EL LIBRO DE LOS PRESAGIOS – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL

Gracias a mis gestiones y a que el jefe de departamento estaba en crisis con la situación del periódico digital, Amael ingresó en el equipo; pero eso ocurrió después, cuando cruzó para tercer año.

Desde los primeros días de trabajo, cuando nos hastiábamos de buscar algo digno de ser considerado noticia o nos aburríamos de las mil soserías de Internet, yo aprovechaba para dialogar y le preguntaba sobre las cosas más disímiles, porque desde el primer momento comprendí que alguien tendría que escribir su historia. Fue así como me enteré de los detalles, de su primer encuentro con Gretel.

-Estábamos en el campo de tiro, me contó el flaco. Como tengo algún conocimiento sobre armas – recuerda que pasé el servicio en una unidad militar y que me gusta desarmar y armar cosas-, me escogieron como ayudante de un instructor. Lo ayudé con las muchachas. Las de letras fueron las últimas en tirar, pero nos dieron más trabajo que todo el resto de las facultades juntas. Al concluir el entrenamiento fuimos los últimos en irnos porque había que contar las armas y entregarlas. Quedaba una sola guagua, la de los oficiales y, por casualidad, dos muchachitas esperaban también porque se le había ido el transporte. Entre las retrasadas estaba Gretel. Yo no sabía que se llama así. No era ni alta ni bajita, ni gorda ni flaca, ni fea ni bonita. Su mayor atractivo estaba en la mirada, una mirada que invitaba al diálogo.

Prometieron verse, pero Amael la olvidó instantáneamente. Una semana después, mientras estudiaba en la biblioteca apareció la muchacha. El la reconoció de inmediato, pero se hizo el tonto porque recordaba el cuerpo, pero no el nombre. La chica se acercó. Lo saludó con una sonrisa. Se sentó y puso sobre la mesa un libro grandote con una carátula mortal, con el fondo verde y las letras rojas. Le pidió disculpas por la intromisión en su horario de estudio.
-No hay problemas, dijo él, por decir algo.
-No te robaré tiempo, pasaba por casualidad y quise saludarte. Ando en busca de una revista mexicana para actualizar un trabajo que debo presentar en el próximo taller literario. No sé si te gusta la literatura, pero como más que mi carrera es mi vida, siento orgullo en hablar de ella. Te dejo, voy a buscar la revista, nos vemos en cualquier momento, siempre estoy en letras, en el aula de tercero o en la FEU. Con preguntar por mí basta.
Y se marchó tranquilamente.

Amael no logró conectar las ideas. Pero, reparó en un detalle: la niña había dejado el libro. Un ladrillo así no se olvida sobre una mesa, le dijo Amael a Amael Rojas. Tomó el texto y recorrió el local: la estudiante no estaba. Entonces fue donde Maritza, la bibliotecaria para entregarle el libro. Pero no, Maritza no podía recibirlo.
-Este libro es de la poetisa, la estudiante de letras que estuvo hace unos minutos en tu mesa. Es de Gretel, aquí está su nombre. ¿Tú lo sabes, no?
Ahora ya lo sabía y tenía que devolver el libro, pensó, y volvió a su mesa.

En la tarde del viernes suspendieron las clases. Hubo una marcha patriótica. Al regreso Amael se tira sobre la litera: rota la planificación, tiene que reorganizar el día. Pero, no logra concentrarse; toma otra vez el libro, lo abre y vuelve a leer: “La ciencia de la medicina fue un fantasma que habitó, toda la vida, en el corazón de Palinuro…”

Desde ayer desanda por el texto, pero no consigue penetrarlo. Prueba a leer otro fragmento, vuelve al índice, le gusta eso de Unas palabras sobre Estefanía. Salta a la pagina 83. Intenta avanzar. Lee con cierta lentitud, poco a poco las palabras lo seducen. Termina el capítulo 4 sin respirar; acopia aire y devora El ojo Universal; sonríe. Toma aliento y viaja con Palinuro por las Agencias de Publicidad y otras Islas Imaginarias. Retorna a la página 83.

¡Pero cómo no leíste este libro antes!, le reprocha Amael a Amael Rojas. Está atrapado en la orgía de las palabras. Pierde unos minutos para ir al baño. Reúne fuerzas y vuelve a la lectura. Finaliza en la madrugada. Queda exhausto, necesita descansar: mañana tendrá que volver sobre estas páginas, es irremediable.

