EL LIBRO DE LOS PRESAGIOS – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL

El primer presagio de Amael fue un ciclón madrugador que amenazaba el oriente del país, pero que él descubrió con suficiente antelación que no pasaría por aquí. Por eso cuando, ante la supuesta inminencia del huracán, decretaron la fase de alerta y la beca se convirtió en un ajetreo constante, decidió hablar con el profesor guía.

El profesor Ramiro no le hizo el menor caso. Entonces le contó su verdad, muy bajito, a Wendy, una activista de la FEU que, con su cuerpecito de figura retórica, parecía estar en todas partes y en todas las tareas. La chica se burló en forma y trasmitió el desatino a media facultad en la cual, aseveró, había un nuevo loco: un loco meteorológico. Wendy, a quien semanas más tarde Yuliesky caracterizó en un par de líneas.
-No le hagas caso a esa fulana, qué se puede esperar de ella , con ese cuerpecito que parece una mala palabra…

Meses después Ramiro admitió que no había sido lúcido al interpretar aquella insensatez que contradecía al instituto de Meteorología de Cuba y de otros países del área que cuentan con instituciones similares y tuvo la intención de pedirle excusas al muchacho, pero el orgullo científico se lo impidió.
– Después de todo la movilización fue productiva, una suerte de prueba en seco; además, en este mundo de locos llamado la actualidad, es lógico que los ciclones se equivoquen de fecha, y hasta de ruta. Le comenta bajito el profesor Ramiro a Ramiro.

Al principio los presagios eran muy claros. Cuando lo del ciclón Amael entresoñó un viento. El viento batía las palmeras que inclinaban sus cabezas despeinadas hacia al norte, pero luego comenzaron a danzar, se inclinaron hacia el sur y dejaron una cortina de lluvia en retirada. Era obvio, el huracán tomaba rumbo hacia el sureste.

El segundo presagio fue aún más evidente. Amael vio entre sueños como su única hermana cruzaba la calle y era arrollada por una bicicleta de color azul, de fabricación China. A pesar del intento de un enjambre de manos la niña cayó estrepitosamente, pero tuvo tiempo para dedicarle una sonrisa a quienes acudieron en su auxilio.

En vez de dirigirse al aula se fue al departamento, localizó al profesor guía y le pidió autorización para ausentarse el fin de semana.
-Mi hermana tuvo un accidente, lo soñé anoche. Mi madre está sola porque mi padre está en un curso de superación fuera de la provincia. Necesito ir, regreso el lunes. Traeré la constancia del médico.

El profesor Ramiro, aunque tenía fama de problemático, no se atrevió a contradecirlo esta vez y le obsequió una mirada aprobatoria.

El estudiante salió a la avenida y tomó el rumbo de la terminal de ómnibus. En el trayecto, de cuando en cuando, interrumpía la marcha para hacerle seña a algún vehículo. Llegó a la estación. Ni se molestó en entrar. La verdadera terminal funcionaba afuera donde se apelotonaban camiones y camionetas, autos ligeros y artefactos para los cuales la academia todavía no ha encontrado un sustantivo adecuado. El patio de la instalación semejaba una especie de museo de la historia del automóvil y al mismo tiempo funcionaba como una suerte de mercado donde individuos dotados de gargantas que matarían de envidia a muchos cantantes de nuestra música popular bailable, anunciaban a grito pelando sus ofertas:
-¡Vamos a San Luís, La Palma, San Antonio. Un camión por diez pesos. ¡Vamos, que se acabó el abuso!
-Agarra tu máquina aquí, viaja con comodidad. ¡Arriba!. Guantánamo, Bayamo, Las Tunas.
-Tu camioneta aquí: San Luís, San Antonio, La Victoria; solo por diez tablas.

Trepó a un camión repleto de personas, algunas de las cuales discutían con el ayudante quien insistía en subir a nuevos pasajeros porque, afirmaba, el carro estaba vacío. Por fin el ayudante de otro camión, que esperaba su turno, convenció a su homólogo y éste colocó una cadenita en la puerta trasera del carro, se afianzó en el último escalón y golpeó la escalera con un objeto metálico.

El chofer arrancó dulcemente, dobló con delicadeza en la primera esquina, salió a una calle ancha, pasó por el sitio donde habitualmente se ubica la policía, continuó la marcha hasta llegar a la autopista, miró por retrovisor , y pisó el acelerador a fondo.

El viaje fue rápido a pesar de que el camión paraba en todas partes. Amael ni reparó en varios pasajeros que en las curvas se le encimaban, ni en quienes al bajarse le propinaban algunos pisotones adicionales. Se bajó en la primera parada del pueblo y fue directamente al hospital.

Renunció a preguntar en la recepción, en parte porque sabía donde estaba su hermana y porque la recepcionista charlaba animadamente con una amiga a quien ilustraba sobre el fenómeno de la crisis económica global y su incidencia en la isla. La amiga asentía y apretaba bien las jabas que tenia en cada una de sus manos.

