Operación hormiga

Por Manuel Pérez Toledano

En la larga sala del Aeropuerto Internacional la gente se arremolinaba por la impaciencia del viaje. Las salas de espera estaban pletóricas de familias que aguardaban el arribo de algún pariente. Los maleteros circulaban con sus “diablos” abriéndose paso con brusquedad. Los magnavoces anunciaban la llegada de un Boeing procedente del Perú. Las puertas automáticas de las entradas se abrían como abanicos a cada instante. En las pistas, algunos jets se movilizaban con lentitud, en tanto los yips acarreaban maletas.

El sol ardía al principiar la tarde con un frenesí canicular. Valentín observó cómo el Boeing de líneas peruanas se acercaba a vuelta de rueda. Arrojó el cigarrillo y giró sobre sus talones rumbo al salón aduanal. Prefería observar a los viajeros llegando a la mesa de revisión.

Cuando la azafata anunció que descendían a la Ciudad de México y sujetaran sus cinturones, Nora se humedeció los labios; en ese instante una quemadura le martirizó la ingle como si el propio sudor le escociera la piel. Trató de equilibrarse a tiempo que la nave se inclinaba en picada contra las manzanas llenas de charcas y barro de los barrios pobres. Luego observó la pizarra de las pistas en crucigrama sobre el campo de aterrizaje. Los viajeros empezaron a removerse entre maletas y abrigos.

El Boeing había hecho contacto en la tierra y disminuía lentamente su velocidad, al mismo tiempo que Valentín tomaba su puesto, listo para recibir el desfile humano. Valentín, sereno, aguardaba el momento de examinar tipo por tipo que entrara en la oficina aduanal; su profesión de sabueso le aguzó a lo máximo sus facultades de observador. De un solo vistazo tenía que resolver el carácter de cada extranjero que pisaba el país. Difícil y poco comprendida la profesión del detective.

Por eso Valentín echaba por delante entusiasmo y empeño, para alcanzar la sagacidad necesaria con sentido de responsabilidad. Además, el grado de capitán era uno de sus pocos orgullos. Sintió el contacto de su hermosa pistola debajo de la axila y se apoyó en el barandal sobre los codos.

En el interior del Boeing, Nora se daba ánimo y enfilaba detrás de una anciana que avanzaba torpe hacia la salida. Cuando la joven descendió de la escalerilla, la luz del sol deslumbró sus ojos verdes de nórdicos. “Si logras pasar la carga, te cargas, Nora”, la voz de Bill repicaba en sus oídos y ella sudaba; sus senos parecían estar sobre brasas. “Ya viera yo a Bill aquí”, se dijo, y caminó impasible al trasponer la sala aduanal. Se formó detrás de un matrimonio y clavó la mirada en la lejana puerta de salida; luego, advirtió que la preja que le antecedía era de latinos y también que el rostro del empleado aduanal parecía agradable.

Una sensación de confianza la invadió, al mismo tiempo que percibió el crujido de una descosedura en el trasero del pantalón. Disimuladamente, después de haber dejado la petaquilla en el piso, se tocó la parte posterior y constató la rotura; se mordió los labios hasta sangrárselos, mientras su rostro permanecía inmutable. Si esta imprevista contrariedad no se hubiera suscitado, Nora habría podido descubrir detrás del empleado aduanal a un hombre que vigilaba.

Valentín, entre tanto turista que bullía, aguardaba la pesca con aire de absoluta firmeza en su otear, el ojo vivo y despierto. De pronto, picó la rubia de cuerpo escultural. “Sería una locura si fuera de carne”, pensó Valentín, recreándose en las curvas rotundas y en la esplendidez de los pechos.

Nora en cambio sufría ante la eternidad que la separaba de la revisión aduanal. A un caballero lo obligaron a abrir sus cuatro maletas y las destripaban sin conmiseración. Nora entonces oprimió su bolso sport y la petaquilla contra su cuerpo, como si temiera se los fueran a quitar. La angustia le provocó unos deseos irrefrenables de orinar. Un bochorno inesperado la sofocaba. Y avanzó como sonámbula unos pasos; nada más faltaba un muchacho negro para que le tocara turno al matrimonio que la precedía.

