La triste espera

Por Jafet Rodrigo Cortés Sosa

Nescimus quid loquitur

Sentado en aquel lugar, rodeado de gente que viene y va, esperando con ansias que algo suceda. Inerte, observo el café enfriarse frente a mí, las mesas vaciarse y volverse a llenar; el día se vuelve tarde y la tarde, noche. Expectante, olvido todo menos la fe. Creo ciegamente que alguien más llegará, sentándose cerca, llenando ese espacio que construí con expectativas pendiendo de un hilo.

Esperar, esperar y seguir esperando, el arribo de algo que nunca vendrá; mirar a la reciprocidad convertirse en una etérea nube que navega por el pensamiento, enceguecida por lo que creemos que es, privada de la posibilidad de visualizar lo que en realidad es.

Nos enseñan que al dar algo, por ningún motivo busquemos recibir una contraprestación a cambio. Lo cierto es que generar expectativas sobre lo que queremos que pase, sobre lo que creemos merecer de vuelta, es complicado de controlar.

Dicha instrucción, señala que no hay que tenerle tantas expectativas a la vida, pero cómo no tener expectativas, cómo parar aquellas ideas que nos abordan sin compasión, y que caen encima de nosotros privándonos de la posibilidad de respirar con normalidad, ahogándonos en mares de angustia, colocándonos frente a espejismos difusos creados con el simple hecho de soñar.

Egoístas, esperamos sin pensar en lo que viven los demás, en lo que piensan, lo que sienten. Nada importa más que nuestros propios deseos, nada pesa más que nuestras propias necesidades.

Creemos tan importante eso que sentimos, que nada de lo de los otros puede ser tan importante como eso que sentimos; construimos de a poco una contradicción que al final suele ser trágica. Cuando nos damos cuenta del error que tuvimos al no contemplar lo que las otras personas sienten, es demasiado tarde.

Esperamos que los otros hagan lo que nosotros hacemos por ellos, pero también esperamos que los otros hagan lo que nosotros queremos que hagan. Por una parte, sufrimos la triste espera de algo que posiblemente no llegará nunca; y por otra, sentimos en carne viva aquel egoísmo precario que nos encadena, perdiendo de vista el vasto entorno, así como las múltiples almas que le conforman.

RECIPROCIDAD SINCERA

Todos actuamos desde nuestra concepción de la realidad, construida con lo que nos tocó vivir. Hacemos lo que podemos con lo que tenemos a la mano, bien o mal así crecimos. Sin excepción alguna, caminamos a cuestas con miedos, anhelos y carencias; en ocasiones tropezamos, haciéndole daño a quien se atraviese en el trayecto.

Lo anterior no busca, de ninguna forma, dar un “pase libre” para lastimar a quien tengamos enfrente, sino mencionar brevemente cómo es que cada individuo reacciona distinto. Cada quien actúa de manera individualizada dependiendo de las experiencias que le marcaron en su camino hasta aquí, exigirles que hagan algo distinto, se vuelve un ejercicio absurdo si no nace en ellos hacerlo.

Cada quien nos da lo que quiere darnos. Cuando lo que nos sirven en la mesa es por compromiso u obligación, disminuyen los sabores, a menos que nada.

No hay algo mejor que la reciprocidad sincera, no necesariamente en una posición de paridad, sino de equidad. Compartir lo que tengamos para, lo que uno queramos dar, sin que esto se interprete como compartir sólo lo que nos sobre.

Compartir con el corazón, cuidando las expectativas que nos formamos del retorno; hacerlo sabiendo cuánto vale lo que damos, pero empatizando con el contexto de las demás personas, para no cegarnos, insensibilizarnos de lo que otros sienten. Mientras haya tiempo de remediar estos males, habrá espacio para continuar.

Deja un comentario