EL LIBRO DE LOS PRESAGIOS – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL
Un fin de semana de octubre Amael subió a la beca para acompañar a su novia cuyas compañeras de cuarto, excepto una, viajaron a sus respectivas provincias. Cuando llegó, Maricela le informó que esa noche necesita quedarse en casa de una tía: debía levantarse de madrugada para sacar una reservación y viajar a no se donde. No tenía alternativa, había que proteger a Gretel: fue la primera vez que durmió en el cuarto de de la poetisa.
En otras ocasiones sucedió algo parecido. El procedimiento era en esencia el mismo: el flaco entraba a la habitación y la no menos flaca Maricela le daba alguna explicación científica y desaparecía. Parece que almacenaba los problemas más complicados para solucionarlos los fines de semana.
El último sábado de noviembre la poetisa le pidió a su novio que subiera temprano, vestido con sus mejores galas, pues tenía una sorpresa múltiple; proponía una noche excepcional.
Gretel abrió la puerta del cuarto, le propinó un par de besos estridentes, le comunicó que estaba sola, lo conminó a sentarse en la cama y le narró una historia macarrónica.
-Ayer conocí a un editor peruano o chileno, un señor que vive en los dos países. Es decir, vive un tiempo en Chile y otro en Perú, lugares donde busca talentos jóvenes para promocionarlos. El hombre asistió al taller caribeño, escuchó uno de mis poemas, me lo pidió y me invitó a salir.
-¡Qué interesante!
-Déjame explicarme mejor: nos invitó a salir.
-Dale las gracias de mi parte. Tu sabes que a mi no me gustan los extranjeros.
-Déjame terminar de contarte.
-…
-El señor editor me pidió otros poemas para publicarlos en su país, aunque no me dijo en cual de ellos.
-Ese tipo lo que quiere es pasarte la cuenta.
-Al principio yo pensé lo mismo. Pero, no. Resulta que el editor tiene su chica. Me invitó a comer con ella y yo le respondí que estaba de acuerdo, si te invitaba a ti también, y él accedió gustoso y como un adelanto de su gratitud, me regaló esto.
Gretel metió la mano en una gaveta del closet y sacó una botella que ni Amael ni yo habíamos visto jamás, era un Rosado Torres que la poetisa, según confesó, creía haber visto en una película o en una revista.
-Bien, tú dirás si me cambio y vamos a comer con el editor.
Tras algunos escarceos llegaron los buenos entendidos y mientras Gretel se maquillaba en el baño, Amael el flaco le reiteraba a Amael Rojas, que su deber era aceptar. Después de todo comer en un buen restaurante, gratis, invitado por un editor o lo que fuese, no era una mala idea. No había nada que perder. En el peor de los
casos, si se trataba de un impostor, regresarían, y asunto concluido: el restaurante a donde lo invitaban estaba cerca.
El cortés caballero los recibió en la entrada del hotel. Gretel le presentó a su prometido, intercambiaron apretones de manos y fueron en busca de la chica del anfitrión. Pasaron cerca de una piscina donde había una exhibición internacional de carnes y llegaron al bar de la recepción donde se hicieron las nuevas presentaciones. La chica del editor era una rubia alta, de senos prominentes, a quien el flaco creyó recordar de alguna parte.
Se encaminaron al restaurante. Un señor con traje y corbata los recibió con amabilidad, los condujo hacia una mesa, los ayudó a sentarse, les entregó un par de cartas forradas con cuero, les propuso la sugerencia del chef y se retiró unos pasos.
Mientras los otros analizaban la carta menú, Amael cayó en la cuenta que era la primera vez que comía en un restaurante de categoría. En varias oportunidades, casi siempre durante el verano, su padre recibía como estimulo el derecho a una reservación para un centro turístico. Se reunían en familia y disfrutaban la estancia en alguna instalación del algún organismo o en una cabaña en la playa. La pasaban bien. El precio era módico y eso compensaba lo demás.
Desde que estudiaba en la universidad, una vez más que otra, salía a comer en algún restaurante en moneda nacional. Por lo regular iba solo, pero en dos o tres oportunidades Gretel lo acompañó y compartieron los gastos. Lo de hoy era distinto. En realidad tenía que reconocer que en más de 20 años él ni siquiera había entrado nunca a un hotel de turismo internacional, a un hotel de turismo de verdad, y esa constatación le provocó una sensación nebulosa.
La cena fue excelente, era la opinión colectiva. El plato de la casa – un bistec de cerdo grillado con una media ración de camarones en el centro, guarnecido con arroz congrí y chatitos, era delicioso; no había otro modo de decirlo. Un vino del oeste cubano, un San Cristóbal de la última cosecha hizo las delicias de los comensales. Los dependientes fueron muy profesionales, incluso cuando aceptaron la propina.
