EL LIBRO DE LOS PRESAGIOS – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL
La noticia de una presunta agresión se filtró de algún modo, no se sabe cómo. Los únicos que la conocíamos éramos Amael, el oficial y yo. Sin embargo al final todos sabían algo de la invasión. Pero como nosotros no somos especialistas en teoría del rumor, dejamos el asunto a los científicos; además, en las actuales circunstancias, es lo que menos importa.
Tal vez la gente empezó a atar cabos porque pasaron cosas. El ejercicio de la milicia se adelantó para el sábado. Nos organizaron por facultades. En el batallón nuestro estaban los estudiantes de humanidades, derecho, ciencias sociales y los informáticos. Salimos puntuales, al filo de la seis y fuimos para el lugar que nos corresponde defender en caso de ataque enemigo. Llegamos, y en vez de tomar un fusil para tirar por turnos como habitualmente hacíamos, nos dieron un arma a cada uno, un fusil con un cargador con balas de verdad. Nos situaron en las zonas de las trincheras y nos ordenaron que, bajo ningún concepto cargáramos las armas hasta que el jefe de batallón diera la orden, pues abajo, en la costa, estaban los compañeros de la primera línea de defensa; nosotros formábamos la segunda. Un disparo escapado podía ser fatal y provocar una tragedia entre nosotros mismos. Nuestra misión consistía en derrotar al enemigo si lograba rebasar la primera línea.
Hablamos con el jefe del puesto de mando, un militar de carrera quien inspeccionaba de cuando en cuando la disposición combativa de la tropa. Le dijimos que como periodistas queríamos estar en primera fila. El oficial reclutó a dos compañeros más y nos fuimos con él. En el puesto de mando nos enteramos de algunas cosas, a retazos, por los diálogos en el equipo de radio. Varias compañías estaban movilizadas cerca de la costa.
Cada una hora el jefe salía a inspeccionar la tropa y nosotros lo acompañábamos. Había un horizonte de malos augurios.
Para Amael, estábamos en el escenario donde confirmar lo inevitable de la tragedia.
– Ojala que mis presagios nunca se cumplan, me susurra.
Para mí, estamos ante la oportunidad de la primicia.
Un muchacho a quien conozco de vista y que estudia ciencias sociales, rezaba para que no vinieran; rezaba en voz alta.
Al pasar por donde está Yuliesky, este nos saluda militarmente y afirma que quiere que acaben de venir. Que vengan, chama, para que sepan lo que es amor de mulata.
Roly, el de letras, repite el estribillo, pero cambia la forma.
Lo peor dice Javier el lento, lo peor es que habrá que reconstruirlo todo.
Saludamos a Gretel quien parece indiferente, al saludo, al problema y a su amiga: la poetisa lunar, que está de lo más entusiasmada y aprovecha su condición de sanitaria, y el hecho de que aún no hay nadie a quien curar, para desplazarse de un lado a otro. Mueve las nalgas a buen ritmo, como la cosecha cafetalera de este año, y cuando uno de los militares le pregunta si no tiene miedo a las armas nucleares, contesta alto y claro:
-¡Qué armas nucleares, niño!; el arma nuclear la tengo yo aquí. Y señala para el lugar de los hechos, en el centro, entre las piernas.
Y cuando el militar le llama la atención responde:
-A palabras mal planificadas, oídos incumplidores; a preguntas mal concebidas, réplicas necesarias.
Pasaron las horas. Después de la una nos mandaron a formar, entregamos las armas y los cargadores. Nos dieron unas cajitas con comida y se procedió a la desmovilización. Al rato el jefe de batallón dio la orden de partida. Amael y yo nos quedamos porque el puesto de mando permaneció activado hasta el atardecer. Regresamos en un camión. Yo me bajé cerca de la casa y el flaco siguió para la beca. Le pedí que me llamara al otro día, temprano, para ver si podíamos comer en casa y conversar con el viejo acerca de todo este rollo.