Subió hasta el segundo piso, dobló a la izquierda y en unos de los bancos estaba Altagracia, quien lo abrazó acongojada.
-Tu mamá está dentro; ahora la llamo.

Caridad salió de inmediato. Su primera reacción fue de sorpresa:
-¡Qué eficiente son la comunicaciones en la universidad! Hace como dos horas le pedí a una compañera mía que llamara a tu facultad, y ya estás aquí.

Amael le describe el accidente y le dice que no se preocupe pues todo saldrá bien. Caridad no se percata de un detalle: ella todavía no le ha contado a su hijo lo ocurrido, ni le ha informado sobre el criterio de los médicos que atienden solícitos a una paciente cuya familia es del gremio…! Estos jóvenes de ahora!…

Fue la primera vez que el flaco disfrutó la realización de uno de sus presagios.

De vuelta a la universidad, tuvo que afrontar una situación imprevista. Su fama de adivinador efectivo le causaba desazón y le produjo un problema inicial que Amael cortó de raíz con una respuesta histórica.

Algunas de las muchachitas que hasta entonces lo miraban con desdén por sus taras, incluidas la de ser estudiante de primer año, y algunos de los varones que lo observaban de soslayo, porque este grandote no le servia para casi nada, ni siquiera para divertirse, acudían subrepticiamente a consultarlo. El respondía con evasivas, hasta que una tarde logró reunir a varios de quienes le pedían respuestas para sus sueños u orientaciones para caminar hacia la fortuna. Como los sueños contados y las aspiraciones de los soñantes se relacionaban con el mismo tema, él les confesó que los presagios servían para descifrar cualquier cosa, salvo las relativas al amor. Y la vida le dio la razón.

Fue el modo de quitarse de arriba a clientes impertinentes quienes, en definitiva, ni clientes eran, porque no pagaban. En todo caso formaban un grupo fan casi espontáneo integrado por personas poco serias, como Roly, un estudiante de tercero de letras, a quien el flaco rechazaba, no solo porque detestaba a los homosexuales, sino porque como buen maricón leal a las inclemencias del cargo, pretendía que Amael soñara por él.

No estoy de acuerdo con la homofobia, me confesó una vez, porque un joven de estos tiempos debe aprender a respetar la inclinación sexual de sus semejantes; eso nos dijeron en la reunión de la militancia. Pero de ahí a soñar por un ganso hay una distancia muy grande. Y este Roly lo que quiere es socializar la mariconería, algo así me dijo el flaco. Yo guardé silencio y no quise comentarle sobre una historia que circulaba en la carrera según la cual Roly se escribía correos electrónicos donde un supuesto amante lo llenaba de requiebros. Sucede que sobre el tema de la mariconería jamás me ha gustado opinar.

Si embargo, en una ocasión tuve que hacerlo. Amael declaró sin ambages que los casos como el de Roly fructificaban mejor en el ambiente universitario, algo así dijo. No creo que empleara la palabra fructificar, pero me endilgó toda una conferencia sobre el tema. Yo le resté importancia a su manera de afrontar el asunto y le expliqué que Roly tenía sus defectos desde pequeño, el contexto solo los había afianzado, eran como defectos de fabricación, le dije. Pero el flaco no transigió:
-Este cabrón lo que quiere es socializar la mariconería en la facultad, cosa no solo negativa, sino innecesaria, porque ya esta socializada, algo así dijo.

Conforme los presagios se fueron sistematizando, se fueron oscureciendo. Ya no se manifestaban cualquier día ni a cualquier hora. Aparecían en las madrugadas, los fines de semana y eran como las escenas de las primeras películas cubanas filmadas en blanco y negro. Eran sueños borrosos que admitían varias lecturas.

La primera complicación consistía en precisar si el presagio era tal o solo un remedo, un amago o una posibilidad intertextual. Aislado el presagio de la copia o la mala parodia había que pasar a la interpretación, y este era un asunto muy complejo.

Una madrugada soñó con unos caminos que se bifurcaban. Tomó por el sendero original, continuó y al final lo esperaba ella, vestida de blanco, con las manos extendidas. Era una premonición bien clara.

No lo pensó dos veces, terminada las clases salió a buscar a su dama. Como no la encontró, decidió comer. Cuando salía del comedor, entraba Kirenia . Se hizo el que no la había visto. Tomó por otro rumbo y fue a la cafetería a fortalecer la paz del estómago y a perder el tiempo mientras la muchacha comía.

En la cafetería solo había mujeres. Eran tres empleadas que, agotados los temas de conversación, yacían sentadas frente al mostrador. El menú solo ofertaba preservativos. Pensó comprar dos, pero había tiempo. Retornó al comedor y se atrincheró en un banco situado en una esquina del edificio por donde Kirenia tendría que pasar.

