Desafío

*Cultura y Política

*Ciclo: Enfermedades

*Del Antiguo “Roble”

¿Qué debe ser primero la cultura o la política? Pues bien, la primera es síntesis de la identidad nacional y del paso de la historia cuyo análisis en mucho se aprecia cuando se cuenta con la capacidad de disgregar y no caer en las falacias oficiales. Falso es ya que la crónica de los tiempos la escriban los vencedores. No es cierto. Ahora, el ejercicio de la crítica, la que queda asentada en tinta y papel o a través de videos y grabaciones radiofónicas o electrónicas, cibernéticas les dicen, tiene un peso específico en el derrotero de la democracia y, por ello, claro, ayer me presenté en el Zócalo capitalino, en la Feria del Libro, para presentar mi “Despeñadero” –Fundación Loret de Mola, 2013-, editado con mis propios y escasos recursos porque el mercado editorial está repleto de empresas españolas, con maridajes con el poder público, y algunas mexicanas cuya cobardía es notable porque detrás tienen a “consejeros” adictos al gobierno priísta; un retroceso, sí, de treinta años cuando menos.

La política es el arte de la convivencia pacífica, del acuerdo y el debate cuando se vive en una democracia, o bien pretexto para maniatar a la sociedad bajo una autocracia. En México quedamos en medio, a veces inclinándonos hacia un extremo, y en ocasiones hacia el otro, de acuerdo a como soplen los vientos. Los ambiciosos manipulan; los líderes, encauzan; los hombres del gobierno se justifican. Bajo esta plataforma, estamos los demás, dentro de una ciudadanía a la que se ofusca con la propaganda insana, contradictoria y notoriamente sectaria, como ha sucedido en torno al conocido impuesto Bloomberg, tal es el apellido del alcalde de Nueva York que no pudo implementarlo, con tendencia a “sancionar” a las refresqueras endulzantes con un tributo adicional del dos por ciento sobre sus cuantiosas utilidades. Desde luego, el duelo entre las asociaciones de salud y los grandes corporativos transnacionales demuestra que todo depende de las capacidades financieras de unas y otros; y muy poco del conglomerado que, sorprendido, ha modificado sus hábitos alimenticios al extremo de preferir comprar un litro de cola –elaborado con la planta de coca-, y no de leche porque, dicen, ya se “civilizaron”. (Tal piensan, sobre todo, quienes han marchado como indocumentados al norte y regresan con su “trocka” y algunos dólares creyendo que, con ellos, es cuestión de estatus despreciar sus orígenes).

Por la cultura se entiende, desde luego, nuestra capacidad de raciocinio. Quienes carecen de ella están inhabilitados para la discusión seria de la conflictiva dl presente. Por ejemplo, la gran mafia del fútbol –la segunda, después del narcotráfico-, llamada FIFA, que se impone al derecho de las naciones y hace cuanto le viene en gana con tal de asegurarse miles de millones de dólares en cada competición mundialista o regional –en Sudáfrica llegaron al extremo de acordonar zonas, libres de las leyes del país, como si se tratara de una soberanía perentoria mientras duraba el correr del balón-, ha conseguido que los pueblos tengan una febril pasión por este deporte, desdeñando a las demás expresiones humanas, sobre todo a las artísticas.

Y así, sin menoscabo de quienes aman al balompié, las canchas y las pelotas se convierten en el centro del universo sin que, con ello, se detengan los odios raciales y las hostilidades; al contrario, se han gestado guerras, en Centroamérica, como consecuencia de un torneo y el odio engendrado. Algo similar le sucede a la esmirriada selección mexicana que ya no puede asimilar la repulsa de quienes, durante décadas, fueron simples adversarios destinados a perder. Y las cosas cambiaron… porque, en México, no estamos acostumbrados todavía a las afrentas a los himnos nacionales de los visitantes; no, cuando menos, en el grado con el que se vuelcan contra el nuestro en la zona llamada CONCACAF. No es, desde luego, un argumento para curar las heridas por el bajo rendimiento de un equipo de elite, que nos cuesta como tal, humillado por quienes no cuentan, ni de lejos, con los presupuestos de excelencia con los que se dota a nuestros “deportistas”. Hay bastante de imbecilidad en torno a esto.