A pesar de que me faltaban explicaciones logré dormir. Amael me llamó en la mañana y me comunicó que su amigo Alberto, el oficial, nos invitaba a comer. Quedamos en vernos en la beca, como a las seis. El hombre nos recogió y salimos en dirección a la bahía.
El restaurante , situado a la entrada del puerto, era un sitio acogedor. Nos recibieron con amabilidad. Nos entregaron el menú. Alberto nos consultó, pero le sugerimos que pidiera por nosotros. Cualquier cosa menos pollo, dije yo, que muy pocas veces comía en la beca. Y como Amael, a quien le correspondía hablar, permanecía mudo añadí:
-Al parecer la universidad y la empresa avícola tienen un convenio muy funcional y no paran de dar pollo, en todas sus manifestaciones, especialmente en todos sus sinsabores.
-Dichosos ustedes, en mis tiempos el pollo era el plato estrella de la universidad y su presencia en el menú era bastante rara. Pero, no se preocupen: en este restaurante ofertan solo pescados y mariscos. Yo les propongo la sugerencia del chef: la ensalada de atún con vegetales.
Trajeron el plato de la casa y yo quedé impresionado: una ensalada de pescado con aquella cara… En el centro del plato de presentación, decorado con rodajas de tomates maduros y tiras de pimientos verdes, había una cantidad apreciable de masa de atún combinada con habichuelas y ruedas de cebollas. No hacía falta degustarlo para comprobar su exquisitez. De todos modos probamos, con disciplina, pero con entusiasmo.
-Este es el único lugar donde puedo comerme una buena ensalada de atún, dice el oficial.
-Debe ser un plato raro, digo yo por decir algo.
-Mas bien, un plato caro, rectifica Alberto.
Terminada la comida nos retiramos hacia una esquina tranquila, muy cerca del mar y hablamos o, para ser exactos, habló el oficial. Queríamos saber que había ocurrido, pero nos costaba trabajo preguntarle.
-Si ustedes me hubieran informado lo del presunto ataque unos meses atrás, no les hubiera hecho el menor caso. Yo no creo en sueños ni en milagros, pero últimamente la vida se ha vuelto enigmática. Primero fue la experiencia del contacto con los practicantes de los cultos sincréticos, cuando estudiaba el tema de las plantas tóxicas; luego mi amigo y la resolución sobre el temblor.
Y como lo interrogamos con la mirada empieza a contarnos, pero se interrumpe a si mismo y sale a buscar unas cervezas. Retorna, se sienta y habla con la misma seriedad del día en que fuimos nosotros quienes le contamos a él.
-Debo agradecerle que nos hayan alertado. Trasladé la información que me dieron a un compañero de la contrainteligencia y su equipo decidió investigar. Quedaron preocupados. No había indicios de maniobra, pero nada debía descartarse. Había indicadores que apuntaban hacia un peligro potencial. El presidente negro intentaba terminar su mandato y contrario a toda lógica en vez de quitar cosas como intentó antes y no pudo o no quiso o no lo dejaron, ahora quería hacer cosas peores, para lo cual si puede. Por otra parte, había una inusual contratación de personal mercenario, de contratistas que se entrenaban en la Florida.
Lo que pasó aún no lo sabemos bien y no se si lograremos saberlo. El sábado en la madrugada la mayoría de los soldados salieron de la base hacia un buque madre. El día anterior se le había orientado a los civiles concentrarse en un edificio. Solo quedaron en sus puestos algunos marines que custodian a los presos. Parecía posible una auto agresión, esta gente se ha especializado en ese tema. Los soldados salieron en lanchas hacia el buque. Pero, cerca de las diez regresaron a la base y no pasó nada. O no se decidieron o solo pretendían hacer un simulacro o se aconsejaron porque sabían que nosotros sabíamos.
-Y cuando dejarán de joder, dice Amael, y se pone la mano en la boca en señal de arrepentimiento.
Alberto sonríe, se acuerda del temblor y de su amigo, el de la resolución y nos cuenta una anécdota que este le narró un par de semanas antes de que nosotros le habláramos del presagio.
