LOS AVATARES DEL PERIODO ESPECIAL – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL

En los últimos meses Manuel Gómez ha sorprendido en varias ocasiones a Manuel Gómez hablando en voz alta consigo mismo.
-Evidentemente alguien me quiere joder y yo tengo que saber quién es ese alguien. Tengo que reflexionar, sin apasionamientos. Tengo que identificar al HP. Por la información que maneja tiene que haber estado en la escuela cuando el asunto de la presa. En ese caso están Emilio, Javier y Arencibia, tres de los candidatos que están en la lista que hice desde el primer día.
Manuel se machaca la cabeza. No logra esquivar el tema.
– Alguien pretende joderme. Ese alguien debe tener al menos una razón. O a lo mejor se trata de alguienes. Tengo mis dudas sobre Emilio, pero no parece ser el hombre. Se siente bien como mi segundo, no lo he notado desesperado por escalar; además, él sabe que me voy y que finalmente lo nombrarán. No, no tiene sentido. Emilio no es un buen candidato, habrá que desecharlo.
Javier, puede ser. Pero es difícil aceptar que sea el autor de una maraña tan burda. No es un tipo confiable, ni mucho menos, pero tampoco es un HP consumado. Por otra parte, qué gana Javier con exponer a uno de sus cuadros. Si aceptó mi liberación lo lógico sería desarrollar el proceso sin traumas. Aunque aprobamos la auditoria, la sucursal no está precisamente en un buen momento. Él lo sabe. Sabe que sacar trapos sucios a uno de sus cuadros no es la mejor manera de conservar la imagen de la compañía. Quizás el cabrón de Javier esté actuando, si no limpiamente, al menos sin trampas. De todos modos no lo puedo desechar.
Si la acusación la plantea alguien de abajo es más difícil aun tratar de identificar al tipo, pero al mismo tiempo es una acusación menos peligrosa porque viene de alguien que no tiene poder. No logro corporizar al HP. Puede tratarse de algún hipócrita armado de la suficiente paciencia para recordar los tiempos en que mis intervenciones producían ronchas. ¿A quién pude lastimar tan hondo? ¿A quién le habré cortado el paso sin proponérmelo?
Si elimino a Javier y a Emilio, me queda Arencibia
Arencibia es a primera vista el gran sospechoso. Cómo lo machuqué públicamente, cómo le bajé los humos a su vanidad… Definitivamente, no hay mejor candidato. Si a su vanidad herida le sumo su capacidad para enredar las cosas más sencillas, tengo al candidato número uno. Hay un detalle en su favor, él no tenía acceso a los documentos de la dirección. Sabrá Dios como se las agenció para conseguir las cifras. Hay que admitir que el muy cabrón es inteligente.
¡Qué pretende el cabrón intelectualoide! ¿Demostrar que convivo con una culpa que se está poniendo vieja?… ¿Habrá una conspiración entre Javier y Arencibia? No lo creo: el gerente no puede ser tan torpe ni actuar de manera tan burda. Javier sabe que al final yo voy a averiguar quién envió el papel; sabe que si es Arencibia, lo puedo pulverizar. No, Javier no correría ese riesgo.
Necesito ordenar las ideas, diseñar una estrategia… Hablando de estrategia, ahora el asunto me parece más claro. Así que Arencibia y su grupo pretenden hacer un diagnóstico de Palmeras y elaborar un plan de comunicación. ¡Su madre! Él sabe que mi presencia en la compañía es un obstáculo y que puedo descontinuarlo. Por cierto, yo debería haber ayudado a que la compañía tuviera un plan coherente. Tengo esa deuda. Podría haber creado un equipo para hacer una investigación seria con propuestas de mejoras comunicativas viables. Pero así es la vida, en casa del herrero, estrategia de palo.
Así que el intruso pretende ganar méritos a costa de nuestra ingenuidad. No sé cómo se atreve. Él sabe que yo soy la persona indicada para descalificarlo y mandarlo con su música a otra parte. Las cosas empiezan a aclarase: ni Arencibia, ni Emilio, ni Javier me van a joder. Hay pelea que dar Manuel, hay pelea.
Da un paseíto por la oficina, observa el teléfono descolgado, se da un manotazo en la frente.
-¡Ah, ya sabía que me faltaba alguien! Claro, el señor Alexis. ¡Cómo me lo quité de arriba porque su método de inventar problemas para luego resolverlos él mismo constantemente me creaba dificultades!… Pero no, actualmente Alexis no tiene nada que ver con Palmeras, ni siquiera está en el turismo. Además es un tipo que le gusta pelear contra los débiles, con los de su peso no se atreve.
Tengo que concentrarme en el intelectualoide . Por aquí está la ficha técnica que construyó el otro Manuel. Yo aporté los datos y el la redactó.

