Monseñor Romero: la voz de los sin voz
San Salvador, 24 mar (PL) Hace hoy 35 años que Monseñor ûscar Arnulfo Romero fue asesinado, en medio de una homilía, por un francotirador quien actuó bajo las órdenes del mayor Roberto dâ€ÖAubisson, creador de los escuadrones de la muerte.
El arzobispo se había convertido en una espina para el gobierno de facto, al ponerse al lado del pueblo y en contra de la oligarquía, por lo que dâ€ÖAubisson, también fundador del partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena), inició toda una conspiración que acabó con la vida del prelado.
Aunque sus asesinos nunca fueron enjuiciados ni sancionados, su pronta beatificación reivindica en parte su clara opción a favor de los explotados.
En una entrevista con Prensa Latina -la última que concedió el 13 de febrero de 1980, poco antes de su martirio- dijo creer más que nunca en las organizaciones de masas.
«Creo en la verdadera necesidad de que el pueblo se organice, porque creo que las organizaciones de masas son las fuerzas sociales que van a empujar, que van a presionar, que van a lograr una sociedad auténtica, con justicia social y libertad», aseguró.
Y es que Monseñor Romero, desde que tomó posesión de la Arquidiócesis de San Salvador, el 22 de febrero de 1977, se convirtió en la voz de los que no podían denunciar los abusos y horrores de los regímenes militares que habían gobernando por décadas.
Cuentan que las homilías en la Catedral Metropolitana de San Salvador pasaron de ser el sermón rutinario de cada domingo, al discurso cargado de contenido y luces a partir de ese año cuando Monseñor Romero asumió como arzobispo.
Se dice también que desde entonces, la Plaza Cívica, al frente de la Catedral, se llenaba de feligreses para escuchar con devoción sus alocuciones a través de altoparlantes porque los espacios del templo eran insuficientes.
En las casas, las familias lo escuchaban por la radio, y la gente interrumpía sus discursos para aplaudirlo. Al mismo tiempo crecía la aversión hacia él por la clase poderosa y el Estado encubridor.
Apenas llevaba unos días como arzobispo, cuando fue asesinado el sacerdote Rutilio Grande, junto con otros dos salvadoreños, hecho que impulsó a monseñor Romero a insistir al gobierno que investigara el crimen.
Al no cumplir con la demanda, anunció que no asistiría a ningún acto gubernamental ni a ninguna junta con el presidente hasta que la muerte se investigara.
Como nunca se condujo ninguna investigación nacional, Romero no asistió a ninguna ceremonia de Estado, en absoluto, durante sus tres años como arzobispo, postura que definió su posición en relación con la llamada Junta Revolucionaria de Gobierno.
En todo ese tiempo abogó por los pobres, los campesinos y criticó desde su estrado y en las propias comunidades la represión militar y policial.
«¿Por qué sólo hay ingreso para el pobre campesino en la temporada del café y del algodón y de la caña?¿Por qué esta sociedad necesita tener campesinos sin trabajo, obreros mal pagados, gente sin salario justo?», cuestionó en una misa el 16 de de diciembre de 1979.
Para Monseñor Romero, una Iglesia que no se une a los pobres para denunciar las injusticias que con ellos se comenten, no es verdadera Iglesia de Jesucristo.
«Y en El Salvador ya sabemos lo que significa el destino de los pobres: ser desaparecido, ser torturados, ser capturados, aparecer cadáveres», advirtió entonces el arzobispo mártir.
Un día antes de su asesinato, el 23 de marzo, Domingo de Ramos, pronunció en la catedral una homilía dirigida al Ejército y la Policía.
«Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles», dijo Monseñor.
Subrayó que los soldados y militares eran hermanos del mismo pueblo, sin embargo, «matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: «No matar».
«Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado», urgió el prelado.
Al día siguiente, hacia las seis y media de la tarde, en la capilla del Hospital de la Divina Providencia, fue asesinado en el mismo altar.
El 24 de marzo de 1990 se dio inicio a su causa de canonización, pero fue en 1994 cuando se presentó formalmente la solicitud a su sucesor Arturo Rivera y Damas.
El 3 de febrero de 2015 fue reconocido como mártir por el Vaticano, al ser aprobado por el papa Francisco el decreto de martirio correspondiente y promulgado por la Congregación para las Causas de los Santos.
Monseñor será beatificado el venidero 23 de mayo, no obstante el pueblo salvadoreño desde el propio asesinato lo ve como un santo.
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