Aunque el editor insistió en que fueran al bar, los novios se excusaron. Ya habían molestado lo suficiente, pensaron .Tenían cosas urgentes que hacer, dijeron. La pareja anfitriona los acompañó hasta la salida donde intercambiaron saludos. El extranjero le dio a Amael y a Gretel una tarjeta de presentación, la poetisa le entregó al descubridor de talentos un par de poemas inéditos y como el flaco no tenía nada que ofrecer, dio nuevamente las gracias al hombre y saludó otra vez a la chica.
-Nos seguimos viendo, dijo, e inmediatamente se arrepintió por su indiscreción.
Amael no la conocía, pero yo si: para algo soy periodista. Yo si sé quién es la niña: de nombre Rosa, de profesión bella, de ocupación, buscadora de alternativas, de currículo, experiencia con extranjeros.
En una oportunidad hice una entrevista al revés: la entrevistada devino entrevistadora. Ese día descubrí que hay tres tipos de entrevistas de acuerdo con el nivel de participación de quien la intenta. El primer tipo se llama autoestrevista y es un género que o inventaron o perfeccionaron nuestros amigos de la televisión nacional. En esencia se trata de que el entrevistador pregunta y se responde para conjurar el riesgo de respuestas imprevistas.
El segundo es la entrevista normal donde un individuo le pregunta al otro alguna cosa con el fin de que el otro la responda. El tercero, y es el caso que les cuento, es la entrevista anormal donde el entrevistado o la entrevistada o el entrevistede, pasa a la ofensiva y te impone su discurso. Lamentablemente este tipo de entrevista tiene poca opciones de ser publicada porque si bien admitimos que en la entrevista el protagonismo corresponde al entrevistado, no es necesario exagerar.
Aquella tarde, porque era de tarde, para cumplir con un ejercicio de periodismo de investigación orientado por el profe Rafael, fui a verla. Era una mujer de uno cincuenta años, rubia y esbelta. Había sido profesora de inglés durante muchos años en la universidad, ahora se dedicaba a dar clases particulares y tenía bastante clientes. Ella me aclaró que el jineterismo -también denominado prostitución- fue inventado mucho antes del periodo especial, en los albores de la humanidad- la frase es suya- y que en el caso cubano había que reconocer que lo inventaron las profesoras de su departamento cuando daban clases de español para extranjeros. Así que la teoría de que las primeras jineteras eran negritas con moñitos era tal falsa que no hacia falta ni tomarse el trabajo de desmentirla.
Rosa, me aclaro la ex profesora, era una de sus alumnas más aventajadas, tanto en el idioma como en los quehaceres del cuerpo, por eso estaba allí el día de la entrevista y no por casualidad como supuse inicialmente.
El encuentro, además de conocer a Rosa, me conminó a interesarme por lo que la entrevistada definió como el jineterismo cultural , actitud que , según ella, consiste en hiperbolizar la importancia de lo extranjero con el fin de lograr algún beneficio personal y que tiene numerosas variantes como la muy criolla guataquería también denominada tracatanería.
Al regresar a la beca comenzaron los problemas. Ninguno de los enamorados tuvo la previsión de conseguir hielo, y un vino de categoría debía tomarse frío, según el dictamen de Gretel. Amael se abotonó la camisa, bajo 36 escalones, salió a la calle, caminó tres cuadras, preguntó a los vecinos, lo mandaron a varios sitios donde los moradores se asombraban porque – afirmaban- ellos jamás habían vendido ni hielo ni nada. Por fin una señora de edad indescifrable le trajo una cubeta, por ser a ti mijo; se la envolvió en un bolso de finísimo plástico, y le cobró el doble de lo habitual.
El flaco retornó con su tesoro y encontró a la poetisa batida con el Rosado Torres. Esto es, tratando de sacar el corcho con un cuchillo de mesa. Amael relevó a su novia y como el cuchillo no penetraba, viró la botella, le puso una tela en la parte posterior y le dio un puñetazo seco. Terminaron por apelar a una tijera que Gretel descubrió en el armario y su novio consiguió, al fin, abrir el vino. Es decir, logró desbaratar el corcho y empujarlo hacia dentro de la botella.
-Abrir un buen vino es más difícil que escribir un poema, aseveró la futura crítica literaria.
