LOS AVATARES DEL PERIODO ESPECIAL – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL

Manuel regresa a su casa. Entra, se percata de que hay un papelito tirado en el piso. Abre las persianas. Recorre el breve espacio del hogar. En la cocina toma un poco de agua; hace un calor ofensivo. Prende un cigarro. Retorna a la habitación, abre el portafolio, extrae unos papeles, desdobla el papelito, lo lee y queda situado otra vez entre la duda y la esperanza.

Si Yamelia estuviera aquí tal vez me podría ayudar a aclarar lo del anónimo. ¡ Siempre Yamelia! ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Con quién dormirá hoy?; porque es alérgica a la soledad.

Sí, quizás Yamelia puede ayudar. Cuando pienso en ella no sé con certeza si estoy en presente o en pasado. A pesar de tantos dolores, su presencia se revela en las cosas más simples, en los gestos, las palabras y los recuerdos, está en cada proyecto hermoso que concibo, en cada cuerpo cercano que acometo.

Manuel abandona con displicencia los papeles y se acomoda en la cama, frente a la mesa de trabajo. Tocan a la puerta. Manuel no contesta. El visitante insiste: es mejor abrir. El solicitante es un vecino. Necesita que lo lleven en el carro a tal lugar, a buscar unas cajas de cervezas, no hay problema, todo legal, y el chofer recibirá el estímulo correspondiente, en metálico. El anfitrión dice que no, que no puede. Pero, el vecino es testarudo y cariñoso, duplica la oferta: para que salgas bien, socio, no te me destiñas, anda. Por fin Manuel halla una solución.

-¡Compadre, estoy seco, como tú sabes la gasolina…

Decide atrincherarse, pasar a una segunda fase en sus vacaciones, a la fase clandestina. El estado mayor estará en la cocina-comedor-biblioteca donde hay una mesa que sirve para comer, para escribir y hasta para pensar. En vez de volver a la cama, enciende los ventiladores; el del cuarto es de la marca Super de luxe y tiene una placa que dice made in China; el de la cocina, también es de plástico, pero no tiene made ni dice nada; solo que a juzgar por su aspecto externo, debe haberlo producido el enemigo, y con saña. Por precaución alguien lo clavó a una mesita, porque el susodicho ventilador contrajo el mal hábito de caminar por toda la casa. Sin embargo, a pesar de la teoría de la relatividad y otras teorías, el ventilador funciona o para ser exactos, echa algo de aire.

Toma las llaves y un bolso. Cierra las persianas y la puerta. Sube al auto y se encamina al mercado. Tiene que dar varias vueltas porque hay algunas calles intransitables. Su barrio, como toda la ciudad, parece haber enloquecido. A la gente le ha dado por el cambio: mueven la tierra para instalar una enorme tubería para el agua; cambian las fachadas de los edificios, de la escuela y la carnicería; sustituyen los postes de la corriente; desbaratan y arman.

– Nos hemos vuelto locos, ya era hora, le dice Manuel a Manuel López y añade, si bien la resistencia al cambio es un fenómeno internacionalmente probado, entre nosotros el cambio suele ser contagioso.

En el mercado no hay muchas personas. Los vendedores gritan de lo lindo; hacen propuestas que van desde la agresividad al ruego; los compradores deambulan entre kioscos, observan los carteles con las ofertas y los precios; luego miran hacia las nubes.

El cliente elige sin convicción. Compra habichuelas, plátanos, col, tomates, una calabaza. Pasa de largo por el kiosco de las carnes. Sus bolsillos están cabizbajos: contrajeron la enfermedad de fin de mes. Toma el auto, lo deja en el parqueo y retorna a pie. Su cuadra está en una paz relativa. Entra casi subrepticiamente, cierra la puerta con llave. Pone el bolso sobre la mesa, al lado del papelito y vuelve a pensar en Yamelia: también la clandestinidad tiene sus riesgos.

Yamelia… a lo mejor esta cabrona me puede ayudar a saber quién rayos escribió el anónimo. ¿Cuál será el objetivo de su anunciada visita? Ya veremos, si es que la cabrona viene. ¿Con quién carajo se acostará esta noche?; porque no puede dormir sola. Si estuviera aquí diría: me siento muy sola y eso me daña. ¡No jodas putica con suerte! Lo que puede la lengua. En otros tiempos las mujeres que se acostaban con uno hoy y con otro mañana para volver a acostarse contigo, se denominaban de manera más sencilla y eufónica: putas.

