta confianza pública, horadando, percudiendo, con su malandrismo, al sistema democrático mismo, de allí que establezcamos la tipificación de este delito como democraticidio.

¿No cree acaso usted que el descreimiento hacia lo democrático está vinculado directamente con los actos de corrupción, que se transmitieron en vivo en los diferentes medios de comunicación, casi desde el momento mismo de producido, o desde la denuncia, hasta el estado de no justicia, de no cierre, o de sospecha permanente que casi siempre quedó en el éter, cuando un político fue juzgado?

La crisis política que se dispara desde este accionar, que puede ser o no entendido como “lawfare”, que en verdad es la crisis de los políticos, dado que los pobres, marginales, casi que no precisan de esa “civilización” de ese ordenamiento jurídico, los bolsones en donde reina la pobreza no se regula por ningún código, viven de hecho en lo que algunos contratistas llamaron estado de naturaleza, agudiza su descomposición, dado que es tan grande el desconcierto, provocado por el temor, germinado por la holgazanería de abandonar el  pensar y el razonar, que amenazan, producto de sus actos suicidas, de implosionar el mismo sistema que los tiene en la cúspide.

Cada tanto desde aquel universo marginal, algún comunicador, casi sin saberlo, sin quererlo, relata, algún tipo de ajusticiamiento que se produce allí, intramuros en esos archipiélagos que huelen feo y que saben peor, para ellos es en verdad un movimiento de equilibrio social, del antiguo concepto griego de “sofrosine”, el que acontece, sí es que ocurre algo, tipificado para nosotros, como delito. No tenemos los elementos para decir sí moralmente eso está bien o mal, es decir esa justicia cercana a una ley del talión, quizá tendría que ser más un tema para la academia, el evaluar porque su sentido de justicia, requiere, por sobre todo de inmediatez, algo que no le ofrecen las religiones que dicen profesar, y que fueron abanderadas de las colonizaciones sobe estos colectivos, ni el ordenamiento jurídico, de la sociedad civilizada, que le habla de palabras, de argumentos, de leyes, normas, abogados, plazos, expedientes, y sobre todo de jueces, destinados a fallar, y que cobran por ello, lo que jamás estos verán ni en sueños.

Este poder ilusorio, que no le sirve, ni tampoco ha sido requerido por los que menos tienen y los que más son, existe a los únicos efectos de garantizar por la fuerza la existencia de la política en sus brazos ejecutivos y legislativos. La figura no es casual, ambos poderes, son apenas las extremidades, el corazón, la columna vertebral, los órganos sensibles, están protegidos, guarecidos por el poder judicial. Esta es la única razón, por la que el actual sistema político-institucional, sigue sobreviviendo, de hecho, cada tanto, en alguna revuelta, este leviatán, pierde alguna extremidad, que luego será regenerada, pero no termina de caducar, o de fenecer, precisamente, porque nadie aún atacó sus puntos neurálgicos o el talón de Aquiles de la institucionalidad actual.

Esta observación no es producto de ningún acto de magia, ninguna iluminación sobrenatural opera sobre el humilde escriba, mucho menos la guía podría ser una suerte de capacidad más allá de la media, o cualquier caracterización que pretende precisamente ello, caracterizar para alejar el análisis de la masa, de las mayorías por las que opera, casi impunemente.

Esta observación es producto de observar, valga la redundancia, el camino de los poderosos, tan simple y efectivo como ello. Claro que evitamos una trampa, un engrampado en el que cayeron muchos. Sus excentricidades, sus lujos y acopios materiales, tienen como finalidad despistar. Saben que los débiles de espíritu, caerán, sin ton ni son, en ser como ellos, para comer como ellos, para vestir como ellos, para vacacionar como ellos, para emborracharse como ellos, para caer en sus vicios, en sus placeres y vencer a la inmortalidad o al aburrimiento, bajo esta falsa opción.

Por supuesto que es más fácil decirlo, sí es que uno tuvo la oportunidad de aprovecharlo y decidió que no, tal vez, sí uno en un determinado momento se encuentra con esta posibilidad, sin que nunca antes la haya tenido, probablemente acceda a tal trampa, dado que no habrá cultivado la fortaleza interior como  para darse la chance de elegir, haciendo uso de esa libertad, sin estar condicionado por la opción, pero el azar opera de maneras insondables, insospechadas como infundadas.

Cómo en todos los procesos generales, los síntomas se pueden vislumbrar tanto en la parroquia del barrio como en el Vaticano. Urbi et orbi, es la bendición que emana desde nuestras democracias institucionales actuales, en donde, los principales actores políticos de los poderes accesorios, van a hurtadillas, o en caravana, rogando o clamado, las formas metodológicas, varían en cada urbe y le dan el calor y el color, provisto por las luces de los diferentes medios de propagación (no de comunicación) de cada país o ciudad en cuestión, hacia el corazón del sistema que es el poder judicial.

Lo oculto, la trama, es que sólo ellos acuden a ese poder. Sólo a sus asuntos le prestan debida atención, pronto despacho. La noción con la que instituyeron esa justicia, no sólo que no es universal (de hecho va en contra de amplias manifestaciones culturales y hasta de cierta naturaleza, la necesidad de ser compensados por un acto que nos desbalancea, debe ser una reparación, antes que justa o exacta, más bien inmediata, o al menos rápida, pero nunca como la imperante, discutida, apelada, aplazada) sino que además es antidemocrática (no se eligen en la mayoría de los lugares a sus jerarcas por voto, ni tampoco están sujetas a consideración popular al estilo de audiencias públicas, referéndums, o manifestaciones participativas que sobreabundan en los otros poderes)  y como si fuese poco, es el único poder que requiere de especialistas matriculados para que desanden sus pasillos y ejerzan la autoridad del reclamo o pelito.