ARENCIBIA. Ficha técnica.
“Quizás cuando depositaba sobre la taza del baño las nalguitas que se puso a los cinco años de su edad, se demoraba lo suficiente para realizar sus primeras lecturas de filosofía. Probablemente fue a los siete cuando descubrió las propiedades de la salsa mayonesa o mejor mahonesa, sin sonrojarse al conocer los pormenores de su ascendencia bélica. Tal vez fue a los ocho cuando comenzó los estudios de griego.
Sobre su desarrollo acelerado no hay noticias confiables hasta su debut triunfal como profesor universitario. Se sabe que en aquel espacio fértil el aprendiz de sabio atravesó por un proceso de semantización; allí nació su filiación greimasiana; allí se revelaron sus amplias perspectivas. Si desarrolla sus métodos de dirección, dice la decana, llegará a jefe de departamento; si cultiva sus habilidades, dice el jefe de departamento, llegará a profesor principal; si persiste en su labor, dice la profesora principal, se convertirá en un reputado investigador.
Nada, que el hombre tiene alas. Quizás por ello los malintencionados – su presencia es inevitable- murmuran. Dicen que le basta el tercer trago para mostrar las plumas. Pero, en este asunto, como en casi todos los vinculados con Arencibia, no hay consenso. Hay quienes afirman que es después de la quinta copa cuando le salen del alma tiernas plumitas blancas, rosadas, amarillas, tornasoladas y revoltosas. Eso dicen, y dicen más.
Arencibia desposó a una poetisa natural. Si usted los viera, mancornados. Amelia concibió su primer verso a los tres años, su primer poema a los cinco y su primer libro a los nueve. Y no solo lo concibió sino que lo publicó, cuando tenía veinte tres años, claro. Y si no hubiese sido por la escasez de recursos, las limitaciones de espacio, la parcialidad de los jurados machistas y otras infaltables postergaciones, varios de sus textos estarían hoy empolvándose en los estantes. Si no hubiese sido por las incomprensiones de rigor, nuestra poetisa fuera la presidenta de alguna organización feminista o en su defecto de una nueva fundada por ella misma para evitar elipsis sociales.
En los últimos tiempos la preocupación existencial de Amelia se ha limitado a extender la elegancia de su cuerpo a su ancho universo poético. Dicen que es partidaria de las noches de luna llena y que es durante este período cuando su exquisito desarrollo filosófico la induce a trastrocar su habitual hacer de hembra y que es entonces cuando le suceden cosas de las cuales prefiero no hablar por falta de pruebas.
El único problema de la pareja consiste en el exceso de sabiduría. Se casaron por contigüidad intelectual. Se entienden perfectamente en público y en privado. La compenetración ha invadido el terreno de lo somático: al esposo el hábito de la inteligencia le ha producido una leve protuberancia en la zona posterior de la cabeza, manifestación externa de la presencia de un vasto proceso de intelectualización; a su amada la práctica contumaz de la poesía le produjo una funcional ampliación de la nariz, requerimiento indispensable para adecuar las proporciones del órgano a la jerarquía de sus poéticos suspiros.
La interrelación dialéctica entre Amelia y Arencibia sugiere extremos que ni los más optimistas pueden explicar. Así, a los dieciocho años, desandando caminos diferentes, llegaron a conclusiones análogas. Aun no se conocían ni conocían bien a Marx. Sin embargo, tras detenidas meditaciones descubrieron que la dialéctica de Hegel permanecía en una sospechosa posición corporal. Trabajaron sin descanso hasta realizar las correcciones pertinentes.
Cuando se conocieron, por estrategia del destino, su primera conversación resultó un encendido debate que devino en anémica porfía al comprender lo evidente: compartían los mismos criterios, se alimentaban de los mismos presupuestos teóricos metodológicos. Decidieron laborar unidos para construir su teoría a dos inteligencias. En eso andaban cuando un compañero cercano los conminó a reparar en un detalle: lo que ellos habían descubierto confirmaba en todas sus partes lo dicho por Marx, dato que podían corroborar con facilidad pues bastaba consultar cualquiera de los manuales rusos existentes, porque la diferencia entre un manual y otro reside en el nombre del autor. A partir de ese instante experimentaron una hostilidad hacia Marx solo comparable en intensidad al amor que sentían por ellos mismos. El momento culminante de esa aversión fue cuando decidieron subrepticiamente devorar los textos del filósofo alemán. Una tarde, revelada la mutua infidelidad, se miraron a los ojos, se encerraron en su habitación y leyeron sin descanso durante cuatro días, al quinto sonrieron aliviados: habían concluido El capital.