Pero, con todo lo puta que seas, estás. Cuando paso por el hotel escuela donde te conocí , te recuerdo; si voy al parque donde solíamos charlar , si me voy al mar, te recuerdo; cuando entro a la oficina, te recuerdo y ahora, al observar los libros que pusiste sobre la cómoda, recuerdo que fuiste tú la de la idea. Tú concebiste la encuesta. Cada uno propuso treinta narradores. No sé por qué escogiste ese número. Localizaste quince libros, uno de cada autor seleccionado y los colocaste por orden alfabético para evitar que alguno de su nuestros favoritos fuese a enojarse y vinieran las consabidas reclamaciones y las ulteriores rectificaciones.

A veces- traviesa- te leías la página quince de cada uno de los libros escogidos. En ocasiones- para entrenarte- las remedabas y terminabas por escribir un libro de quince páginas. Ahí están los textos, mis testigos. Cuando termino de acariciar sus cuerpos los coloco en el lugar que tú les asignaste. Eres metódico, tienes manía organizativa; eso dirías si vieras como después de mis incursiones por sus páginas y sus rostros vuelven al lugar donde tú los situaste.

Los libros están ahí, como los acomodaste, en el orden que estableciste: Brailosvky, Britto García, Cabrera Infante, Carpentier, Delibes, Galeano, García Márquez, Lezama Lima, del Paso, Manuel Puig, José Revueltas, Rulfo, Saramago, Vargas Llosa, Guillermo Vidal.

Coincidimos en quince, pero enseguida discutimos. Me echaste en cara omitir a Doctorow, a Isabel Allende, a Bulgakov, a Barnet, a Borges, a Milán Kundera, a Mishima, a Lisandro Otero, a Kawuavata e incluso a Gunter Grass.

Yo reaccioné indignado y te amonesté por excluir a Soler Puig, a Norberto y Carlos Fuentes, a Marguerite Yourcenar, a Senel Paz, a Jesús Díaz, a Updike y a Faulkner. Y como tienes el mal hábito de querer ganar todas las discusiones, me acusaste de intentar sumar a Aida Bahr, por aguda; a Jorge Luís Hernández, por amigo y a Cofiño, por puro espíritu patriótico.

Como tantas veces que nos peleamos, nos reconciliamos y depusimos nuestras armas favoritas para la confrontación: tu capacidad de simulación y mi vocación por la ironía. La reconciliación fue tan grave que sentimos pena por los poetas y decidimos resarcirlos y los aceptamos, pero en su condición de narradores. De manera que incluimos en el listado a Benedetti, a Borges, a Roque Dalton, a Neruda, a Vallejo y a Lezama, que ya lo teníamos.

Pero, nuestro enfrentamiento estelar por culpa de la literatura fue el de la noche de la pata de la cama. Estábamos de visita en casa de tu hermana mayor y decidimos dormir allí, pero no conseguíamos encontrar el sueño y la cama no contribuía. De pronto, telepáticos como éramos, se nos ocurrió, al unísono y sin previo acuerdo entre las partes en vigilia, la misma idea: revisar las patas de la cama. Yo comencé a leer la pata izquierda, tú te encargaste de la derecha. Yo extraje Palinuro de México y la cama se ladeó peligrosamente; tú atrapaste el Diccionario de sinónimos y antónimos y la cama se estabilizó; pero, como la mayoría de las cosas de este mundo su equilibrio era precario.

Yo descubrí los Ensayos de Juan Montalvo (la cama volvió a ladearse) sonreí y te leí dos páginas completas; tú tomaste El cazador, de Raúl Luís (la cama logró cierta estabilidad) y me leíste, impávida, tres páginas. Localicé El mundo es ansí y te leí el título. Tú me leíste la solapa de Enigma para un domingo. Tu actitud me enfureció; busqué, removí, con tanta fortuna que encontré el Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, de Todorov y Ducrot (por poco la cama se cae). Te miré a los ojos y te leí tres conceptos. Tú, vengativa, acariciaste varios libros, tomaste uno sin carátula y, artera, me leíste siete poemas surrealistas. Fue la primera vez que estuve al borde de matarte. Continuamos la requisa hasta que no pudimos más y nos lanzamos al piso a hacer el amor.