Y ahora viene la segunda sorpresa, anunció, e inmediatamente hizo un inventario de sus querencias:
-Quiero pedirte que hagamos el amor como nunca antes, sin miedos y sin dobleces; que disfrutemos esta noche como si fuera la última; que hagas de mi lo que se te antoje y que me hagas feliz por los siglos y las estaciones… Mientras voy al baño, quítate toda la ropa. No apague la luz. Quiero que hagamos el amor con todo el cuerpo, con el corazón, con las palabras y con los ojos.
Todas tus inquietudes fueron atendidas y tus exigencias complacidas. Amael anduvo por los suburbios de tu pubis, Gretel Oliver, acarició todos tus arrabales, comprendió la semántica profunda de tu cuerpo hasta pernoctar en ti, asombrado al descubrir cualidades y deseos que no sospechaba ni siquiera en él mismo. Fueron horas de liberación de ardores. Se amaron hasta al amanecer cuando tú, Gretel, te quedaste dormida.
Y tú, Amael, disfrutaste una y otra vez del paisaje de su cuerpo, hasta que, – jamás lograste entender por qué-, cuando regresaste del baño y te detuviste ante la cama a mirar embelesado el cuerpo de tu novia; quedaste estupefacto al comprobar , con toda claridad, que aquel cuerpo a tu alcance no era el de Gretel sino el de Kirenia. Te vestiste sin hacer ruido, abandonaste el cuarto y te fuiste. Durante el trayecto hacia la beca, la visión del cuerpo desnudo de Kirenia no te abandonó ni un segundo.
Una semana después, al anochecer, la poetisa tocó a la puerta del cuarto de su novio. Desde aquella noche sublime apenas se habían visto. Por casualidad, esta vez eran los compañeros de Amael quienes estaban de viaje, todos andaban por sus provincias, todos excepto el que la recibió.
-¡Dime, niña…! el hombre anda por la cafetería; agarra un diez, voy por su captura.
Y salió sin esperar respuesta. Cuando bajaba la escalera se encontró con su amigo.
– ¡Oye, Chama! La niña está pal daño. Allá arriba…Asere, no hay caída, aprovecha y mata la jugada. Yo salgo un rato y no pasa nada. Si hace falta hasta me quedo en el cuarto de al lado, somos o no somos… No tengo nada decente que beber, nada de calidad… en mi closet hay una media de champán de hamaca, un alcohol un poco fula, pero estimula: si lo sabré yo… Asere , no hay caída…
Pero el flaco dice que no, no solo porque el modo como Yuliesky expresa su solidaridad lo conturba, sino porque sabe que si se queda solo con Gretel van a hablar de cosas tristes. Le da una palmadita a su compañero y antes de subir al cuarto a recoger a su novia, pasa por la peña y se detiene unos minutos.
Como en la emulación se incluía la práctica de cualquier deporte; quienes no sabían batear, patear ni correr, decidieron practicar la palabra y se organizaron y como en la emulación también se incluían todas las manifestaciones de la cultura sin excepción, los incapaces de recitar, bailar o pintar se asociaron y crearon la peña deportivo-cultural.
Amael decidió perder unos minutos de su vida y se incorporó a la peña a donde nunca asistía. Los peñistas lo recibieron con el silencio y siguieron en sus discusiones. Uno de los muchachos propuso enviarle una solicitud a la Asociación protectora de los Animales Alados para que encausaran a un comentarista que en medio de la narración gritaba insistentemente ¡Mátenlo! Es el enemigo número uno, refiriéndose al mosquito.
Pero, no hubo consenso. La mayoría estaba dispuesta a perdonar al narrador enérgico, porque en fin, dijo uno , el hombre suele hacer comentarios interesantes,
aunque frecuentemente se sale del tema por el que le pagan: el béisbol. A quien ninguno de los peñistas estaba dispuesto a perdonar es al otro. El comentarista que funciona como pareja del citado narrador. Este hombre tiene pegada la palabra marcar; para él: en vez de anotar carreras, se marcan; en vez de conectar de hit, se marcan, en vez de contar strikes, se marcan y, como si fuera poco, cuando se decide a comentar resulta tan aburrido y anodino que mataría de envidia a nuestros periódicos provinciales.
Roly miró descaradamente a Amael, puso la cara de pedir e introdujo un cambio de tema. Comenzó por plantear un asunto que definió como digno del intercambio e inmediatamente se refirió a la confusión entre cultura y sexo, abogó por hacer un análisis desprejuiciado y detenido de algunas cuestiones de la cual el flaco no logró enterarse porque salió de la peña con la misma parsimonia con que entró, y se fue a buscar a Gretel.
Los novios bajaron y se sentaron en el pequeño parque ubicado en uno de los laterales del dormitorio. Amael no sabía por donde empezar, no atinaba a comenzar por ninguna parte.