Mientras, Valentín, al desgaire, se emparejó a la nórdica y palpó fugaz sus caderas. “Postizas, lo imaginé”. Valentín siguió adelante para volver a su puesto. En esos momentos llegaba el teniente Cruz a reforzarlo: amplia sonrisa y sombrero en la coronilla. Valentín le informó: “Este arroz ya se coció”. Enseguida, haciendo una señal con la barbilla, murmuró: “Sobre la rubia, nomás que salga de la revisión”. El teniente Cruz asintió con un leve movimiento de cabeza, a tiempo de situarse al flanco de Valentín.

Nora estereotipaba una de sus mejores sonrisas al joven inspector de gafas relucientes, en tanto abría su bolso y la petaquilla. Con una ligera inclinación, el joven funcionario devolvió el pasaporte a la frondosa güera. Nora sintió un relajamiento, lanzó un suspiro y siguió a lo largo del pasillo en dirección a la salida. ¡Por fin! El calor era insoportable y los deseos de orinar no habían disminuido. No quiso detenerse en el tocador de damas y continuó adelante lo más erguida que le permitían sus fuerzas.

Evocaba los consejos de Bill: “Haz de cuenta que fueras de paseo; vas a divertirte antes de regresar a tu país. Recuerda, Nora, que eres una artista y debes caminar con naturalidad, como si los postizos que llevas fueran tuyos, de tu propia carne. Alza la cara, ponle salero; haz de cuenta que trajeras un libro en la cabeza”. Nora se dejaba arrullar por las remembranzas. Pero, de repente, cuando feliz llegaba a la salida, dos hombres la flanquearon.

– ¡La policía! -disparó Valentín-. Sírvase acompañarnos a la comandancia.

Nora recibió un duchazo helado.

– ¿What? -pronunciaba como si no entendiera nada de lo que le indicaban.

El teniente Cruz, muy comedido, la ayudaba con la petaquilla señalándole el camino. Nora parpadeó; los reflejos de la luz comenzaron a herir su iris ojiverde.

– ¿What? -seguía murmurando idiotamente.

-Permítame su pasaporte-. Valentín cotejó la efigie de la foto con la rubia de tipo nórdico. “Parece correcto”, se dijo.

Llegaron a la oficina de la policía. Nora fue conducida a un cuarto donde una mujer de uniforme, amable, nariz chata, piel canela, le ordenó que se desnudara. Nora entonces subió el tono de las protestas.

– ¡Esto es un atropello! ¡Mi embajador tiene que saberlo!

Ante la inutilidad de sus palabras, poco a poco fue convenciéndose que no le quedaba otra salida. Y frente a los ojos de la policía, una vez más se descorrió el velo de uno de tantos trucos usados por los contrabandistas de drogas heroicas.

Nora empezó por despojarse del portabusto, insólito, descomunal; dentro de las amplias copas se advertía una doble costura, sosteniendo pequeñas bolsas de polietileno rellenas de algo semejante al talco. Sobre la superficie de un escritorio se fueron amontonando los ingeniosos postizos. Y para rematar la obra, en torno a la cintura de la joven nuevas bolsas rellenaban el acolchado de las caderas.

Al ser pesada, la heroína dio un total de dos kilos y medio. Valentín llamó a Nora aparte y la interrogó sobre la procedencia del cargamento. En medio de su derrota, la muchacha recuperó el aplomo y contestó:

– ¡No sabía lo que era eso! -sus ojos verdes se abrieron como si quisiera devorar al detective-. A mí nada más me pidieron que lo pasara, y ya.

– ¿Te ibas a quedar en la ciudad?

-No, mi plan era viajar por tren a Hermosillo, y de ahí a Tijuana. Eso es todo. No sé más. Es inútil seguir insistiendo en quién me dio el encargo y a quién lo debía entregar.

Valentín la interrumpió:

-Tienes que confesar la verdad, Dolly. Ahora estás detenida por narcotráfico. Y vas a decirme quiénes son tus amigos. ¿Dónde está el padrino? ¿Sabes qué cargaste como burra más de diez millones de pesos en ache? ¡Contesta, mamasota!

Valentín reflexionó; miraba una y otra vez la foto de Nora en el pasaporte, hasta que exclamó:

-Este rostro lo he visto en las fichas que nos manda la Interpol. ¡Hum! No creo equivocarme.