Al día siguiente busca a Gretel y le devuelve el libro. Por pudor no le cuenta nada de la lectura. Acepta la invitación para participar en el taller literario, el próximo martes a las 5 pm.

En el taller hay pocas personas. La jefa les presenta a varios miembros, entre ellos a una muchacha que parece haber vivido un buen tiempo en la Luna y a un blanquito muy delgado con cara de sabio precoz. Al flaco nunca le agradaron las poetisas y mucho menos los poetisos y menos aun los impuntuales. Por eso, después de las presentaciones decide marcharse. Pero, la orden de Gretel lo detiene.
-Bien empezamos, ya conocen a nuestro invitado, el resto de los talleristas se incorporarán en la medida de sus posibilidades.

Y comenzó la lectura de algo que parecía un cuento y que Amael no entendía muy bien porque o no pasaba nada o él no comprendía lo que pasaba. El muchacho con cara de sabio hablaba de la tiranía de las palabras. Se refería las funciones de los miembros del cuerpo, destacaba en especial la de las manos y subrayaba la impronta de las palabras, pues las palabras, según él, deciden sobre el cuerpo:
“Eres el mismo objeto. Con la cabeza piensas en cosas como la libertad, el sexo y las estrategias para producir ingenios; con esa misma cabeza piensas en la escalera del edifico, la luz roja del semáforo o en una estrategia para no producir nada en especial.
Con el mismo corazón con que amas y sientes un agudo dolor cuando alguien muere por equivocación, por hambre o por daños colaterales; con ese mismo corazón y no con otro envidias y odias, quizás porque el odio es la espalda del amor, como dice un libro en eterno proceso de publicación.
Lo más desconcertante son tus manos. Con las mismas manos con que acaricias un cuerpo arremetes con violencia contra otro; con la misma mano que blandes la pluma, agarras un pico o una pala e incluso empuñas un arma para defenderte o para atacar. Pero, eso no depende de ti, sino de las palabras que se utilicen para justificar o condenar. Con las mismas palabras que te condenan por matar te encomian o te subliman por hacerlo. Por eso lo peor no es el arma que mata o tú que la empuñas sino las palabras que utilizas para explicar el hecho.
Piensas en la tiranía de las palabras, sin las cuales no podríamos ni amar ni odiar, ni defendernos ni atacar, ni amaríamos ni odiaríamos, y no tendríamos ni corazón, ni cabeza, ni manos y mucho menos cuerpo, porque hacen falta combinar muchas palabras para adquirir derecho de pertenencia sobre ese objeto que llamamos cuerpo y que supuestamente nos pertenece”.

Mientras el muchacho leía, se incorporaron otros talleristas. Al flaco le sorprendió que no pidieran permiso, ni se saludaran, cuando en la universidad las gentes se abrazan y se besan varias veces al día. Ignoraba que era una convención del taller: quien llega tarde, se incorpora en silencio para no interrumpir.

Terminada la lectura sobrevino el enfrentamiento: la discusión iba de un lado a otro y los respetuosos participantes se daban y quitaban la palabra con una naturalidad escalofriante. Gretel logró cerrar el primer round y cedió el turno a dos muchachas quienes leyeron sendos poemas. Seguidamente se produjo el infaltable debate.

Cuando concluyó el taller , Amael declaró estar sorprendido por la ferocidad de las críticas, por la saña de los cuestionamientos.
– Y tú no has visto nada, le dice con ternura Gretel, deja que asistas al evento nacional; te invito. No hay que viajar: el encuentro será aquí mismo.

Amael no comprende bien por qué un escrito tiene que ser enredado. Para él un libro debe ser entretenido o dejarse entender. Lo ideal seria que tuviera ambas cualidades, pero la mayoría de los libros con los cuales ha tropezado ni una cosa ni la otra. Confiesa que solo ha leído un puñado de textos de narrativa: le gustan más los ensayos; de los clásicos solo leyó los fragmentos que aparecen en los libros de textos.