Amael quiere ponerle parches a la incertidumbre para evitarle salideros a la realidad y termina parapetado en un muro de disyuntivas.
Gretel recuerda a media voz la noche del Rosado Torres. Habla con una calma desacostumbrada.
– Lo peligroso de una noche como aquella es la posibilidad de que se repita, dice bajito Amael.
Gretel Vallejo lo mira de soslayo. Rememora el día cuando se conocieron en la práctica de tiro, las experiencias compartidas en la recogida de café. Reflexiona sobre el desafío que entraña la cotidianidad con su capacidad para quitarle el filo a las ilusiones y cortarle el cuello a las pasiones alebrestadas. Y dice que lo mejor que puede hacer es subir a la beca.
Su novio se brinda para acompañarla.
-No gracias, es temprano. Prefiero estar un rato a solas, caminar por las calles.
-Bueno, mañana podemos conversar un poco, tengo una tarea de Matemáticas y estaré por la biblioteca.
-No te preocupes. No se si mañana vaya a la biblioteca. En otro momento nos veremos…Créeme que te entiendo y no quiero causarte dolor. Pero, anda, dame un beso. Un beso como los que se dan los buenos amigos.
Unos días más tarde hablábamos sobre la poetisa y los altibajos del amor. De pronto el flaco se puso muy serio y me confesó, a rajatabla, que en amores él era autodidacta. Autodidacto, corregí yo. Me miró como se mira a una piedra, pero me contó.
Amael sabía que sus compañeros, cuando él viajaba a su pueblo, aprovechaban su ausencia y llevaban a las novias a dormir en el cuarto. Incluso Javier el lento, que parecía inofensivo, lo hacía. Los comentarios de Roly le proporcionaron esa información lateral. Pero él disimulaba, porque sus compañeros eran buenos muchachos. También sabía que el único que había respetado su medida contra el amor público era Yuliesky. El interpretaba esa actitud como parte de la fidelidad de su amigo. Por eso, unas semanas atrás, no resistió la tentación de preguntarle. La respuesta vino alta y clara.
-Cómo se te ocurre, Chama. Con los rollos que tengo con un par de jevas en mi pueblo que no me dejan vivir, cómo se te ocurre que voy a enredarme con alguna piruja para traerla aquí. Vamos, Chama, baraja esa talla.
Amael era enemigo de cualquier ostentación sexual. El amor es asunto demasiado personal para exhibirlo, me dijo en otra oportunidad y me contó una historia. Cumplía el servicio social en una unidad militar bien grande, donde había una enfermería y una enfermera. Un día tuvo un accidente leve. La enfermera, una blanquita pecosa de carnes bien distribuidas le curó el dedo, le puso una venda y le exigió que volviera al día siguiente para ver el progreso de la cura. Regresó a al otro día y Nadia, que así se llamaba la blanquita, le dijo que volviera al caer la noche porque en la tarde estaba muy ocupada. Le revisó la herida y lo revisó a él con tanto esmero que aprendió de inmediato el camino de regreso a la enfermería.
Nadia dormía en la primera cama de un local donde siempre había algunos enfermos que no ameritaban ser ingresados en el hospital del poblado más cercano. Siempre había algún militar: parece que los guardias tenían predilección por las enfermedades más diversas, salvo las que implicaban riesgo para la vida. Y Nadia atendía solicita a sus enfermos y a media noche atendía a Amael. Cubrían la litera con un mosquitero y a solo centímetros de los ronquidos de algún quejoso, hacían el amor en silencio y con virtuosismo. La chica era una master en el amor silente.
Un mal día apareció el marido de la enfermera y formó un escándalo descomunal. Tenía evidencias, decía, y hablaba con propiedad. Acusaba a su mujer de haberse acostado con la mitad de la unidad y leía un rosario de nombres. Pero entre los nombrados faltaba Amael. No se sabe si por la injusticia de la omisión o por precaución o porque recordó que el amor era un asunto muy personal, el flaco desapareció de la enfermería. Una semana después Nadia logró sentarse a su lado en el comedor y le pidió que esa noche fuera a curarse de las heridas del corazón.
-Te espero. No te preocupes por mi marido, ese es guapo en moneda nacional.
Pero el flaco no volvió jamás. Curiosamente otros enfermos habituales tampoco volvieron. El escándalo del hombre, quien finalmente se fue de la unidad convencido de que todo había sido un problema de información, tampoco regresó. Para que veas, así es la vida: el escándalo tuvo la virtud de mejorar la salud colectiva de la tropa, me dice Amael y sonríe.
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