Pero, su aniversario fatal se articula con los veinticinco años. Una noche, concluida la lectura de Sociología de hoy, de Maville (Ella), del Tratado de diagnóstico clínico de las enfermedades internas de los animales domésticos, de Marek y Mocsy (El) y de Marketing today, de Kotler, Mc Dougall y Armstrong (otra vez él); cada uno expuso al otro un resumen del texto asignado según la división del trabajo. Emitieron sus opiniones habituales, sus necesarias consideraciones y se dispusieron a tomar un merecido receso cuando descubrieron alarmados que no les faltaba nada por leer salvo algunos periódicos de provincias, las novelas de Miguel Hernández, la Oda a la jinetera, de Candido Fabré y las Poesías Completas, de Juan Rulfo.
Su mundo se vino abajo. Esa noche fueron perfectamente infelices. Se aferraron al último texto virgen de que tenían noticia La narratología hoy. Lo degustaron a cuatro ojos acordando solo breves treguas para suspirar. Concluida la lectura soslayaron el acostumbrado intercambio y se retiraron al aposento para hacer el amor levemente en el contexto de su tristeza. Comprendieron que habían recibido un golpe irreparable. Sin embargo, y aunque eran inteligentes, obviaron una paradoja esencial: la trampa de la lectura solidificó su amor como pareja.
Por supuesto, entre los cónyuges había desavenencias, de lo contrario jamás habrían sido felices. Así, el sentido musical de Amelia se articulaba con la poesía, mientras que el de Arencibia se emparentaba con el ensayo. Y esa diferencia creaba roces. Se sabe, por ejemplo, que fue la capacidad rítmica de la poetisa el factor que la condujo, en un arrebato de cólera internacional, a elaborar una versión culturizada de La guaracha del Macho Camacho, la vida es una cosa fenomenal; recreación que no constituía ni menosprecio ni masaprecio de lo popular, como declaraba un crítico de ideas chamuscantes, sino una prueba de la incompatibilidad temática entre los amantes.
Amelia: ¡Qué capacidad para relacionar la creación musical con el azar! Un mal día escucha en la radio aquello de “me muerdo los labios para no llamarrrte “, y ahí mismo le entra el enojo; se pregunta, enfadada, quién ha osado componer esa canción previamente pensada por ella, quién le ha plagiado la intención; mira que me encolerizo y reclamo derecho de autoría, mira que me encabrono y reclamo patente de imaginación. Amelia, ¡qué mujercita!… Me olvidaba de Arencibia.
En el mismo instante en que Amelia le da por la originalidad poética, a su esposo le entra la novedad narrativa y concibe un amago de novela donde el protagonista, un religioso tan modesto como original, pretende sustituir a los pecadores de la tierra. Pero el genial Arencibia descubre, con inmenso dolor, que otros se le anticiparon y abandona el proyecto. Lee una obra de teatro de Brene y sufre una crisis. La crisis se agrava al leer a Salarrué y luego al hojear ciertos textos de la literatura hebrea. Razona científicamente: por este camino tendré que escudriñar hasta el infinito, hasta los papiros, y no vale la pena: en un mundo donde hay tanta gente desorientada, que no precisa de novelas sino de ensayos, mi papel reside en poner a circular nuevas ideas. Y este pensamiento le sirve de consuelo.
Arencibia: ¡Qué tipo para las presentaciones! Cuando convencí a Manuel para que lo llevara para la escuela, éste lo presentó al Consejo donde yo, como en otras ocasiones, estaba invitado. Si lo hubieran oído. “Tengo como objetivo nodal elevar la calidad del proceso de enseñanza y la cultura en este centro”, eso dijo, e inmediatamente nos endilgó su currículo familiar.
Nos explicó que durante la administración de uno de los últimos capitanes generales, su bisabuelo encabezó una expedición de hombres testarudos empeñados en hallar una ruta para salir al mar.
Nos contó que su abuelo tuvo a unos centímetros de variar el curso de la historia al diseñar un proyecto para adelantar la fecha de inicio de la Primera Guerra Mundial, solo que los envidiosos de siempre…
Nos informó que su padre, uno de los protagonistas del alzamiento del 13 de mayo y una de las primeras víctimas de la represión oficial, resultó condenado a quince años de cárcel, tiempo durante el cual mantuvo una actitud ejemplar a prueba de literatura, pues leyó todas las novelas románticas escritas en Latinoamérica e incluso se dio el lujo suicida de releer algunas.
Yo, aclaró, cumplo modestamente con mi deber; mi edad y mi época solo me han permitido ser uno más. Mi aporte se articula con la ciencia de la palabra; tengo conciencia de la magnitud de mi tarea y ánimo para ejecutarla. A eso he venido, a contribuir.
No lo matamos porque somos buenos, y porque lo necesitábamos. Terminada la presentación hizo una mezcla de confesión y solicitud.
-No exijo nada, salvo: condiciones adecuadas de trabajo; libertad para expresar mi pensamiento y algunas condiciones materiales para mí y para mi esposa. Amelia es una mujer a quien le agrada compartir ideas, alimentar la imaginación, dormir en un lecho confortable y despertar a salvo de las incongruencias para acometer su hacer literario sin entropías. Es una poetisa que tiene una clara noción de su relevancia y de su carácter contradictorio expresado, por ejemplo, en su postura ante el mar a quien ama y odia con la misma intensidad, pues confía en él en la misma medida en que de él recela.

