Entre luciérnagas y oscuridad

Por: ERNESTO MADRID

Una luciérnaga posa sobre mi pecho, ilumina titilante; en ocasiones brilla gustosa, otras, se resguarda en la oscuridad. En los dos escenarios, existe ahí, posando sobre mi pecho. Busca, no sabemos qué, pero busca algo y dicta algo con su luz momentánea.

Aquel resquicio de fulgor que posa sobre mi pecho, converge y diverge con la penumbra. Ambivalencia, siempre unida, siempre constante. En ocasiones las sombras son las que ganan la batalla, sofocando toda amenaza de un golpe de Estado.

Las luciérnagas que se posan, terminan sometidas, ahogadas entre tanta negrura, víctimas de su noble deseo de iluminar. Así caminamos sin que aquella luz nos guíe. Tropezones, traspiés y variadas marcas en la piel causadas por el turbio trayecto, secuelas de avanzar dentro de esa noche que a cada paso se vuelve eterna.

Otras ocasiones, el titileo, las breves luces, aquellos brevísimos espacios en los que aquella luciérnaga posa sobre nuestro pecho, se impone de forma gloriosa, iluminando el camino, permitiéndonos esquivar obstáculos que tenemos de frente.

Cuando se encienden, por más pequeñas que parezcan, éstas permiten que observemos el panorama cercano de forma prematura, que admiremos los detalles que les permiten a nuestros ojos ver la ambivalencia de quienes somos.

Entre luciérnagas y oscuridad, en ocasiones, dejamos de ser nosotros mismos o eso pareciera por un momento, aunque sólo abandonamos por un instante aquella oscuridad en la que trastabillamos.

Para que aquellos tropiezos valgan la pena, para que el viaje entre ir y venir; entre hundirnos en las profundidades del abismo y volar cerca del sol; entre el caos y la calma, entre aquellas versiones de nosotros colmadas de sonrisas y aquellos fantasmas repletos de llantos que nos componen, tenemos que aferrarnos a la luz el tiempo que podamos, sin que esto signifique obligarnos a callar la noche, aquella que existe dentro de nosotros.

En lugar de negar la oscuridad, debemos decidir qué hacer con ella, cómo tratarla. A veces exige una caricia, anhela atención y si nosotros no lo hacemos, si nosotros tratamos de engañarnos a nosotros mismos permitiéndole el paso únicamente a la luz, limitándonos, perdiéndonos, ocultándonos de la verdad; negando la existencia del lado oscuro de la vida, entorpeciendo nuestra posibilidad de reconocer las dos partes de nosotros, dos partes como mínimo.

Una misma moneda. Una luciérnaga que posa sobre mi pecho, iluminando titilante; en ocasiones brilla gustosa, otras, se resguarda en la oscuridad. Dos escenarios, complacer una cara esperando que la otra con poco tacto se disguste; equilibrio que buscamos a toda costa, idealización que debemos pinchar.

Entre momentos repletos de sombras y ciertos resquicios de luz que necesitamos exprimir a toda costa, debemos insistirnos a nosotros mismos, en la naturaleza de aquel titileo, en la necesidad de aprender a disfrutar ambos rostros de la vida, esforzarnos en entender esta verdad y seguir.

Cortesia de Latitud Megalópolis

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