¿Imagina usted, sí el día de mañana se establece en los poderes ejecutivos del mundo que sólo podrán acceder a los más altos cargos, los matriculados en ciencias políticas, o en administración o la profesión que rayos fuere? ¿Y se imagina, sí el día de mañana, el legislativo determina que el 20% tiene que estar integrado por peluqueros, otro porcentaje similar por enfermeros y así en una lista arbitraria, justificada por algún libro de ensayo de algún autor excéntrico?

Bueno, imagíneselo, porque esto ocurre con el Poder judicial, y usted allí en su ordenador, en su computadora, leyendo cómplice en su comodidad, esperando, rogando, implorando, que el sistema no lo precise para disciplinarlo, en el mejor de los casos se resignará, y como es un sujeto de fe, seguramente creerá que el sistema lo puede tocar con su vara, integrarlo, de allí que la matrícula para abogados siga siendo la más populosa.

Lo volvemos a expresar, leyendo y releyendo, a los popes más poderosos de la política vernácula, la parroquial municipal, provincial, como la nacional, como la latinoamericana. Como la internacional. Es urbi et orbi, ya se lo dijimos, es el corazón del sistema. Usted quiere algo diferente, lo empieza a tener servido en bandeja. Demande, reclame, peticione, denuncie, exprésese ante el judicial, multiplique la acción, desde la ilegitimidad de sus miembros, hasta exigirles que se manifieste formalmente del porqué del abismo entre la  teoría, es decir las leyes u las normas que a ellos los beneficia, y la realidad o la práctica. Atestar los tribunales, para probar que el servicio de justicia es el mejor de los relatos que nos hicieron creer para que creamos el resto, lo subsiguiente.

Usted no lo va a hacer, en cambio ellos, a los que sostiene el poder, lo hacen y mientras usted lee, lo siguen haciendo, esa es la diferencia, confórmese con lo que venga después de la vida, lo ultraterreno, allí donde los cantos de sirena, como la democracia real, como la justicia, son música para sus oídos, este mundo no es para usted, es para ellos. Y no se trata de una lucha de clases, como desde otros ámbitos sectarios le hicieron creer.

El para nosotros viejo, esclerotizado y occiso, universalismo del principio de inocencia que le corresponde a los políticos, posee como uno de sus ejes el fundamento del onus probandi que radica en un viejo aforismo de derecho que expresa que «lo normal se entiende que está probado, lo anormal se prueba». Por tanto, quien invoca algo que rompe el estado de normalidad, debe probarlo («affirmanti incumbit probatio»: ‘a quien afirma, incumbe la prueba’). Básicamente, lo que se quiere decir con este aforismo es que la carga o el trabajo de probar un enunciado debe recaer en aquel que rompe el estado de normalidad (el que afirma poseer una nueva verdad sobre un tema).En Academia, el onus probandi significa que quien realiza una afirmación, tanto positiva («Existen los extraterrestres») como negativa («No existen los extraterrestres»), posee la responsabilidad de probar lo dicho. Entre los métodos para probar un negativo, se encuentran la regla de inferencia lógica modus tollendo tollens («que es la base de la falsación en el método científico») y la reducción al absurdo.

Antes que hablar de “guerras” jurídicas o judiciales (“lawfare”) de abonarlas, propagarlas o promoverlas, proponemos hacer justicia, sobre la justicia y la política.

Tanto la Declaración de los Derechos Humanos como la Convención Americana son claras y explícitas en cuanto a sostener el principio de presunción de inocencia. Acendrado en máximas del derecho como “in dubio pro reo” y “onus probandi” la consagración de esta formulación metodológica (dado que no deja de ser tan solo esto mismo) del derecho a la defensa, surge como reacción a un estadio anterior en el campo del derecho penal, en lo que se dio en llamar el proceso inquisitivo. Transcurridos siglos de aquel entonces, y tras los desequilibrios que producía el uso y abuso del mecanismo modificado, de un tiempo a esta parte (luego de las aberraciones que Occidente perpetró sobre sí mismo en la segunda guerra mundial) consideramos, en el campo del funcionariado político (exclusiva y excluyentemente al que accede haciendo uso de la soberanía delegada o del sistema representativo, mediante lo electoral) que se reinstaure lo que se dio en llamar “juicios de residencia” que consistía en precisamente lo contrario de lo que se sostiene en cuanto a la presunción de inocencia. Partimos de la base, de que lo normal, es decir sobre lo que actúa el derecho, se modificó ostensiblemente, en cuanto al gobierno, la comandancia de la cosa pública. El sujeto pasible de esta modificación sustancial del principio de inocencia que se plantea, es única y excluyentemente el político que habiendo accedido a su condición de tal, por voto popular, meses antes de terminar su faena, será considerado culpable de la figura legal de “democraticidio” en tanto y en cuanto, ante el proceso de su defensa, que tendrá las garantías de siempre y por ende inmodificables, demuestre lo contrario.

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