Sucedió que unos jodedores inventaron un temblor particular. Se agenciaron unos gatos, los soltaron sobre el cielo raso de la instalación; los gatos empezaron a correr por el falso techo y crearon la ilusión sísmica. Hubo alarma general: los trabajadores, capitaneados por el almacenero y la económica, quienes lideraban la gritería y alertaban sobre el peligro, corrieron hacia la salida con tanto entusiasmo que contagiaron a los vecinos.
El amigo de Alberto , que estaba en el consejo de dirección del organismo superior, tuvo que salir de la reunión ante las llamadas insistentes de su secretaria. Le pidió que se calmara porque, si a dos kilómetros de la empresa él no había sentido nada, eso significaba que no había temblado. Pero la mujer insistía y el decidió ir a su trabajo. Alguien había decretado la suspensión de la jornada laboral y solo quedaban la secretaria y el custodio, sentados en la acera de enfrente, por si acaso.
De inmediato procedió a investigar y descubrió el ardid. Mandó a buscar al almacenero y a la económica, revisaron el inventario y comprobaron que había varias copas y vasos rotos a causa del sismo, según afirmaba el dependiente del almacén. Como era fin de semana citó a todos los trabajadores para el lunes. Se encerró en su oficina, consultó el reglamento disciplinario y redactó la resolución.
El lunes dio a conocer el documento. Después de los por cuantos y por tantos, aparecían las medidas tomadas en uso de las facultades que le estaban conferidas:
-Una amonestación pública al colectivo por la inobservancia de las orientaciones de cómo proceder en caso de sismo, pues en vez de protegerse en el lugar apropiado corrieron hacia la calle y crearon una situación que afectó la imagen de la organización.
-Una amonestación a la secretaria por incurrir en gasto innecesario de teléfono por las repetidas llamadas a familiares, a la emisora y a al organismo superior.
-Una medida similar al almacenero y a la económica por contribuir al desorden, y en el caso del primero, aplicación de la responsabilidad material consistente en el pago de las copas y los vasos rotos.
Dice Alberto que cuando su amigo terminó de leer el documento, preguntó si había algún criterio, y como no había ninguno, se dispuso a firmar la resolución. Tomó un bolígrafo, frunció el seño, miró inquisitivamente a su pequeño colectivo y en el preciso instante cuando iba a estampar su firma, se oyó un zumbido, y las paredes comenzaron a moverse.
Reímos a coro. Yo quedé pensativo un instante y junté situaciones. Lo que el oficial amigo de Amael, desde ahora nuestro amigo, no sabía era que unl sismo tenía que ver con el amor del flaco, o mejor dicho, con la niña que declaró suya después de uno de sus presagios. Lo que Alberto no sabía era que en aquel temblor, el de la beca, no el de la resolución, pasaron cosas interesantes que pusieron en cuestión todo el esfuerzo organizativo antisísmico del centro, y algo más.
Cuando lo del temblor estábamos en la oficina. Amael trabajaba en la computadora y se empeñó en sujetar el monitor que amenaza con caer. Yo me asusté decentemente y solo esperé la réplica, que no tardó en llegar, aunque sin mucha potencia. Después que nos recuperamos, salimos.
Convenimos en que yo iría para la residencia, el edifico más alto de la universidad, para tomarle el pulso a la situación y Amael se quedaría para buscar en Internet noticias sobre el sismo. Acordamos vernos en media hora para intercambiar informaciones porque resulta que, cada vez que ocurre cualquier cosa más o menos significativa, cuando sales a la calle, las gentes creen que como tu eres periodista tienes que saberlo todo, y te asesinan a preguntas.
Cuando llegué a la beca había varios estudiantes sentados en el parque; preferirán comentar a retornar a sus cuartos. A retazos pude reconstruir los hechos. Una de las tías, conocida como la Siempre Crítica, me aseguró que los muchachos, en vez de hacer lo que se explica en el documento que describe con detalles cómo proceder en caso de un temblor, hicieron lo contrario de lo orientado: se lanzaron escaleras abajo, en tropel en vez de resguardarse en los sitios más seguros, en los baños.