Aquellos tiempos fueron hermosos. Yo disfrutaba de tu vulva agradecida; tú de mi pene afortunado. Todavía me place rememorar aquella etapa cuando fui a ti con el alma en cueros. Jamás me arrepentiré de mis vínculos con tu cintura sísmica, de mi gratitud por la nobleza de tus senos, de mi filiación por el movimiento de tus glúteos suspicaces, de mi aprecio por los estertores de tu vagina inquieta.

Sin embargo, la discusión más ácida, la que nos condujo al naufragio es asunto por aclarar. Por alguna razón peleábamos:

Me lanzaste una pregunta de dos caras; te mandé para un infinitivo.

Me acribillaste con un adjetivo en grado superlativo; te insinué un sustantivo eréctil y pluvioso.

Me obsequiaste una interjección; te respondí con una coordinada copulativa.

Negaste apoyándote en una subordinada adverbial; te devolví cuatro adjetivos infames.

Rebatiste a partir de las formas no personales del verbo; yo combiné una frase adversativa con un imperativo.

Me devolviste un chaparrón de palabras organizadas de forma tal que expresaban las estaciones del proceso de producción del sentido, de un saber-hacer manipulado que devino en un saber-joder.

Perdí la compostura y lo dije con todas sus letras: eres una gran pu-ta.

De manera que por mucho que nos esforcemos, no podremos desagraviarnos: fuimos excesivos para revelar nuestras traiciones.

En la mesa no caben ni un libro, ni un papel, ni un bolígrafo más. Manuel se sienta y trata de ordenar los objetos y las ideas. Debe trabajar, tiene una deuda con la maestría. Está agotado, pero tiene que producir. Ya hizo el diagnóstico de la situación problémica y el plan de acciones; le falta lo peor; la parte teórica. Puede copiar de tesis anteriores, pero se resiste. Le molesta escribir sobre temas que no lo convencen. Hace un calor de tres pares y el ventiladorcito sin marca esparce el aire caliente.

Estos cabrones la han cogido con la comunicación social, le dice Manuel López a Manuel. Ahora resulta que la comunicación es el nuevo bálsamo de Fierabrás, el analgésico universal.

En la parte teórica hay que citar. Estos cabrones son expertos en el asunto. Se la pasan citando a Kotler a Roberto, a Schein. Si se trata de la imagen y la identidad, no pueden faltar ni Villafañe, ni Costa. Los más nacionalistas citan a Irene Trelles, a Hilda Saladrigas o a Ángel Hernández. Menos mal que no se citan a sí mismos. Y si se trata de marketing, el marketing lo resuelve todo.

Esta gente me recuerda a un experto extranjero que conocí en un taller sobre calidad. El hombre nació en Perú, estudió en los Estados Unidos y trabaja en Japón. Le había dado la vuelta al mundo explicando cómo hacer empresas sin dinero y pretendía venir a la escuela. Le hablé del asunto a Manolo. Pero no se podía: había que pagar unos cuantos dólares. Eso quería el buen hombre, pero no pudo ser. Manolo me comentó que su visita no era necesaria porque nosotros teníamos alguna experiencia en el asunto, no en hacer empresas sin dinero, sino países, y como hemos hecho un país sin dinero, me dijo, no disponemos de dólares para pagarle. Eso le comenté al científico. Pero, al final, el hombre vino, y no le fue mal.

Para estos cabrones no hay problemas insolubles… La comunicación soluciona cualquier entuerto. Cuando hay problemas, acudir a las relaciones, ojo, a las relaciones públicas y no a los socios; o a la cultura organizacional, ojo, a la organizacional y no a la bachata. En todos los casos es preciso diseñar una estrategia comunicativa: la comunicación es el único instrumento para el cambio; una estrategia con fines estratégicos para potenciar el liderazgo, estimular el sentido de pertenencia, la motivación de los trabajadores y todas esas cosas bellas. Y nada de preocuparse por los viejos pilares: el capital, la organización, la producción y la administración no tienen ya valor estratégico, el valor estratégico lo tiene la comunicación. Si nos guiamos por estos comunicadores criollos tendremos algunos problemas con los recursos humanos. Habrá que reubicar a cuadros, especialistas y hasta los policías: a todos los sustituiremos por comunicadores.