Por lo menos la última apreciación era correcta: a la dulce Amelia el mar la atrae y la atemoriza simultáneamente; así son los poetas de contradictorios. Quizás por ese motivo voló con gusto por encima del mar y se fue a México; pero aún no ha regresado, seguramente por temor a cruzar otra vez sobre las aguas veleidosas del Caribe.
Mi amigo Manuel apunta en sus notas:
“Arencibia: puedo revivir limpiamente nuestro primer encontronazo en la escuela. Te reproché una deducción oscura. Respondiste con una andanada de citas. Trepaste a un estante. Perturbaste el sueño de una revista Semiosis donada por la Universidad Veracruzana y me leíste íntegro y sin bajarte de la escalera, el número 21. Fue la primera vez que pensé en asesinarte”.
Y agrega: “En la escuela descubriste que tu ideal reprimido era la gastronomía: paladear y servir la salsa semiótica te enloqueció. No la describo por respeto a los gastronómicos.”
Manuel interrumpe la lectura, tira en una gaveta del buró lo que le falta por leer de la ficha y toma una decisión.

El todavía administrador de Cremina pasa por el departamento de Comunicación Social, saluda a unos estudiantes, pregunta por el objetivo y continúa hasta el fondo donde hay algo semejante a una biblioteca. Y allí mismo lo sorprende in fraganti, con la mano en la masa, es decir, en las palabras. Arencibia – la mirada catando mundos-, toma un pedacito de esperanza gris para colocarlo en el rompecabezas de las actitudes; pero, titubea, se detiene en la segunda fase de su erección corporal de modo que no está ni de pie ni sentado.
-Se puede saber cómo puedes sostener esa postura digna de una perdularia arrepentida.
– Con una simple dosis de imaginación, director. Buenos días.
– Ya no soy director, y me alegro. Prefiero que me llames Manuel.
-Muy bien, Manuel; pero usted sigue siendo director, ahora de Cremina, si no me informaron mal.
-Tú sabes bien que yo soy director o administrador o gerente de Cremina, como te cuadre. Pero eso no importa ahora. Se puede saber, además de perder el tiempo, a qué te dedicas.
– Organizo el laberinto de la historia.
-¡Qué barbaridad! Bien, antes de que ordenes el desorden mundial, vamos a lo que vine; aunque seguro tu sabia inteligencia lo deduce.
-Su presencia en el departamento es un honor para mí, pero carezco de la más mínima idea de la naturaleza de sus propósitos.
-Escúchame con atención, pon tus oídos burocráticos a mi servicio.