El flaco ignora que Gretel posee bastante información sobre él y tiene una estrategia fundada en la persuasión y la paciencia. La poetisa cree que el amor, como la poesía, entra lentamente en el cuerpo. Lo malo es que ambos, como las enfermedades de la piel, producen ronchas. Pero hay que desafiar la suerte: un presagiado debe sumarse a la poesía, lo demás lo traerá el tiempo. Hay que comenzar por adiestrarlo en la narrativa, piensa la muchacha. Un camino adecuado puede ser transitar por algunos narradores latinoamericanos. Ese recorrido pasa por Neruda y Vallejo, y quien lea a Neruda y a Vallejo no puede escapar ileso.

Amael prometió leer más a los narradores y la chica le sugirió empezar por los mexicanos. Comenzó de inmediato, disciplinadamente. Rulfo lo obnubiló con la naturalidad y la economía de las palabras; Revueltas lo lanzó a las entrañas de la vida con las evocaciones requeridas, y llegó a Farabeuf. Pero no pudo. Lo intentó varias veces, pero no pudo.

La poetisa le prestó un libro de Isabel Allende y lo leyó con interés. En la biblioteca buscó otros narradores chilenos contemporáneos. Lo atrajo un título rarísimo y empezó a lidiar con una novela donde el Mudito no era el Mudito, donde el tiempo, los personajes y los espacios se intercambiaban constantemente.
-Esto es mucho para un solo corazón, le dijo a Gretel. Te prometo no leer jamás a ningún narrador de ninguna parte del mundo.

La chica comprendió la gravedad del asunto y recurrió a sus amigas de la Editorial. Convenció a la directora, una excelente persona, quien decidió ayudarla. La directora le encargó el asunto a la compañera que custodiaba los libros, le dio la orientación, pero no la metodología.

La señora le mostró a Amael varios textos. Le sugirió algunos publicados por la Editorial y le dijo que podía leer cuanto quisiera, la única condición era que los libros no salieran del local. El flaco aceptó. Decidió empezar por un tal Guillermo Vidal, porque le gustó el titulo de una novela donde poco a poco se enteró de que en los libros también había gente de carne y hueso y se dejó llevar por historias que se parecían a la vida.

Después leyó una novela que había ganado recientemente un premio y tenía una carátula atractiva. Al principio se desesperó con tantos personajes sueltos, pero cuando comprendió que un personaje explicaba al otro, leyó con intensidad y al final se sintió complacido.

Incluso leyó a un tocayo mío. Parece que el hombre lo impresionó porque en una de nuestras frecuentes disputas; un día en que lo critiqué amablemente por la manera tan complicada como narraba lo ocurrido durante un temblor, en vez de darme las gracias, el muy mal agradecido se atrincheró en sus criterios y cuando comprendió que estaba en desventaja, adujo que yo también tenia problemas a la hora de narrar.
-Si quieres comprobarlo, lee a tu tocayo, el guantanamero, ese si es un narrador de verdad,

La señora que custodiaba los libros se tomó en serio la tutoría y, ganada la confianza del pupilo, decidió cambiar de infinitivos: pasó de sugerir a orientar. Tomó un texto de lo más alto del estante y se lo entregó a Amael.
-Aquí tienes, léelo y después me dices.

El flaco empezó a leer de inmediato. En el libro dos jóvenes, muy diferentes, se convierten en amigos: la vida de la beca los une. Amael hubiera querido vivir aquella etapa y como no puede vivirla de verdad, empieza a vivirla en la literatura.

Obtuvo un permiso especial y el fin de semana se llevó el libro para la beca para terminarlo y para poder leerlo una y otra vez a plenitud y a su antojo.

El lunes hubo una prueba de Análisis. Por poco lo cuelgan. Al salir del examen el alumno y el maestro estaban conturbados. La posibilidad de que el estudiante desaprobara alarmaba al profesor, quien no entendía el retroceso de uno de sus discípulos estrellas del segundo año, y al flaco, quien se había comprometido a donar parte de sus vacaciones para realizar trabajo voluntario en la agricultura y, por tanto, tenía que aprobar todas las asignaturas en exámenes ordinarios.

Entonces tomó la decisión. Fue a la Editorial , devolvió el libro de Senel Paz y pidió disculpas: no volvería hasta tanto no venciera todas las materias. Había que sustituir la calentura literaria por la fiebre científica. Había que hacerlo, y lo hizo.