Por la política, tantas veces circunstancial y perentoria en cuanto a las tendencias partidistas que van y vienen como el balón, es factible, hoy, alzar las voces para defender nuestro patrimonio, el energético cuando menos, de la voracidad de quienes esperan en lisa la posibilidad de hincarle el diente a los ricos yacimientos mexicanos. Los pretextos son variopintos, desde la historia sobre los márgenes dejados por el general Lázaro Cárdenas del Río a favor de las empresas particulares –para la transportación y comercialización del crudo mexicano-, y el argumento de que los monopolios paraestatales ya no existen en las naciones democráticas. Pero, estamos en este papel o el petróleo, a diferencia de otros, es el principal cimiento de la soberanía patria específicamente ante el gran gigante de esta era, extraviada la paz para fines armamentistas promovidos por las industrias norteamericanas y sus traficantes, entre ellos, en sitio preponderante, el mexicano Jaime Camil Garza, oriundo de Torreón y padre del artista telenovelero que sólo le debe a su progenitor el impulso para resaltar sus virtudes histriónicas.

Sin defensa a la riqueza natural, sencillamente quedaremos a expensas de quienes buscan, siempre, expandirse sobre nuestro territorio de la misma manera como se adjudicaron, de manera por demás vergonzosa, los territorios de California, Arizona, Nuevo México y Texas. Y todavía asumen la monserga de “remember the Alamo” como una permanente afrenta contra los mexicanos y sin medir que, cuando la batalla de este fuerte, el territorio a disputar era todavía mexicano pese al escabroso y cobarde papel de Antonio López de Santa Anna -¿lo ponemos en minúsculas también?-. Precisamente por los antecedentes es más que evidente la intención de quienes se aprestan a darnos un golpe definitivo en esta materia… para vender, ganar disponibilidades momentáneas y luego dejar de percibir ingresos como sucedió cuando, en la era salinista cuyo cauce desembocó en la barbarie, se vendieron paraestatales exitosas y redituables, como Telmex, a precios de verdadera oferta. Lo tocamos con las manos.

Por la cultura deberíamos estar alejados de las malas vibraciones de cuantos nos acechan desde allende el mar y por el norte. Dos frentes, clarísimos, que tienden a una reconquista cuyo verdadera base es el desconocimiento de los hechos: México, como nación soberana, no ha sido conquistada sino invadida tres veces –dos por los norteamericanos y una por los franceses quienes apoyaron la desquiciada aventura del enajenado barbado de Miramar-, pero en cada trance pudimos recuperar nuestra identidad sobrellevando las humillaciones de haber visto ondear otros pabellones del asta mayor de Palacio Nacional. Por eso, es explicable claro, somos tan sensibles cuando se afrenta a nuestros símbolos con pancartas sucias y pintarrajeadas como una excusa para la protesta.

El dilema es que la política y la cultura están ahora confrontadas por obra y gracia del jefe del gobierno del Distrito Federal, Miguel Ángel Mancera Espinosa, quien sin definir cuál es su partido –quizá pretende la creación de otro, propio, como lo hizo ya Elba Eshter Gordillo y ahora lo pretende Andrés Manuel López Obrador-, optó por adelantar la clausura de la Feria del Libro, hasta mañana 25 de octubre, para dar cauce, sin limitaciones de ningún género, a la marcha lópezobradorista truncada tres veces, dos en razón de la presencia de los mentores disidentes en la asfáltica plancha central de la capital de la República. Esto es: a los supuestos maestros, sin sustento real en sus argumentaciones, incluso algunos infiltrados, tengo datos, pertenecen al provocador e incendiario Ejército Popular Revolucionario, rey de la industria del secuestro -¿por qué sigue callado al respecto Diego Fernández de Cevallos?-, mientras se reducen los espacios a la cultura.