Arencibia pone cara de persona dispuesta a escuchar cualquier cosa o la opuesta y Manuel aprovecha para ensayar su metodología persuasiva. Confiesa que hace tiempo debió cumplir con el deber de ratificar algunas verdades para evitar carencias a la posteridad. Promete ser claro para escapar de los rollos interpretativos a los cuales tú y tu literatura son tan proclives, eso te dice Manuel, y cuando intentas protestar el administrador hace un gesto feo, muy feo y te ordena silencio.
Te recuerda que fue él quien te sacó del Alto Ancestro Docente en el peor momento del período especial cuando se te ocurrió casarte con Amelia. Asegura que ustedes estaban asfixiados y él se los llevó para la escuela para que durmieran con el estómago tranquilo.
Reconoce que al principio lo hicieron bien. Cumplieron su papel: ayudar a desarrollar la cultura en una escuela técnica. Pero, pronto comenzaron los excesos. Afirma que querían que los cocineros en vez de aprender a elaborar salsas, elaboraran sonetos sobre el arte culinario y que los dependientes en vez de aprender a correr con una bandeja, aprendieran a hacer malabares en el arte de la dramaturgia. Gracias que no se les ocurrió enseñarle semiótica a los cuadros o mejor, que no le dimos tiempo, porque en eso andaban cuando los desaparecí: yo que los llevé, tuve que liquidarlos, asevera, y agrega, hasta me busqué un problema con el otro Manuel, el hermano, quien me recomendó que los contratara.
Tú le señalas que esa actitud es paradójica:
-Usted fue profesor, escritor, investiga y escribe. A propósito, he visto un libro suyo reciente, lo he visto en algún sitio.
-Menos mal que no lo has leído. Pero eso no importa mucho. No confundas las cosas, hijo mío: una cosa es escribir y otra ser escritor…
En una escuela técnica lo primero que se aprende es la técnica. Yo trataba de formar técnicos medios y ustedes querían graduar medio técnicos… Voy al grano. ¿Por dónde íbamos?
-Por la literatura.

Manuel insiste en que escuches, ya te dará la oportunidad de defenderte. Dice que antes que viajes al extranjero, tienes que aclararle un asunto. Afirma que tú sabes de qué se trata. Asegura que si vuelves o te quedas, eso a él lo tiene sin cuidado, pues su teoría consiste en apoyar a la gente para que viajen con la esperanza de que se queden y se callen, con lo cual le harían un favor a la canasta básica. Solo que viajan, y como no entienden de geografía, se quedan e inmediatamente empiezan a hablar boberías.
-Respóndeme. ¿Por qué carajo escribiste ese papel donde me acusas de malversación o algo así? ¿Por qué me acusas valiéndote de un texto escrito y no te presentas a dar tu criterio: es que no puedes dejar de ser cobarde? ¿De dónde sacaste esos datos mierderos? ¿Quién te los facilitó? ¡Habla rápido y claro!
-Director, veo que usted afronta un problema delicado. Si está en mis modestas manos auxiliarlo, cuente con mi ayuda; pero…
-Así que ayuda. ¡Mira hijo de..!
-Director, por favor.
-Director leña. Ayuda; ¡primero me parto el alma! ¡Cállate y escucha bien! Tengo pruebas de tu participación en este enredo. Solo me interesa saber el por qué. Ah, y ¿quién te dio cuerda?, porque tú solo no te hubieras atrevido. Así que habla de una vez.
-Por favor, no puedo arriesgar ningún juicio. Carezco de los elementos indispensables para intentar cualquier interpretación.
-Eso quiere decir que no reconoces ser el autor del papelito difamatorio.
-Quiere decir que me entero de la existencia del anónimo por la limitada información que usted me brinda, salpicada de injustas recriminaciones.
-Y ¿cómo tú sabes que el papel es anónimo?
-Lo intuyo…No obstante, quisiera sugerirle…
-Sugerencia leña. ¡Aquí el único que sugiere soy yo! Por eso te sugiero que te calles, que respondas mis preguntas con exactitud, que digas solo lo indispensable y que hables alto y claro, cla-ro.
-Bien, director: tengo excelentes oídos.
-Lo sé: eres capaz de oírte a ti mismo durante horas. Desde luego que no te creo. Tú eres un excelente intelectualoide, un especialista en maquillar la verdad, tú y los tuyos han hecho de la hipocresía una virtud adicional: el traje de la doble moral les queda corto.
-Director, reitero mi absoluto desconocimiento respecto al hecho que usted me imputa. Tengo bien definidas mis parcelas intelectuales. Las restantes esferas no me conciernen, están distantes de mis presunciones profesionales y de mis expectativas humanas.
-Querido Arencibia, todo el mundo sabe que tú tienes una gran capacidad para meterte en lo que no te importa, para enjuiciar las cosas más disímiles, aún aquellas de las que no sabes nada. No entiendo como no has organizado un congreso para resolver desde la semiótica los problemas de la producción de alimentos.
-Es una idea tentadora. Pero insisto: no tengo nada que ver con el papel al cual usted alude con insistencia, lo juro solemnemente, me considero una persona digna.
-Si lo juras, aportas un elemento más en tu contra… Veo que estoy perdiendo el tiempo contigo: a ti la crítica te resbala, pero no te entra. Es cierto, eres una persona digna: digna de desconfianza.