Cuando solo faltaba un examen cayó en la cuenta de que los presagios lo habían abandonado. Planificó nuevos presagios, organizó posibilidades, y nada. La recogida de café le salvó la campana. Y me la salvó a mí: fue en el campamento donde lo conocí por primera vez. O mejor, donde empezó el conocimiento mutuo.

Gretel, mi compañera del taller literario a cuyas veladas no asisto casi nunca, me contó los pormenores de la reunión de la FEU con el subdelegado . El hombre fue muy concreto. Explicó que el proceso de maduración del café se había adelantado por las lluvias, que se necesitaba fuerza de trabajo urgente, que estaban organizados los cinco campamentos, que el trasporte estaba garantizado, que había un nivel de combustible y que los insumos que faltaban los tendrían mañana, que estaban trabajando en esa dirección y en ese sentido.

Nadie dijo nada, salvo Abelito, el inconforme de siempre, popularmente conocido como Abel Salmón.
-Entiendo lo que usted dice, pero si en vez de movilizarnos a nosotros le dieran los recursos planificados para la recogida a los campesinos y le pagaran mejor las latas de café, no haría falta movilizar tanta gente y nosotros podríamos ser útiles en otras labores.
El subdelegado de café estaba de acuerdo.
-Tendremos en cuenta su criterio para la próxima zafra, porque en esta, ahora, lo que hay es que salir de esta reunión corriendo a organizarlo todo porque si no, mientras discutimos, el café se cae y la cosecha se pierde.

La poetisa me explicó la organización de la actividad.
-La base de los campamentos serán facultades homólogas; pero en el consejo de cada campamento habrá un estudiante de arte, uno de comunicación, uno de periodismo y uno de economía. Al comunicador le corresponde divulgar y – junto al de arte- cuidar la imagen, los murales, etc, al de economía, ayudar en el control y al periodista, informar.
Yo me puse de lo más contento porque soy del consejo, porque por fin podré conocer en profundidad a Amael, quien fue seleccionado por la fulana y porque lo de informar me gusta más que lo de recoger. Pero, la jefa me aclara que nosotros, los del consejo, seremos los primeros en salir para el cafetal y nuestras acciones como miembros la realizaremos concluida la jornada laboral: hay que predicar con el ejemplo.

En el campamento las cosas marchan. Pero Gretel está preocupada y nos llama para consultarnos.
-Mañana sábado será el chequeo de emulación. Según me dijo el presidente los muchachos del campamento 3 van delante. No podemos intentar alcanzarlos: el premio al resultado total lo tienen casi asegurado; el diploma para el recogedor más destacado no hay quien se lo quite, tienen a dos muchachos que no hay quien se empate con ellos, uno, el de II Frente, parece tener mil manos: le dicen el pulpo. Así que solo nos queda una posibilidad, tratar de imponer récord de recogida para un día y ganar el tercer diploma.

Y como guardamos silencio nos describe el procedimiento.
-Habría que modificar por un día el método de control diario. Pedirle al medidor que en vez de contar las latas cerca de las tres, las cuente a la una. Luego nos quedamos con los voluntarios hasta la hora que sea, acopiamos el café recogido después del conteo y lo sumamos al del día siguiente, día en que el conteo se realiza al final de la jornada. Digo, si nos ponemos de acuerdo…Es la única manera de romper el récord. ¿Qué ustedes creen?

A mi me parece bien, porque trabajamos duro y merecemos al menos que nos den ese premio. Pero Amael protesta, dice que la intención es buena, pero en el fondo constituye un fraude.
-No tal calvo, hermano, le respondo, en fin de cuentas solo queremos ganarnos un diplomita y ya.
-Por eso mismo, replica, si se trata solo de un papelito, para que inventar.

Yo voy a defender la propuesta de Gretel, pero la jefa me desarma.
-No había pensado en eso: Amael tiene razón; no vale la pena oscurecer lo hermoso. De todos modos nos queda la satisfacción; nadie podrá considerarnos perdedores: ganar no implica siempre lograr el primer lugar.