Definitivamente Manuel no entiende la realidad; en venganza, la realidad no lo entiende a él. Se pone las manos en la cabeza, da unos pasos hacia el baño y la nostalgia lo tienta. En otros tiempos, piensa, con todos estos comunicadores hubiéramos organizado un contingente para librarnos de los que se lamentan de la falta de brazos en la agricultura.

Observa con aversión al ventiladorcito. Camina hacia el cuarto, toma el ventilador chino y lo coloca junto al otro, a quien ahora mira con cierta ternura. Retorna al lugar donde se cuecen las ideas y se aferra a un bolígrafo.

Nada, ciencia y paciencia y viva la metodología, dice. Hay que definir el problema. Veamos las categorías de la metodología dialéctico holistíca. Dicen que esto es lo último. Aquí se habla de las configuraciones, las dimensiones, los eslabones y la estructura de relaciones. Muy bien. “Las relaciones dialécticas entre las configuraciones muestran el movimiento del proceso y permiten prever el comportamiento del objeto de investigación y su transformación como expresión del objeto de la realidad objetiva. A partir del problema como tesis inicial de la investigación, el investigador delimita el objeto de la cultura en que se expresa la situación de la realidad objetiva que es configurada como objeto de investigación por el sujeto investigador”.

– ¡Mi madre! Si logro entender algo, me lleno de valor y escribo una ponencia; una ponencia para un evento internacional. A propósito de los eventos internacionales, recuerdo el último; era sobre comunicación comunicológica o que se yo qué. Allí estuvimos Rafael, Heriberto y yo. Los organizadores insistían en ponerle al taller el cartelito de internacional; yo miraba atentamente y nada, veía solo dos o tres extranjeros que no tenían ni siquiera cara de comunicadores. Yo miraba y me entraba la duda porque solo veía a comunicadores de provincias, incluidos los de la provincia Ciudad de la Habana. Al final comprendí: los organizadores tenían razón, en efecto se trataba de un congreso internacional donde estábamos presentes nosotros y los autores extranjeros citados en nuestras ponencias.

Fue un intercambio hermoso del cual salimos más hermanados, más preparados para la vida, más cultos e integrales y sobre todo más borrachos que antes de entrar. Fue un lindo evento ínter copas; una experiencia maravillosa que nos permitió descubrir inhabituales significados compartidos y de paso quedar bien con Irene Trelles. Fue un espacio de discusión teórica formidable del cual salimos más fortalecidos y entusiastas, más solidarios y borrachos que de costumbre…

No puedo con la metodología, ni con la teoría. Estoy por debajo de mis posibilidades de producción; y hoy viene la cabrona de Yamelia. Por lo menos eso promete en su papelito.

Manuel se recuesta sobre la mesa. No logra hilvanar las ideas, los ojos empiezan a desobedecer, como si le entrara sueño a las palabras. Siente voces apagadas. Dormita levemente. Sueña con una mujer. Puede verla cerca, a unos centímetros. Siente su olor. Si se esforzara podría alcanzarla. Pero, el sueño se desvanecería. La mujer se mueve hacia él, lo llama. Manuel da un salto.

-¡Tu aquí! Se puede saber cómo diablos entraste.

-Buenas tardes. Entré por la puerta. Hace un buen rato estoy allá afuera. No vi el carro. Pero, no quise irme. He venido varias veces. Yuyo pasó y me dijo que estabas trabajando aquí. Toqué la puerta, y nada, supuse que estabas dormido y decidí abrir con esta llave que tú mismo me diste, aunque ni siquiera de eso te acuerdes.

– Soy olvidadizo, en ocasiones se me quedan abiertas las puertas del corazón por eso tengo el pecho lleno de cicatrices… Y bien, se puede saber qué quieres.

-En principio sentarme. Vine a ver si era posible…

-Llegaste tarde: ya nada es posible. A nuestro amor se lo llevó el carajo y nada ni nadie pueden resucitarlo. Mi corazón está en reposo, de vacaciones, al igual que su dueño.

-No vine a hablar de amor, simplemente estoy preocupada por…

-Peor todavía, Yamelia. De la única cosa que nosotros podemos hablar es de amor.

