La ordalía (en la actual versión»popular» o facciosa) repuesta como institución jurídica
Por Francisco Tomás González Cabañas
Francisco Tomás y Valiente teórico y jurista español (presidió el tribunal constitucional), definía las dinámicas de las ordalías de la siguiente manera: «invocaban e interpretaban el juicio de la divinidad a través de mecanismos ritualizados y sensibles, de cuyo resultado se infería la inocencia o la culpabilidad del acusado» de allí surge la infame expresión, romantizada en nuestra actualidad de «poner las manos en el fuego». También conocidos como los juicios de Dios, no era más que la forma más burda e irracional que en tal entonces encontró la autoridad instituida para legitimar sus acciones punitivas en pos de mantener o lograr una supuesta armonía social o pretensión de justicia. Paradójicamente el catedrático citado, murió en su despacho universitario, ultimado por los disparos de un integrante de la banda terrorista Euskadi Ta Askatasuna (ETA), quiénes, replicaban la lógica de las ordalías de imponer acciones violentas, supuestamente legítimas por una narrativa finalmente sustentada en la iracundia de la fuerza o del ipso facto. Sí bien vamos camino al lustro de la disolución de la organización delictiva, la conjetura que planteamos es que la institución jurídica por estos, como por todos los que creen en la violencia como concepto y método, de la ordalía, sigue vigente de una manera reformulada o reversionada.
De un tiempo a esta parte (advenimiento y consolidación de lo democrático) en el entendimiento colectivo la otrora autoridad superior de Dios o de una deidad, fue reemplazada por el suprematismo del pueblo, de las masas o las mayorías. Observemos como desde siglos atrás el acontecer filosófico lo establecía en letra: “La justicia es el gobierno del pueblo, el cual es la individualidad presente a sí de la esencia universal y la voluntad propia y autoconsciente de todos. Pero la justicia que le devuelve el equilibrio a lo que universal que sobrepuja al individuo singular es, en la misma medida, el espíritu simple de aquel que ha padecido la injusticia-no se descompone en el que ha padecido y en alguna esencia que esté más allá; aquél es, él mismo, el orden subterráneo, y es su Erinia la que urde la venganza; pues su individualidad, su sangre, sigue viviendo en la casa; su sustancia tiene una realidad efectiva duradera. La injusticia que pueda hacérsela al individuo singular en el reino de la eticidad es solamente esto; que a él le ocurra pura y simplemente algo”. (Hegel, G. “Fenomenología del espíritu”. Pág. 299. Editorial Gredos. Madrid.2010).
El hacedor teórico de la actual concepción de nuestros estados de derecho, refiere con claridad meridiana que en la singularidad la víctima, puede anhelar o pretender una venganza, instada por la furia o la Erinia, antes que le corresponda lo cada cuál, a expresión del jurista romano Ulpiano en su definición de lo justo. Aquí en definitiva se encuentra el contrapunto, dado que no deja de ser el sistema «republicano» una ordalía temerariamente disfrazada o travestida. Afirmamos esto último dado que, en lo cotidiano, en el plano de lo real, o de lo que excede el ámbito del tribunal o del judicial como poder, la ciudadanía ha decidido ajusticiar el concepto de lo justo en sí como ideal o ulterioridad platónica, dado que lo cree y lo siente como el patrimonio, de seres angelados, de semidioses griegos, los jueces, que, bajo la discreción, fallan, sin tener reparos, siquiera en esa supuesta ley que los ordena, con privilegios antediluvianos y con métodos de selección o remoción de los mismos pre o anti democráticos.
Aceleracionismo de lo técnico mediante, luego del fenómeno pandémico que profundizó el anclaje de la subjetividad en la sujeción de las redes de lo virtual, la pretensión de lo justo es en el mejor de los casos un galimatías. Se persigue, ante la ofensa o el daño, que a esa otredad victimaria le ocurra algo, independientemente sí es ecuánime o incluso redituable para la víctima misma. Las desnortadas experiencias resignificadas de los escraches, de la lucha por categorizar a nivel nominal o semántico para luego desandar la práctica de la cancelación o la nueva forma de censura previa, no hacen más que reconfirmar, temerariamente, la tesitura planteada.
Una vez sentenciado al otro victimario, del cuál nunca nos ha importado que pertenezca o siga perteneciendo a una noción de lo común o de lo colectivo, adjuntamos en la narrativa que el señalamiento y la posterior sanción que le impongamos tiene el sagrado baño de las mayorías, como nueva deidad que legitima las discrecionalidades más aberrantes que puedan anidar en nuestra subjetividad.
Precisa esta noción vacua, de ciudadanía devenida en horda, una exaltación del individualismo escondido en una falseada versión de la libertad cómo aquello por lo que se tiene el derecho de hacer lo que a uno le plazca, cómo si uno en su condición de existente arriba a estas tierras sin otros precedentes y que partirá de aquí sin los que continúen o sucedan.
La ordalía subyacente o simbólica, reina en nuestras concepciones más cabales cómo cotidianas de lo que otrora significaba lo justo.
Antes nos pedían que pusiéramos las manos en el fuego, dado que en el imposible caso de no sacarlas quemadas, tendríamos el perdón de dios. En la actualidad las ponemos a sabiendas que por lo que seamos juzgados y por tanto penalizados, las prioridades de las mayorías invocadas, tuteladas y supuestamente representadas, seguirán allí, cursando en forma omisa y ominosa el derrotero de lo indiferente, de tanta marginalidad, pobreza y segregación que en su diáspora y desesperación no tiene otra forma que expresar su redención o ira mediante la imposición violenta de los apremios e injusticias de las que son pasibles en nombre de categorías políticas insustanciales.
Tal vez pensar la conflictividad es decir hacer algo más que la mera categorización o señalamiento, pueda ser un camino de fuga ante lo hierático y hermético en que devenimos en lo humano y nuestras formas nocivas de manifestarnos.
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