Valentín se alzó de la silla, abrió la puerta y llamó al teniente Cruz.

-Ven a ver a la rubia despampanante.

El compañero arqueó las cejas al contemplar a una chica flaca, extraplana, sin nada de busto ni de caderas:

– ¡Voooy, se ha desinflado la muñeca! -comentó.

-Teniente Cruz -ordenó Valentín-, hay que buscar en el archivo la ficha de este pimpollo.

*           *          *

La Policía, a través de su oficina de prensa, boletinó a los diarios escuetamente:

“NORA VARGAS WALLYS, de nacionalidad peruana, trató de introducir a nuestro país tres kilogramos de heroína procedente del Perú.

Los agentes de la Policía Judicial Federal, en el Aeropuerto Internacional de esta capital, la detuvieron en la sala de revisión.

Nora Vargas Wallys bajó de la aeronave (vuelo 610) de LACSA, procedente de Lima, Perú, se encaminó a la sala, los agentes federales llevaron a cabo su inspección y localizaron ocultas entre sus ropas íntimas 10 bolsas de polietileno con la droga.

Esta traficante internacional, al verse sorprendida y detenida, manifestó tener un negocio de modas en Lima y haber conocido a un individuo de nombre Bill “N”, quien le propuso viajar a México para llevar la mercancía, lo que aceptó.

La droga, ropa, postizos, pasaporte No. P-064758 de Lima, boleto de avión y dinero en efectivo, fueron puestos a disposición de la Dirección General de Averiguaciones Previas. El Ministerio Público Federal inició la averiguación correspondiente.

*           *          *

A la mañana siguiente, los periódicos publicaron, con cabeza a ocho columnas:

“CAPTURA DE BELLA JOVEN NARCOTRAFICANTE EN EL AEROPUERTO INTERNACIONAL”.

Y una secundaria:

“La Cocaína y Heroína Decomisadas Tienen un Valor de 12 Millones y era Vendida a Actores de Cine de Hollywood”.

Enseguida la nota:

“Una joven mujer, integrante de una banda internacional de narcotraficantes que utilizaban el sistema de ‘operación hormiga’, fue capturada ayer por agentes de la Policía Judicial Federal en la sala de revisión del Aeropuerto Internacional”.

Los agentes federales lograron decomisar cuatro kilos de heroína y 35 gramos de cocaína, todo ello con valor de más de 12 millones de pesos en el mercado negro, según informó la Procuraduría General de la República.

El jefe de la Policía Judicial Federal informó que desde hacía por lo menos tres meses se seguía de cerca la pista de esa banda de narcotraficantes.

Ayer -dijo el jefe policiaco-, los agentes federales comisionados en el Aeropuerto Internacional vigilaban la llegada de los viajeros de los vuelos del mediodía. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que una mujer, por cierto, joven y atractiva, iba demasiado nerviosa. Poco después de pasar la revisión, los agentes hablaron con Nora Vargas Wallys, de 22 años de edad, y ésta de inmediato advirtió que contaba con influencias suficientes para no ser molestada y se portó en forma altanera. Pero los nervios la traicionaron al ver que le ordenaban que se quitara la ropa y trató de agredir a sus captores. Los agentes controlaron la situación y con la ayuda de una doctora inspeccionaron a la mujer. Nora fingió un desmayo al ser revisada; en sus prendas íntimas le encontraron 12 bolsas de plástico con más de tres kilos de heroína pura.

Durante el interrogatorio a que fue sometida, la mujer señaló que ella hacía constantes viajes de Tijuana a Hollywood, además de declarar que la droga le era dada por su novio Bill “N”, guía de turistas, pero se negó a revelar más detalles.

*           *          *

Valentín, satisfecho, dobló el periódico y lo metió en la bolsa de su saco. La larga sala del aeropuerto bullía como colmena. Los altoparlantes anunciaban la llegada de la aeronave del vuelo 312, de LACSA, procedente de Lima, Perú. El agente federal se dirigió rápido a la sala de revisión. “Vamos a ver si llega otra de las hormigas”, pensó, acodándose en el barandal.

Colaboración de Latitud Megalópolis

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