Cuento de la noche: Pata de palo
Por: Manuel Pérez Toledano
El rostro -lampiña vejiga, agujerada por ojos, boca y fosas nasales- tenía la inmovilidad inhumana de un espantapájaros. Y sus manos: sucias, macilentas se tendían al viandante y al alcohol con idéntico frenesí, colgaban de su cuerpo como dos harapos…
Un brumoso día despertó tendido cerca de un tiradero de basura; nubes de moscas pululaban en el ambiente. Lo primero que hizo fue cerciorarse si conservaba su pata de palo. Haciendo una mueca, la observó largo rato: recordaba la ocasión en que le robaron una. Incorporándose, empezó a sentir un áspero malestar; rápidamente los inquietos gusanos de sus dedos principiaron a recorrer los andrajos en busca de dinero.
“Ni un centavo ¡güey! Me los chupé toditos ¿iora quiago?”
Echó a caminar con las fauces abiertas, sin saliva y la lengua chascando maldiciones.
Combustible, necesitaba combustible…
A una anciana enjuta que regresaba de misa le cerró el paso, mostrándole las zarpas temblorosas. La vieja se persignó como para ahuyentar al diablo; sacando unas monedas se las dio, alejándose despavorida.
En un antro ínfimo de Tepito donde entes descarnados y hediondos se alineaban a lo largo de un mostrador, entró veloz.
– ¡Hola!, cojo…
-Ahí está el cojo…
-Dice don Blas que te compra la pata…
Después de beber el aguardiente, se sintió seguro de si mismo.
Las calles son laberintos sin salida… Se anda y se anda y nunca se llega. Pero, ya curado, todo se soporta: Es como columpiarse en una absurda inconsciencia en que ya nada existe, ni frío ni calor, ni estrellas ni sol, únicamente alcohol, fuente única para seguir – en pie o a rastras-, Pero seguir eternamente…
Resoplando sin cesar, golpeó con la pata de palo a un can famélico que devoraba desperdicios cerca de una coladera. Sentándose en la orilla de la banqueta, extrajo de su bolsa un pedazo de pan para improvisarse un suculento “sándwich”.
Como el alimento disminuye los efectos de aguardiente, un súbito cansancio lo abrumó implacablemente. Lleno de precipitación se escarbó las ropas con los garfios de sus uñas.
“¡Güey! ya me los volví a chupar…”
Combustible, necesitaba combustible; sin él, la caldera de su vida se extinguía…
Y hundiendo en el piso el palo de su pata, agitaba grotesco su cuerpo de espantapájaros. Las zarpas se prendían de los viandantes demandando imperativas. La garganta se le petrificaba y el aire era de plomo. Su boca gruñía patéticas lamentaciones; pero los transeúntes se apartaban de él como de una cloaca.
“¡rotos méndigos! Mi ‘hogo… ¡Un trago, un trago, un trago!…Empezó a sentir los calosfríos que presagiaban el derrumbe inminente. El látigo de la ansiedad lo azotaba sin misericordia. Su boca era ya un venero de alaridos… Una mujer que se atrevió en esos instantes a darle una pieza de pan, vio asombrado como el menesteroso le arrojaba al suelo lleno de rabia.
De pronto, un chispazo de claridad iluminó su angustia.
Apartándose del tumulto se dirigió al suburbio…
Desencajado y sudoroso se detuvo frente al puesto de Don Blas, un tipo chaparro con la nariz carcomida por una fístula; el establecimiento de éste, por la apariencia de los productos, más bien semejaba un basurero: hilachos, tornillos mohosos, zapatos rotos, sombreros agujerados y un sin fin de objetos al parecer inútiles…
– ¡Órale! ¡Cómpreme la pata!…
Arrastrándose en el fango con el asqueroso muñón al descubierto, el ebrio levantaba las zarpas, -negras, huesudas- hacia los infatigables transeúntes. Sus ojos estaban hinchados y brillantes.
Un suave bienestar lo enervaba…
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