El cuento de la noche: Desolación
Por Manuel Pérez Toledano
Estoy solo. Prisionero de las cuatro paredes de mi habitación doy vueltas, como animal de zoológico. Las tablas de piso se estremecen y crujen bajo mi incesante ir y venir. Afuera, un cielo opaco trasuda lluvia menuda…
Desde muy lejos llega a mis oídos una canción provocadora que me hace suspirar. Por más que me empeño a rechazar, un recuerdo lacerante me vence…
Fue en Veracruz, allá donde el sol se hace pedazos sobre los rizos de un mar insaciable que láme los flancos de la tierra… Allá fue donde encontré a la que fascinara mi vida con la mirada clara de sus ojos; a esa que por un instante animara mi alma de amargado e hiciera florecer mi estéril huerto.
A la que hizo que mi amor rompiese el dique avaro que lo tenía cautivo y se desbordara en torrentes de alegría, de juventud, de vida…
Tan ofuscado estaba que hasta llegué a perderme en las callejuelas de la ciudad, después de aquellas horas en que el tumulto de las olas – al chocar contras el malecón- apagaba nuestros besos, mientras el aire marino revolvía nuestras cabelleras…
Y luego, el brusco adiós, un furtivo beso a mitad del andén, y después el polvo del camino secándome las lágrimas.
Había que ver como se apresuraba el ferrocarril para separarme de ella: perforaba cerros y le rebanaba el vientre a la montaña, raudo, veloz. Como si quisiera dividir de un tajo mi primer amor…
Y ahora, otra vez aquí, ¡Solo!
Rodeado de libros viejos y de añoranzas tristes. Soy cual esos ciegos que ignorantes de la luz, la han visto un segundo para luego perderla nuevamente. ¡Y pensar que todavía ayer estaba conmigo, diciéndome con sus labios de rosa: “Ya no volveremos a vernos jamás”! Y oprimía mi cuerpo en un deseo frenético de fundirse con mi vida. Aún no se ha ido de mis ropas el perfume de sus brazos, ni de mi pecho el calor de su corazón.
Y mañana tener de nuevo que enfrentarme con la vida: la oficina, el trabajo tedioso, los camiones llenos de gente sucia y hedionda…Todo esto se podría evitar si esta noche recurriera a los barbitúricos… Pero sería indigno; los periódicos publicarían una gacetilla, miserable los comentarios de mi muerte: “Se suicidó un romántico mediocre…” Mis amigos se reirían, y sintiéndose psicólogos, opinarían sarcásticos:
– ¡Era un cretino!…
¡Oh, cómo podré vivir sin ella en esta noche horrible que me cubre ahora!…
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