El Sendero de los Iluminados: ¿De verdad eres bueno?

Por Alan Prado

La oscuridad que nos rodea no se oculta en un rincón lejano, ni es una fuerza ajena que nos acecha desde las sombras. Habita en nuestro interior, en cada elección que hacemos día tras día, en esos pequeños desvíos que a menudo parecen triviales. Sin embargo, al acumularse, pueden metamorfosearnos en algo que jamás hubiéramos podido prever. A través de los siglos, se ha desentrañado la inquietante realidad de que cualquier persona, en ciertos momentos, puede transformarse en un vehículo del mal, no mediante actos monstruosos, sino a través de elecciones sutiles, casi invisibles a simple vista.

¿Cómo es posible que aquellos que se consideran personas justas acaben transformándose en verdaderos monstruos? El entorno, las exigencias de la sociedad y la forma en que justificamos nuestras decisiones pueden tejer una engañosa fachada de bondad, alejándonos cada vez más de la auténtica virtud.

Desde tiempos inmemoriales, la atracción por lo oscuro ha tejido su misterio y suscitado temores en la humanidad.

Durante siglos, pensadores y teólogos han ido y venido en un intenso diálogo acerca de los misterios que envuelven el nacimiento de esta sombra que habita en el ser humano.

¿Es el mal una fuerza ajena que nos somete, una presencia que se cierne sobre nosotros? ¿O acaso se halla entrelazado en lo más profundo de nuestro ser, aguardando el momento perfecto para emerger?

《Sigmund Freud sostenía que las fuerzas destructivas que habitan en nosotros surgen de luchas internas y anhelos ocultos, una energía primitiva que, si no se domina, se manifiesta en actos de violencia y crueldad.》

El verdadero mal no se alimenta de vastas conspiraciones, sino que brota de las sutiles transgresiones diarias que, a menudo, pasamos por alto.

El mal cotidiano suele camuflarse en los gestos más sutiles, en esas minúsculas elecciones que hacemos al dejar que nuestro egoísmo asome entre la bruma de la rutina. Se manifiesta cuando el orgullo se erige como un muro, eclipsando la luz de la compasión, y nos convierte en espectadores ciegos ante el sufrimiento ajeno.

La influencia del entorno social y la fuerza de la conformidad. Para que los hombres malvados cumplan sus oscuros propósitos, solo requieren que los hombres de buena voluntad permanezcan inactivos. La malevolencia humana revela que, muchas veces, no se necesita persuadir a alguien para que lleve a cabo una atrocidad. Basta con distraerlo y guiarlo sutilmente lejos de sus propios principios.

¿Alguna vez has reflexionado sobre cuán cerca te encuentras de traspasar el umbral de tu propio abismo moral? Ese instante en el que la conducta admirable puede abrir la puerta a un rincón sombrío y inquietante que se oculta en los abismos de nuestra sociedad.

La oscuridad podría estar acechando a tu lado, mucho más cerca de lo que te atreves a suponer.

El mal no es un ente ajeno o enigmático que yace lejos de nuestra comprensión. Inicia con delicadeza, con transgresiones ligeras que se disfrazan de inofensivas; sin embargo, poco a poco nos conducen por senderos oscuros y traicioneros.

La verdad es que la frontera entre lo correcto y lo incorrecto es más difusa de lo que estás dispuesto a reconocer. Quizás aún te sostienes a la idea tranquilizadora de pensar que tu esencia es la bondad en su forma más pura. Sin embargo, ¡atención! Te percibes como una esencia pura y noble, convencido de que tu carácter es tan inmutable como las constelaciones que adornan la noche. No obstante, permíteme despojar esa fantasía de su encanto.

La idea de que tu personalidad es como una roca inamovible, que tu esencia permanece intacta sin importar las circunstancias, no es más que una ilusión práctica.

Tu identidad no es una estatua inmutable, sino un dibujo en la arena, que se transforma y se redefine con cada ola que acaricia su superficie y cada brisa que la roza.

¿Por qué?

Personas comunes, esculpidas por la presión del entorno y la sumisión a la figura autoritaria.

Las condiciones propicias, o quizás las erróneas, pueden transformar a cualquier individuo en un portador de ¿venganza? o de crueldad.

En el entorno propicio, la ética humana puede desmoronarse con la misma rapidez con la que un castillo de arena se deshace ante la furia de un huracán.

Nos dejamos llevar por la penumbra, guiados por la ardiente llama de nuestra sed de vivir.

Así, descendemos sin tregua en un abismo de vicios y rupturas morales, donde la muerte y el vacío nos abrazan. Pero, en medio de esta tempestad interna, la furia desenfrenada de la existencia comienza a volver sus garras contra nuestra propia esencia. Es entonces cuando, a través del sufrimiento, la confusión y el miedo, logramos encontrarnos con nuestra verdadera naturaleza. Al sumergirnos en ese dolor, emerge el conocimiento más profundo y genuino, iluminando el camino hacia la redención.

No existe un ser divino en el horizonte, manipulando, perfeccionando ni orquestando, y mucho menos dirigiendo el curso de la vida de manera ética y respetable. Todos esos ingeniosos artificios de la mente son meras creaciones humanas, desprovistas de conexión con una realidad más profunda
una realidad totalmente diferente.

Al final, no existe ese infierno prometido que nos advirtieron en los templos, lleno de llamas y cuerpos en tortura. No habrá gritos desgarradores ni un demonio riendo en la penumbra mientras se regocija en la miseria. La realidad es mucho más sutil que la retórica del miedo que nos enseñaron. El verdadero tormento se encuentra en la cotidianidad, en cada rincón de nuestra existencia diaria. Cada persona debe aprender a abrazar y enfrentar su propia sombra.

Debe enfrentarse a sus sombras interiores. No hay fuerza ni persona capaz de liberarnos de la carga que llevamos a cuestas. Si realmente existiera un infierno, ni el propio demonio podría tolerar la magnitud de la atrocidad que el ser humano es capaz de generar.

Pocas son las almas valientes que eligen aprovechar esta existencia para descubrir su verdadera esencia y adquirir conocimiento y sabiduría. «Muchos parten del mundo tal como llegaron.

Alan Prado (AMEP 11:11)

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