-Muy pocas de la muchachitas, declaró, actuaron bien. Pocas hicieron lo correcto, como las de arquitectura, y las señaló extendiendo la mano. Por ejemplo aquella, la pelirroja, que fue una de las pocas que, cuando dejó de temblar, bajó disciplinadamente.
La Pelirroja era Kirenia. Si Amael se hubiera enterado la hubiese admirado una vez más, esta vez por su demostración de ecuanimidad. Pensé, en principio, entrevistarla; pero desistí: Kirenia conoce muy bien mis vínculos con el flaco, y hay que preservar la objetividad.
De todos modos me acerqué al grupo. Una voluntaria me conminó a que la entrevistara, con una condición: que respetara su anonimato. Según la fuente, ella estaba entre quienes actuaron adecuadamente. Pero, no todas lo hicieron por cordura, ni por disciplina. En el caso de aquella -que se llama Kirenia- agregó, tenía una razón poderosa para esperar en su cuarto el final del temblor: proteger su repertorio de vanidades.
Para la fuente Kirenia estaba muy satisfecha con el sismo, pues era dueña de una colección de objetos, que mantenía celosamente guardados en un cofre, en un armario con doble llave, y las gangarrias ni se enteraron del terremoto.
Unos meses antes del temblor la hermana de Kirenia regresó de un país cercano donde cumplía misión como enfermera y le trajo el encargo. Le había propuesto comprarle una memoria flash muy potente y algunos libros de arquitectura. Pero la futura arquitecta envió un listado y la enfermera accedió porque, para los gustos se han hecho los colores y, además, la memoria y los libros eran caros.
La solicitante pedía:
1- Diez aretes metálicos y diez plásticos, uno para cada día de la semana y el resto para los días especiales.
2- Diez pulsas plásticas y diez metálicas en combinación y una cantidad similar de anillos.
3-Diez collares plásticos que combinaran con el resto de las bisuterías.
Kirenia y la fuente fueron amigas. Se enemistaron según versiones no confirmadas porque aspiraban al mismo hombre, un estudiante de cuarto año a quien llamaban Yunier, el de Comunicación, para diferenciarlo de los muchos yunieres que había en la facultad.
Yunier quien, como secretario ideológico de la juventud, fungía como padrino político de nuestro periódico y al final se convirtió en nuestro amigo. En una ocasión posterior al temblor le hablé del tema. Ni negó ni confirmó la versión sobre la controversia femenina. Me dijo que tenía muy poco tiempo para los pormenores. No solo era ideológico de la juventud de la facultad; era miembro del consejo universitario y del equipo de pelota del centro y estaba, claro, la carrera. Entonces lo felicité por su
activismo y le auguré un futuro político prometedor. Me miró fijo:
– Para mí la política es un asunto que la vida te impone: alguien tiene que asumirla. Para otros es un modo de vida. Yo respeto las posibilidades y las opciones. Pero, tengo bien definida mi misión: cuando termine la carrera voy a trabajar en alguna especialidad de comunicación, esa es mi política.
Me abstuve de comentarle a Amael sobre las contradictorias informaciones sobre el caso Kirenia, ni siquiera mencioné el nombre de la muchacha: no quise lastimarlo, ni cambiarle la imagen de Kirenia como símbolo de persona cuerda y valiente, no quise estimular los latidos de su corazón reincidente. Ya era suficiente con que no hubiera previsto lo del temblor.
Y la cena terminó y terminaron las tensiones, entonces me acordé de Ruby y me prometí a mi mismo que mañana la localizaría porque, con este asunto de los presagios y la invasión, casi me había olvidado de ella. Y eso que desde que comenzó el semestre nos llevamos mucho mejor y nos buscamos con cualquier razón o sin ella. Desde que la convencí de la necesidad de amarnos sin temores, la con- penetración es excelente. Parece como si hubiera descubierto, en su vocación hacia mí, la necesidad de recuperar el tiempo y degustar los placeres de una entrega tardía.
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