¿Y todo para qué? Para observar cómo marcha Andrés de la mano de Manuel Bartlett, el mayor represor de la izquierda de los últimos tiempos, y de Pablo Salzar, el ex gobernador asesino de Chiapas, entre otros –Camacho, Muñoz Ledo el alcohólico, y otros más-, esto es soslayando la autoridad moral para erigirse en sectarios defensores del petróleo mexicano. No, no podemos creer en ellos…pero sí en la defensa esencial de nuestro patrimonio puesto en juego por la “iniciativa zedillo” –desde entonces está viva-, elaborada por Luis Téllez Kuenzler, tránsfuga por esencia entre gobiernos de distinta filiación, y ahora concentrada como botín para la formación de “Morena”, el nuevo partido en cierne, negociado desde diciembre pasado para evitar escándalos en la asunción presidencial de Peña Nieto.

¿Primero la cultura o la política?

Debate

El tema de las enfermedades de los mandatarios latinoamericanos se extiende, sin remedio. A las sospechas sobre la salud del presidente Enrique Peña Nieto, sin comunicados oficiales al respecto y valorando su esfuerzo personal en la respuesta a los damnificados por los meteoros recientes –por desgracia, el célebre Joaquín Guzmán Loera “El Chapo” se le adelantó y mientras el “Primer Magistrado” planeaba, el narco enviaba tráilers rebosantes de ayuda-, se suman los males de otros jefes de Estado como es el caso de Cristinita Fernández de Kirchner, con quien se exalta la trilogía matriarcal de Evita e Isabelita en Argentina, quien fue operada de un coágulo cerebral, en apariencia sin mayor gravead en principio, y hasta los rumores sobre la pérdida de salud de varios mandatarios estatales.

Por ejemplo, corre la historia d que el gobernador de Chiapas, el muy joven –más todavía que el presidente Peña quien disimula sus muy avanzadas cuatro décadas-, Manuel Velasco Coello –hijo de Don Manuel Velasco Suárez, ex gobernador priísta, y sobrino de Javier Coello Trejo, el deplorable “fiscal de hierro” de la era salilinsta-, padece una enfermedad irreversible; y como él, se cuenta de otros funcionarios una crónica semejante que, desde luego, sólo “filtran” los médicos de manera anónima.

Sea verdad o no lo anterior es necesario investigar, en serio, al respecto; por una parte, para dilucidar el alcance de los males supuestamente “irreversibles” o incluso “terminales”; o bien, para frenar las versiones tendenciosas destinadas a mermar la marcha de los gobiernos y de las entidades respectivas. Más en estos tiempos de creciente vulnerabilidad política en donde, al parecer, la cultura ya no es un bien estratégico fundamental sino prescindible. Malos tiempos son aquellos es los cuales se niega nuestra idiosincrasia para exaltar a los mitoteros.

La Anécdota

Corrían los tiempos de Miguel Alemán Valdés –1946-52- y un novel y audaz reportero de “Novedades”, mi padre, pudo percatarse de la ausencia, por dos días, del mandatario. Algo inusual para quienes cubrían la fuente de la Presidencia si bien nadie se animaba a preguntar; era casi como romper las sagradas reglas que colocaban al mal llamado “jefe de las instituciones nacionales” en otro plano terrenal.

–¿Está enfermo el presidente? -preguntó el periodista al secretario privado de éste, Rogerio de la Selva Escoto-.

El interpelado frunció el ceño, disgustado evidentemente y repelió:

–Óigame, jovencito. ¿qué no sabe usted que el presidente Alemán JAMÁS se enferma? Es un roble por si usted lo ignora.

Y hasta allí terminó el comunicado de prensa. ¿Estaremos retrocediendo tanto?

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