Y cuando llevan casi media hora de un debate en el cual mientras la conversación avanza el diálogo retrocede, Manuel organiza su diatriba y como si fuera poco declara que aprovechará tu franqueza, para dar su opinión sobre tu pretendido magisterio teórico, el tuyo, Arencibia.
Comienza por poner en duda el nivel de actualización que, según él, tú mismo te atribuyes. Acepta que eres un lector acucioso, pero duda sobre tu capacidad para digerir tanta información. De lo que si tiene constancia, asegura, es de tus habilidades para tomar de allá, de acá y sobre todo de más allá. Para la gente como tú, sostiene, los otros opinan, ustedes saben: son un ejemplo de democracia científica.
Y como si no bastara, te acusa de oscurecer voluntariamente el hacer científico de por si complicado, de pancomunicacionismo, de narcisismo teórico, de ponerle zancadillas a la reflexión, de formular estrategias azarosas como la que tú pretendes hacer en Palmeras, cosa que según él no permitirá porque no le sale de… y aquí pronuncia una frase fuerte, muy fuerte.
Te cansas de esperar tu turno. Intentas responder, pero ya es tarde para dialogar; solo es posible debatir.
-Probablemente mis impresiones sobre tu labor teórica no sean muy estimulantes; lo siento. Ahora escúchame bien. Voy a hacerte una recomendación. Cuando termines tu jornada diaria de lecturas, busca una botella de ron y tómatela. Si cuando estás sobrio tienes fama de entrometido y opinador; cuando tomas, tienes fama de fana. Afirman que cuando te das unos traguitos se te sale la valentía y dices cosas que sobrio jamás diría. Bien, esta noche tiene una buena oportunidad para ejercitar la valentía alcohólica; cuando la tengas a punto, dedícate a escribir. Pero ten mucho cuidado no vayas a confundir al destinatario. Elabora un nuevo documento y retráctate, no sería la primera vez. Para ti no es difícil, tú eres un poliedro y tienes experiencia en eso de abrirte de piernas.
-Manuel, no sea tozudo; le repito que no tengo nada que ver con ningún papel anónimo o firmado.
-De acuerdo, pero no te creo: te creeré cuando te tomes la botella. Si no consigues una muy digna, no te preocupes, sustituye el ron por algún licor alternativo, la literatura, por ejemplo. Si cuando tomas te entra la borrachera alcohólica, es lógico que cuando leas intensamente te entre la borrachera léxica. Y tal vez cuando esto te suceda aparezca la valentía. Y si como eres un lector tan asiduo no tienes nada que leer, pasa por mi oficina y pídele a la secretaria mi colección de las novelas latinoamericanas menos leídas de los últimos cien años. Como ves yo también recibo libros del extranjero.
Dos indicaciones finales: no quiero ni comentarios, ni aspavientos, ni tergiversaciones sobre lo que te he dicho.
-Comprendo su preocupación.
-No comprendas nada y escucha.

Manuel saca una agenda del año pasado, la abre y te indica:
-Analízate detenidamente. Piensa en el papelito, en tu memoria, en la dialéctica. Si esta vez por excepción eres sincero, no hay problemas. Pero, si como supongo estás ocultando algo, prepárate. Más temprano que tarde sabré la verdad. Y si estás implicado en este asunto ya sea como autor material o espiritual o como cualquier otra cosa, te aseguro que te vas a arrepentir por los siglos de los siglos. Y cuando todo se aclare, si tienes alguna relación con el maldito papel, te juro que te buscaré aunque te ocultes debajo de las piedras y te hallaré aunque tenga que viajar al extranjero y, cuando te encuentre, en el lugar que sea, te arrastraré públicamente para escarmiento de todos los arencibias de este mundo.

Y cuando Manuel desaparece tú, Arencibia, sonríes, busca tu libreta auxiliar donde anotas las cosas que después trasladas al diario y escribes un párrafo.
“Hoy ha sido un día útil, he descubierto que soy una persona importante y que el señor Manuel Gómez es un tipo tan sincero como imbécil”.

Fin de la Segunda Parte

Deja un comentario