Y en efecto, apareció la chica. La saludó cortésmente y le pidió que lo escuchara, tenia algo relevante que contarle. Se sentaron. El flaco recordó una sentencia inventada o trasmitida por su padre: las cosas grandes se dicen con palabras chiquitas.
-Te comunico que eres la mujer que necesito. Lo vi en uno de mis sueños y estoy dispuesto a compartir contigo el resto de mi vida.
La altiva Kirenia pareció asustada; luego sonrió levemente, y puso las cosas en su lugar:
-Tienes que analizar mejor tus sueños, te equivocaste de persona. Si tuviera que escoger pareja no sería tú a quien eligiera… Me voy, tengo cosas importantes que hacer.
Y como Amael intentó replicar, lo detuvo con un gesto.
-Ya lo sabes, busca a la mujer de tu vida en otra parte. A mi tú no me interesas, ni siquiera en sueños.

Con la parte del cuerpo con que Amael resolvía los problemas más simples diseñó un método para aislar los presagios verdaderos de los impostados. Luego estableció una planificación. Al ritmo con que habían empezado los presagios, en el nuevo año tendría una cosecha semanal de uno y como los meses tienen 4 semanas, como promedio y el año 12 meses, la cosecha anual ascendería a más de 50.

Pero las estadísticas no lo convencían: era preciso investigar, estudiar, planificar, mejorar la calidad. Había que plantearse el alcance de las predicciones, su funcionalidad. Ahora que estamos en crisis, razonaba, quizás los presagios pueden ayudarnos y tal vez ayudar a este mundo absurdo en que vivimos. Tal vez podrían ser un instrumento político y de inteligencia. Habrá que analizarlos concienzudamente para convertirlos en instrumentos de poder. Pero, los presagios podían ser, como diría su padre, un rezago del pasado o, tal vez, una trampa sutil del enemigo, un modo de desviarlo de sus responsabilidades sociales, de desorientarlo, de estimular las dudas existentes en las múltiples orillas de la realidad.

Decidió consultar a una profesora de sicología amiga de su hermano Gonzalo. Esta le dio una conferencia introductoria, llena de nombres y de libros. La joven sicóloga fue tajante:
-Tienes que empezar por el budismo zen y el yoga, analizar las técnicas del bio-feed-back y los programas de entrenamiento alfa, estudiar los trabajos de Aserinsky y Kleitman, sobre la fisiología del sueño y por supuesto trabajar con los imprescindibles: Freud, para el psicoanálisis con p y sin p y Lacan, para el lenguaje de los sueños, y ser paciente. Y claro, tiene que zambullirte en la neurociencia. De lo contrario, si no puedes hacer lo que te digo, dedícate a otra cosa.

Y le informó que un amigo suyo estaba empecinado en escribir un libro sobre la fisiología del cariño y algo peor aún, ella misma trabajaba en un texto sobre la filosofía del cliente, cuya tesis, de ser admitida, implicaba un gran riesgo: que todos fuéramos aceptados como iguales y tratados como tales, asunto sumamente peligroso porque habría que poner patas arriba a media humanidad y posiblemente a la humanidad entera. Ella lo mantendría al corriente de los avances de sus indagaciones.

Amael solo había leído algo de Freud y oído mencionar a Lacan, pero guardó en el disco duro los nombres de los otros y cuando la profesora se marchó, apuntó en su libreta de notas los que recordaba y se fue derecho a internet par buscar información primaria. Ya se ocuparía de estudiar a fondo el asunto; durante las vacaciones, porque ahora tenía que dedicarse a sus asignaturas y demostrarle a Kirenia y al mundo que era una persona responsable, capaz de lograr resultados científicos que lo hicieran acreedor sino de la fama, que a él le resbalaba, al menos de la satisfacción que produce el conocimiento bien habido. Quizás, si el flaco hubiese conocido bien a Kirenia, la hubiera excluido de las razones que alentaban su proyecto de sacrifico científico.

Aquella noche, mientras Amael analizaba el calendario de los exámenes de fin de año, uno de sus compañeros le mostró un libro sobre la psicología de los sueños. Le tiró un vistazo al índice y devolvió el texto a su dueño. Reflexionó detenidamente sobre su papel como ser humano y llegó a la conclusión de que para colectivizar el alcance positivo de los presagios tenía que leer todo lo relacionado con la interpretación científica de los sueños. Debía comenzar por plantearse al menos tres preguntas. Y empezó a razonar sobre la primera. En eso estaba cuando se quedó dormido.

Se despertó con una mala noticia: no vino presagio alguno, sino una comunicación enviada por su padre quien le informaba que había recibido una parcela de tierra y como su hermano Gonzalo- quien cumplió misión en los lugares más intrincados de Centroamérica-, no estaba dispuesto a ayudarlo, contaba con él para que lo ayudara a cultivar la tierra que le habían entregado en usufructo para que la pusiera a producir. Por eso le pedía que al planificar sus vacaciones, tuviera presente el asunto.

Respondió de inmediato, por escrito y envió el mensaje con la misma persona que trajo el papel:
“Papá, me prometí a mí mismo aprovechar las vacaciones para estudiar con dedicación un tema que me preocupa. Pero, eso será después: vamos a cultivar la parcela, cuenta conmigo”.

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