El Ché, la dialéctica de la eternidad
Buenos Aires, (PL) Se dice con cierta liviandad que allá en la Higuera, allí donde los asesinos creyeron matarlo, los campesinos, los pobladores aún ven a Ernesto CHE Guevara andando por aquellos lugares más olvidados.
O que «creen «que en realidad es un santo, que llegó hasta ese lugar en el mundo, para redimir, salvar y curar a los pobres, No, no lo creen, así, como creencia vaga. Sienten ese peso de amor regado por el CHE, en cada uno de los caminos que anduvo.
Y sólo imaginándolo en su integridad humana, en su capacidad asombrosa de imaginar y sembrar sueños de redención, podemos entender que aquellos campesinos saben, con la sabiduría con que resisten a la dura realidad en que viven, que es imposible que el CHE haya muerto.
La interpretación intelectual dirá que los hombres como el Che no mueren nunca, y es así el eterno renacer de los mitos.
«¿Es que no somos los revolucionarios los primeros que empezamos por reconocer lo efímero de la vida física de los hombres y lo perdurable y duradero de las ideas, la conducta y el ejemplo de los hombres, si ha sido el ejemplo el que ha inspirado y ha guiado a los pueblos a través de la historia?». Es algo que se preguntaba y preguntaba al pueblo cubano el comandante Fidel Castro en la dolorosa hora en que tuvo que dar la noticia de la muerte del comandante Guevara, el compañero eterno, el amigo cuya lealtad con la verdad siempre destacó.
«Porque los cantos de victoria de los imperialistas de que (la muerte del CHE) va a servir para desalentar la lucha revolucionaria, no tardarán en ser desmentidos por los hechos. Los imperialistas saben también la fuerza del ejemplo, la tremenda fuerza del impacto; y los imperialistas saben que si un hombre físicamente puede ser eliminado, un ejemplo como ese nada ni nadie lo puede eliminar jamás» diría también en su memorable informe al pueblo.
El CHE, ya era ese mito, cuando se largó a los caminos de América Latina. Un viajero juvenil, que iba descubriendo asombrado a sus hermanos en un territorio, que nunca pudo ver como una sucesión de fronteras, de líneas demarcatorias falsas y frágiles. Lo reflejó en su escritura, que siempre fue un viaje, y sus viajes eran literatura hablada o escrita.
Y también combate cotidiano, cuando tocaba la realidad hasta que esta doliera en su cuerpo. Combate cotidiano, no sólo por la liberación de los pueblos, sino la lucha interior para liberar al «hombre nuevo» que algunos no quieren ver, ni dejar nacer porque entienden que la capacidad de amar al otro, al prójimo, al compañero, al hermano, al combatiente, al poeta, al niño que busca comida en los desperdicios, al ser humano más desvalido y al más intenso, sensible y desamparado, los puede hacer «débiles».
No entienden -como bien lo explica el CHE en cada una de sus líneas- y no sólo en su elaborado pensamiento político exhumando realidades a la intemperie, como él las vivió, que para andar libre en este mundo ciego, uno no debe cegarse para ser aceptado dentro de los cánones de un capitalismo feroz y desalmado.
Todo lo contrario, despertar y renacer a cada paso, mirar como miran los que construyen una vida viva.
Mirar con la ética de un apóstol, como miraba José Martí, iluminando todo lo que estaba a su alcance.
Así iluminaba e ilumina el Che. Así escribía, no para la vanidad o la gloria, sino para una humanidad humanísima. «Creo que escribir es una forma de encarar problemas concretos y una posición que por sensibilidad se adopta ante la vida», dijo alguna vez.
Bien podría decirse, que ese hombre, ese mismo CHE, que con ojos entreabiertos, la barba desafiante, una leve sonrisa, que lo hizo ver como a un Cristo, allí sobre una fría y gris mesa de morgue, se burló de la muerte, desconcertó a sus asesinos, que comenzaron a conjeturar los misterios de increíbles resurrecciones que matan a la muerte.
Ese mismo CHE que insurreccionaba todo a su paso, que recreaba pensamientos y teorías, con la precisión que da la dialéctica como condición vital, como ejercicio de la realidad, que reverdece y no apaga o envejece las concepciones teóricas.
«El CHE podía llorar por dentro mientras daba las órdenes más duras en los momentos cruciales», me dijo alguien alguna vez.
«Un CHE humanísimo», dijo otro encendedor de fuegos, que siempre lo miró como alguien que podía errar, equivocarse, volver atrás, «humanísimo» en el sentido de la imperfección humana, con una voluntad de convertir la independencia en una liberación nacional definitiva. Pudo interpretar comprensiva y críticamente al mundo moderno.
Había entendido la esencia brutal del colonialismo que hasta hoy nos agobia, tratando de enterrar nuestras culturas, ideas, renaceres y nos enseñó a luchar contra la colonización eterna, que aún anida en mentes y corazones. Esas que el enemigo intenta ganar en una guerra encubierta, cuyos mayores combates se dan en los medios masivos de comunicación, controlados militar y sicológicamente, en los entretenimientos disparados como baterías sobre nuestros pueblos, para colonizarnos mejor.
Quería recordar al CHE, quizás de otra manera, con otras palabras que brotaran como el agua, su enseñanza más profunda y más simple, vivir revolucionariamente sus ideas, reelaborar conceptos teóricos, romper con los dogmas para construir un socialismo vivo, candente, como soñó alguna vez la dirigente comunista chilena, Gladys Marín: «un socialismo de colores», universal, pero salido desde las realidades y culturas más diversas, como un arcoíris.
Un socialismo del Siglo XXI, que recree el paso de los tiempos, las renovadas realidades, y con la precisión científica de la dialéctica, que devora esquemas, mediocridades, individualismos, porque es la esencia de lo colectivo, de lo trascendente sobre lo banal o los estancamientos.
Junto a Fidel y sus compañeros de la Sierra Maestra, el alcanzó a imaginar ese socialismo vivo. Alcanzó a vivir sus primeros pasos en esa pequeña isla del Caribe, que amó y que es hoy el espejo de todo lo que es capaz de hacer el hombre nuevo o en proceso de serlo en medio de todas las adversidades, con la fuerza de la convición, con la pasión del creador, con la dignidad del justo.
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