En el campamento conocimos las diferencias. El tenía la ventaja de haber nacido en la cabecera municipal. Yo nací en el batey del central, pero tenia varias ventajas sobre él. Había viajado a varias provincias. Cuando estaba en el pre asistí a un taller martiano en el centro del país y en primer año fui a la mismísima capital, a un encuentro de estudiantes de periodismo. El no había salido de la provincia, solo había viajado por Internet, y poco.
El sabia de lo suyo y adoraba la técnica; yo no sabia nada de técnica pero había leído mucho y sabia un poquito de todo, gracias a mi padre y a la insistencia de los profesores de letras, quienes desde primer año me hicieron la vida un trapo con sus exigencias de lecturas. El era partidario de la ciencia y la técnica, yo de hablar sobre ellas.
El prefería el ensayo y yo la narrativa. Por eso entendía sus razonamientos cuando, a pesar de haberse recuperado de su indigestión literaria, intercambiábamos sobre literatura. Se había leído un libro que se titulaba El día de la cruz o algo por el estilo y estaba medio disgustado porque unas veces Cuba era Cuba y otras no. Yo le aclaré que, preocuparse por el asunto era inútil, porque los escritores forman una casta de embusteros socialmente consentidos, capaces de contar las cosas que se imaginan como si fueran reales y las cosas reales como si se las imaginaran. Son una especie de mentirosos profesionales, subrayé, pero tienes que leerlos; no solo por un problema cultural, sino porque el periodismo es pura narrativa; y si alguna vez quieres escribir, tienes que narrar.

Una semana antes del regreso nos sentamos en el secadero aledaño al campamento. Amael permaneció un buen rato en silencio. De pronto empezó a hablar de su novia.
-Gretel es incansable. Hay que ver como se multiplica. Vuelve del campo y al rato esta aseadita, entre sus papeles y sus poemas. No se como esta mujer… pero lo cierto es que no deja pasar un día sin que haya un té literario o musical: los organiza como si fuera su deber.
Tengo que admitir que más que su cuerpo admiro ese modo de ser de todos los días, esa capacidad de entrega que me incluye, porque no bien comemos y ella lleva los platos; se interesa por mis necesidades más elementales y siempre me lleva a conversar sobre los libros y la vida que en ellos se oculta.
Para Gretel, como ella misma dice, la literatura es sexo participante. La primera vez que hicimos el amor fue casi por casualidad. Estábamos de guardia y ella se apretujó contra mí porque hacia frío y sin que no diéramos cuenta nos abrazamos fuerte y nos unimos con una ternura que me asustó. Fue un encuentro tierno sin locuras e hicimos el amor como si lo hubiéramos hecho siempre, con la naturalidad de siempre, sin los aspavientos que yo imaginaba imprescindibles en la primera vez. Después nos abrazamos cada vez que podemos y nos amamos en silencio.
Cuando Amael me describió el modo como amaba a Gretel y como la admiraba, comprendí que aunque él ni sospechaba de la existencia de Demetrio Suárez y su taxonomía de los estilos de negociación, reconocía la capacidad negociadora de su compañera, su habilidad para persuadir, puentear y atraer; solo le faltaba acertar y alejarse; eso lo sabría después.

Yo aproveché su franqueza para solicitar su opinión sobre mi persona. Varios meses después, en una sesión de entrenamiento narrativo, en la oficinita del periódico, le recordé aquella conversación, le pedí que la escribiera y el accedió. Escribió la primera nota de su puño y letra que conservo. Desde el principio tuve la intuición de que algún día las notas serían útiles y no me equivoqué: me ayudaron a completar la información necesaria para hablar con propiedad de la personalidad de Amael.

Este Ricel parece sincero, escribió el flaco. No sé por qué le gusta tanto dialogar conmigo, será que como es de mi tierra, se siente cómodo… Es amable y no parece tener interés en sobresalir. Si no fuera porque siempre le hecha mano a alguna referencia de algún libro y la saca en cualquier momento; si no fuera por eso, fuera una gran persona. A veces actúa con ligereza, pero no parece un hipócrita: no se cree cosas como los otros de la ciudad o los del taller…

Por fin terminó la recogida de café, del aromático grano, como dicen invariablemente nuestros periodistas y llegó la hora de las vacaciones. Entregamos el campamento y organizamos la retirada. Las mujeres subieron a las guaguas y nosotros trepamos a los camiones. Vi a Gretel agitar el brazo en señal de despedida y no se por qué se me antojó pensar que se iba contaminada por la tristeza de la separación; y me dije que, probablemente, era el preludio del adiós. Pero no insistí en mi predicción, ni le comenté nada a Amael, porque aquí el especialista en presagios es él.

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