Mar del Plata: estocada mortal al ALCA
La Habana (PL) El Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA), un «remake» de la Alianza para el Progreso en tiempos del neoliberalismo, nació en Miami en 1994 para hacer agua y hundirse en las profundidades del Atlántico Sur, en el balneario argentino de Mar del Plata, en 2005.
Aquel engendro introducido en la I Cumbre de las Américas en Florida, enfilado a extender a todo el continente el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA, en inglés, integrado por Estados Unidos, Canadá y México) tenía las pretensiones de poner por esa vía en manos de Washington el territorio comprendido «Desde el puerto de Anchorage hasta la Tierra del Fuego», como se vaticinó por aquellos años.
Empero, los nuevos vientos que soplaban desde el Sur pusieron en crisis esos planes para impedir, como dijera José Martí en 1895, que Estados Unidos cayera, «con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América».
Fue el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, quien en solitario puso objeciones a referencias específicas sobre ese tema impulsados en la tercera cita continental en 2001 mediante la Declaración de Quebec.
El documento reflejaba el apresuramiento de Washington al establecer: «Instruimos a nuestros Ministros que aseguren que las negociaciones del Acuerdo ALCA concluyan, a más tardar, en enero de 2005, para tratar de lograr su entrada en vigencia lo antes posible, y no más allá de diciembre de 2005».
La posición venezolana se argumentó «en virtud de las consultas que se llevan a cabo entre los diversos sectores del Gobierno nacional en función de nuestra legislación interna, para dar cumplimiento a los compromisos que se derivarían de la entrada en vigor del ALCA en el año 2005».
Ese breve y crucial párrafo constituyó una piedra en la bota imperial que en la cuarta cimera en territorio argentino se convertiría en lo que se denominó «el entierro del ALCA».
Quienes tuvieron la oportunidad de seguir aquellos debates en la hermosa ciudad balneario, percibieron la firmeza del discurso del presidente Néstor Kirchner, quien rechazó los intentos de Estados Unidos como potencia hegemónica de imponer sus dictados.
«No nos vengan aquí a patotear (agredir verbal o físicamente mediante intimidación, amenaza o alarde de fuerza en el lunfardo argentino), dijo el mandatario al dirigirse a George W. Bush en un debate a puertas cerradas, según testimonio de Chávez, quien comparó la postura de Kirchner, el presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva y la suya propia con la destreza y valentía de Los Tres Mosqueteros.
En su intervención inaugural, Kirchner lo había dicho con lenguaje diplomático, pero igualmente contundente:
«…como hoy se lo decía al señor presidente de los Estados Unidos, sigo creyendo que por las cuestiones de liderazgo en la región, su Nación, su país, la Nación de los Estados Unidos, tiene una responsabilidad ineludible e inexcusable para ayudar a ir dándole el lugar y la posición definitiva y final a este marco de asimetrías que tanta inestabilidad han traído a la región.
«Creo que su rol de primera potencia mundial es insoslayable. No se trata de un juicio de valor, sino de un dato de la realidad. Creemos que el ejercicio responsable de ese liderazgo en relación a la región, debe considerar necesariamente que las políticas que se aplicaron no sólo provocaron miseria y pobreza, en síntesis la gran tragedia social, sino que agregaron inestabilidad institucional regional que provocaron la caída de gobiernos democráticamente elegidos en medio de violentas reacciones populares, inestabilidad que aún transitan países hermanos».
Y remató, al hablar a nombre de todo un subcontinente:
«Nuestros pobres, nuestros excluidos, nuestros países, nuestras democracias, ya no soportan más que sigamos hablando en voz baja; es fundamental hablar con mucho respeto y en voz alta, para construir un sistema que nos vuelva a contener a todos en un marco de igualdad y nos vuelva a devolver la esperanza y la posibilidad de construir obviamente un mundo distinto y una región que esté a la altura de las circunstancias que sé que los presidentes desean y quieren».
En la III Cumbre de los Pueblos, celebrada bajo una persistente lluvia en el estadio marplatense, Chávez resumía lo sucedido al afirmar que se había sepultado el ALCA, pero eso no significaba que está muerto el capitalismo y convocó a luchar muy duro, con más constancia, paciencia, trabajo y mucha unidad «para lograr nuestros sueños, para hacer posible la utopía, para lograr la salvación de nuestros pueblos».
A casi 10 años de aquella epopeya, otros presidentes se sumaron a ese proceso que un joven ecuatoriano devenido mandatario por la voluntad de su pueblo, Rafael Correa, caracterizó magistralmente: «América Latina no vive una época de cambios, sino un cambio de épocas».
A lo ocurrido desde Mar del Plata, le siguió el abierto desafío a la hegemonía estadounidense en la V Cumbre de Trinidad y Tobago en 2009, en la cual el presidente Barack Obama debió abordar la necesidad de una nueva política de su país hacia América Latina y el Caribe y se vio obligado a escuchar una andanada de exigencias a la presencia de Cuba, excluida de esos foros desde su primera convocatoria en Miami.
Ese clamor se volvió ensordecedor en la cimera de Cartagena de Indias en 2012, en cuyo plenario Washington quedó aislado en ese tema por las declaraciones de varios participantes de que no habría una próxima sin la incorporación de Cuba.
El gobierno de Panamá, país sede del foro al máximo nivel que se celebró el 10 y 11 de abril de 2015, cursó invitación al presidente de la Isla, Raúl Castro, quien no sólo la aceptó, sino que desde esa tribuna ofreció -con lenguaje mesurado, pero firme- una clase magistral de historia ante los intentos de Obama de darle un borrón al pasado.
Sin embargo, en todo el período transcurrido desde el entierro del ALCA la potencia hegemónica dio claras evidencias de no desistir de sus objetivos. Los golpes de estado en Honduras y Paraguay, los intentos fallidos en Venezuela, Bolivia y Ecuador y los empeños desestabilizadores en Argentina son prueba fehaciente de ello.
Se suma ahora la actual campaña contra el gobierno democráticamente elegido del presidente venezolano Nicolás Maduro, cuya máxima expresión fue el decreto de Obama, aún no derogado, en el que declara la emergencia nacional por considerar a Venezuela una amenaza para la seguridad de Estados Unidos.
Igualmente se proyecta en esa dirección la virulenta campaña de una derecha desesperada contra la presidenta de Brasil, Dilma Roussef, con el objetivo de poner fin al proceso de cambios democráticos en ese país y claramente dirigida a obstaculizar a cualquier precio la eventual postulación de Lula para las próximas elecciones.
A una década del fenecimiento del ALCA sus promotores siguen sin resignarse a ello y se niegan a reconocer que América Latina y el Caribe dejó de ser el manso rebaño sometido por siglos…
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