Erase una vez en Palestina
Por Sergio Berrocal *
Málaga (PL) Cuando Soraya (Suheir Hammad, poetisa y actriz) aterriza en un aeropuerto israelí, como Alicia sin maravillas, un tsunami de imbecilidad empujado por un tifón de maldad, uno más, acaba de arrasar todo Oriente Medio. Cada cual, musulmán o cristiano, judío o lo que sea, se arregla como puede con este acoso de incivilidad que afecta incluso a los menores y a las mujeres encinta.
Soraya ha nacido y se ha criado en Brooklyn, Nueva York, pero el recuerdo de sus abuelos la hace tan palestina que los agentes de seguridad del aeropuerto dudan de su pasaporte yanqui. «Abra las piernas» dice el agente número uno, a lo que la agente número dos replica con «Quítese el jersey», mientras los dos entonan el refrán: «Todo esto es por su bien».
Lo único que Soraya quiere es llegar a Naplusa, en Palestina, para ver lo que ya dejaron de ver sus antepasados. Como puede, sin visado, pero con infinita cabezonería, consigue su objetivo y sin pensárselo dos veces se planta ante la dirección de un viejo y respetable banco local. «Vengo a saldar la cuenta de mi abuelo, que cerró en 1948».
Toda la vida de estos palestinos, los de pasaporte norteamericano y los demás, tienen ese año como fecha de caducidad de sus vidas. Fue cuando todo cambió, cuando todo se trastocó. Se proclamó el Estado de Israel y a los habitantes de siempre de aquellas tierras no les quedó más que la resignación.
El banquero, un viejo sinvergüenza por mucho que presuma de ser palestino, está impresionado por la belleza combativa de aquella chiquilla que le arrincona. Finalmente, el patriota del dólar ganará, como ganan siempre los banqueros, ya sea en Ramallah o en Nueva York, y Soraya sale a la calle vencida y asqueada.
Con dos amigos que ha hecho a lo largo de sus divagares sonríe: ha decidido atracar el banco de su abuelo para recuperar su dinero hasta el último centavo y sin olvidar los intereses. Lo consigue y fuerza la suerte hasta atravesar los controles israelíes entre Palestina e Israel y con sus amigos llega a Jerusalén. Atrás han dejado la ignominia, la perpetua y milimétrica violación de todos los derechos humanos. Un palestino es un terrorista mientras no se demuestre lo contrario. En un control de carretera hay que quitarse la camiseta y desde muy lejos llega la orden de echarse abajo los pantalones. Tristes métodos de otros tiempos malditos. Pero ya no estamos en 1940. Andamos por los años 2000. Es como si el calendario del horror se hubiese atascado.
He salido de esta película (Mih Hadha Al-Bair, La sal de este mar, Anne Marie Jacier, 2008) con ganas de tomar un billete para Palestina, perdón para Israel, que el otro tramo ya es cosa de suerte. Pero incluso en las acciones más tontamente concebidas, como enamorarse, puede faltar ese incentivo supremo que se llama valor. Ni cuando los indios cortaban las cabelleras a los soldados de John Ford tuve nunca arrestos para saltar a la pantalla.
Es una película medianita, nada de Oscars u otros cachivaches, pero tiene el calor de existir por deficiente que sea cuando Palestino es una palabra que ya casi no figura en los diccionarios, a menos que sea como sinónimo de terrorista o de infeliz.
Hace unos años, no sé cuantos pero suficientes para reconocer mi imbecilidad congénita e irremediable, pero fue en 2004, publiqué una novelita rosa titulada «Palestina, amor mío» dedicada pomposamente «A todas las mujeres palestinas y a todas las mujeres israelíes que quisieran poder hacer el amor sin tener que hacer la guerra». Mi propósito, como el de Soraya, era asaltar un banco, en esta oportunidad el banco de la indiferencia.
Me dije que con mi historia sobre una palestina millonaria que se enamora de un israelí puro y duro podría abrir la puerta a una reflexión de la gente llana y sin prejuicios culturales que lee una novela de amor. La mandé a alguna Autoridad palestina y también a alguna Autoridad israelí. Y cuando la presenté en este pueblo del fin del mundo andaluz frente a Africa, los políticos locales de toda tendencia me parecieron entusiasmados con mi idea de reunir en esta playa del fin de Europa mesas redondas en plan de feria desenfadada a las que asistirían judíos y palestinos, abundantes en España. Ya han pasado nueve años y todavía sigo esperando que podamos reemplazar por una vez en la vida la sempiterna feria de gritos y borracheras, una de las que se celebran aquí, para dedicarla al problema de Oriente Medio.
Ya a estas alturas creo que Soraya podrá continuar asaltando bancos en busca de los ahorros de su abuelo y que sus compatriotas seguirán siendo aplastados por el tsunami de imbecilidad que azota a las costas mediterráneas. Yo seguiré soñando con que mi Palestina de 98 modestas páginas hasta que el banquero de Ramalah comprenda que Soraya no es ninguna compinche de Bonnie and Clyde sino una muchacha que no quiere que se apaguen sus sueños.
En este mundo mío con siete kilómetros de playa poblados durante los meses veraniegos por decenas de miles de europeos del norte que no piensan más que en el sol, cuanto más despiadado mejor, ya no me creo que un día pudieses ver en nuestro cine solo aptos para horrores made in Hollywood este trozo de mi película «Palestina, amor mío»:
Patricia: Voy a tener un niño. Será el hijo de un judío sefardí y de una guerrillera palestina. Espero que nuestros amigos de Jerusalén y de Gaza no se enteren… Inch Allah! .
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