La quena, el aliento «trilce» de los Andes
La Habana (PL) César Vallejo dijo entenderlo todo en dos flautas («ÂíRotación de tardes modernas/ y finas madrugadas arqueológicas!…») y darse a entender en una quena («ÂíIndio después del hombre y antes de él!…»). Los poemas del peruano, quién lo duda, son fragmentarias partituras del espíritu andino, variaciones inimitables de la sustancia del mundo.
Así que la cohorte universal de sus admiradores, aun en medio del silencio más blanco de cualquier madrugada, han estado escuchando desde siempre -en cada verso del gran poeta nacido en Santiago de Chuco- una melodía quechua: sobre su hermano Miguel, sobre aquel hombre que avanza con un pan al hombro, sobre su vida y los «vientos desenroscados de la Esfinge», sobre su propia muerte en una jornada de París y aguacero.
Vallejo es entonces -sin ser lo que solemos entender por músico- el mejor intérprete de la quena, esa especie de flauta (de caña o madera, hueso animal o tibia humana) con que el indio del Perú o Bolivia no ha dejado de insuflar aliento a su mundo continuo, ilimitado.
Quien ha subido al Ande sabe que la quena puede contar a la vez la soledad y la plenitud, la melancolía y la esperanza, la muerte y la rebeldía, la tristeza y la dulzura de su gente. Un solo de quena sabe «trilce», como los versos de Vallejo.
La quena, de origen preincaico, mochica o nazca tal vez, llegó a extenderse por todo el Tahuantinsuyo (los dominios del Inca) y su eco aún se dilata por los páramos de la altiplanicie y repercute en las paredes andinas, no solo del Perú y Bolivia, sino también del sur de Colombia, Ecuador, el norte de Chile y el noroeste de Argentina.
Perteneciente a la gran familia de los instrumentos de viento andinos, la quena ha elevado por siglos sus melodías como cóndores solitarios, pero también ha mezclado sus aires con las tonalidades de pinkillos, sikus o antaras (zampoñas, en español), tarkas, silulos, mohoceños, wankaras, bombos, entre otros artefactos ancestrales.
Su aliento -la respiración del indio, administrada por una sabia digitación sobre los seis agujeros de la caña- cataliza la emoción (la nostalgia, el amor, la tristeza sin remedio) en el mestizo yaraví -ese canto nacido del ritual harawi incaico y de la tradición trovadoresca española- o se junta en el huayno bailable y festivo al charango, el arpa, la guitarra, la mandolina…
Más acá de la paramera, de la puna, y también fuera de las postales turísticas y los bazares de souvenirs, la quena encuentra sitio en las alineaciones y los arreglos de los grupos urbanos de música andina contemporánea y de fusión.
De este lado de los siglos y del mito, la ejemplar flauta inca suena hoy en las noches limeñas, pero también, por qué no, puede escuchársele en algún punto de París o Nueva York.
Los entendidos han elogiado a intérpretes de la pasada centuria como Raymond Thevenot -suizo luego asentado en Perú- o el maestro Alejandro Vivanco, quienes contribuyeron a actualizar el arte de la quena y a darle -junto a las agrupaciones de música andina llegadas a Europa- mayor trascendencia y cosmopolitismo.
Buena parte de la panoplia musical andina -incluida la quena, por supuesto- se ha hecho conocida en medio mundo gracias al empuje de conjuntos provenientes de Sudamérica y a los éxitos producidos por bandas de gran proyección internacional como, por ejemplo, Simon & Garfunkel, famosos por su versión de «El cóndor pasa», un tema de hálito indígena incorporado en 1913 por el peruano Daniel Alomía a una de sus composiciones instrumentales.
Si Vallejo era él mismo una quena andante y sufriente, una hecha de huesos y dolor humanos, el gran novelista, antropólogo, etnólogo y educador peruano José María Arguedas buscó -como otros estudiosos- e hizo emerger el instrumento de los «ríos profundos» del mito y la memoria popular.
«Isicha Puytu» es una historia traducida del quechua y vaciada en forma de cuento por el autor de Yawar Fiesta. Narra la historia de una joven que debe cumplir su tiempo de servidumbre (la mita) en casa del señor (el curaca), quien termina enamorándose de ella y reteniéndola.
Ella pasa los días pulsando «intensa y bellamente» una quena de hueso humano -esas que «se tocan bajo un cántaro alargado»-, mientras el curaca cantaba. La vanidad hizo que Isicha Puytu repudiara a sus hermanos y a sus padres, quienes vinieron a buscarla para que volviera a casa luego de cumplido el lapso de la mita.
El castigo para la joven parece ser, primero, la muerte de su hijo recién nacido y, luego, la suya propia. El curaca llora y pide la resurrección de su amada, quien aparentemente vuelve solo para tocar su música: «Era como la muerte el canto de la quena; bajo el cántaro el instrumento lloraba a torrentes».
Cuando el curaca pretende pecar con ella (un caso de necrofilia), el cuerpo de Isicha Puytu se transforma en asno para luego -al momento de herrar al animal- protestar una última vez y morir definitivamente. Tras las honras fúnebres, el señor insiste en unir su destino al de su mujer y es muy probable que al fin se haya ido con ella «eternamente».
La quena es aquí el atributo de la hermosa doncella y de la esposa (la hija, la hermana) ruin, del amor y la mezquindad; su música es tanto el signo de los días de felicidad conyugal como de la tragedia irreversible. El destino quechua tiene banda sonora de quena. Esta es, no hay que olvidarlo, una quena de hueso humano.
Versiones de este mito -¿prehispánico o colonial?- resuenan en diversos puntos del universo andino. En algunos casos, el amante profana la tumba de la joven y hace una quena con su tibia. Luego, la toca hasta morir de tristeza.
También forma parte la quena del arsenal elegíaco andino. En su prólogo a un cuaderno de versos dedicados al pensador y revolucionario peruano José Carlos Mariátegui, Pablo Neruda -el autor de Residencia en la tierra, las Odas elementales y el Canto general- lo confirmó así.
«Los poetas seguirán cantando su partida (la de Mariátegui), sus obras, su cristalina contribución. Aquí sólo hay unas hoces que levantan cantando el cereal que nos legara. Aquí sólo hay algunas notas de quena, de lira, de guitarra, que lo llaman aún. Él desde su ausencia acude, acude siempre. Porque está vivo», aseguró Neruda.
El telúrico cantor y poeta que fue Atahualpa Yupanqui supo entonar a su vez la celebración de otro «caminito» de amor: «Caminito del indio:/ Sendero colla/ Sembrao de piedras./ Caminito del indio/ Que junta el valle con las estrellas./ Caminito que anduvo/ De sur a norte/ Mi raza vieja;/(…) En la noche serrana/ Llora la quena su honda nostalgia/ Y el caminito sabe/ Quién es la chola,/ Que el indio llama».
No hay imagen de las soledades andinas que no evoque el lamento de una quena. Y viceversa. Sentado sobre guijarros, entre las yerbas ralas que peina el viento, el indio de poncho y sombrero se saca del pecho una melodía que solo escuchan él y su muda llama. Detrás están las heladas cimas, grises, sordas.
La quena es eso que golpea contra la piedra y el tiempo, como los versos de Vallejo.
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