-Manuel. Por favor, permíteme al menos sentarme y explicarte. He venido varias veces…

-Bueno, acaba de sentarte, habla de una vez y utiliza la síntesis.

Yamelia te dice que su presencia aquí debes interpretarla como un acto de sinceridad.

Y tal pronunciamiento provoca una discusión que podemos calificar más que de bizantina, de democrática porque se atacan mutuamente, se echan en cara sus infidelidades, cada uno acusa al otro libremente, hasta que Manuel pierde la calma y manda a Yamelia para un infinitivo imposible de nombrar aquí.

-Todo eso es mentira. Me separé de ti y luego tuve relaciones. ¿Qué querías? ¿Qué me sentara a ver como tú acababas con el mundo?

-¿Relaciones? Tienes razón. Te declaro experta en Relaciones Interiores. Concedo poderes plenipotenciarios a tu vagina. Prometo escribir un libro sobre tu cintura titulado: “De infidelidades y otras cuestiones menores” o mejor: “De infidelidades y otras cuestiones aledañas”, suena más poético. Ahora puedes hacer tu cuento; pero vas a tener que agenciarte otro oyente: conozco como mis manos tu capacidad para justificar hasta los sueños. La culpa de tus desaciertos la tienen los otros. Conozco los peligros de tus crisis de sinceridad.

-A pesar de todo ese odio discutible, estoy dispuesta a hacerte otra historia: la historia de una mirada, de una nostalgia y de un deseo, aunque no vine a eso. No imaginaba tanto rencor. Pero, tú mismo me enseñaste que el odio es la espalda del amor. Cuando decidí venir sabía a lo que me exponía. Veo que no me equivoqué.

-Tú nunca te equivocas.

-Te llamé varias veces para hacerte una consulta. Como no lograba comunicarme, fui a tu trabajo. Me informaron que habías salido de vacaciones y como tú nunca descansas y según me dijeron saliste intempestivamente intuí que pasaba algo raro y decidí venir.

-Así que la curiosidad es el móvil de tu invasión. Se puede saber ¿quién te dio la información, en qué lugar y a qué hora?

-¿Y esos detalles importan?

-Desde luego, son esenciales. Como te conozco, temo que te hayas acostado con el informante para logar una comunicación eficiente.

-¡Manuel, no te voy a tolerar ni una ofensa más! Por Dios, ¿cómo puede ser posible tanto odio? Yo no lo merezco, ¡coño!

-Entonces, puedes irte, no te pedí que vinieras.

-La información me la dio tu económica y a donde voy a ir es al baño.

Eso dice Yamelia , pero no va a ninguna parte. Saca de la cartera una botella de ron Santiago, la coloca sobre la mesa de trabajo cercana a la cama. Vuelve a abrir la cartera, extrae un documento y empieza a leer.

“Este hombre y yo nos amamos como solo nosotros podíamos hacerlo. Después de las primeras vacilaciones comprendimos que nuestro amor era irremediablemente cierto y que solo podía separarnos la dialéctica de los pareceres, como lamentable sucedió.

Nuestro amor estuvo conformado por conatos de felicidad. Aprendimos a domesticar los rencores, las palabras y las intenciones, hasta que sobrevino la separación inexorable, esa que llega necesariamente cuando el amor adquiere plena certeza de su precariedad.

Fuimos felices y lo fuimos en cada hora y lugar donde nos amamos. Derramamos amor por todos lados sin dañar a nadie. Alcanzamos un grado tal de compenetración que para comunicarnos bastaba un gesto o una insinuación.

Manuel tenia vocación por el desatino, por eso hicimos el amor en los sitios y en los instantes más inesperados. Aunque preferíamos los lugares más humildes como la playa al anochecer, los espacios donde podíamos compartir sin necesidad de pedirle nada a nadie. A veces solo gastábamos palabras porque aprendimos que el amor es un acto de lenguaje y quisimos ser sinceros con él. Nunca fuimos hipócritas, salvo cuando jugábamos a dejar morir el amor.

Solíamos pasear por las calles tranquilas aunque preferíamos la mar. Comíamos en algún restaurante, aunque no siempre alcanzaba el dinero. Cuando esto sucedía me costaba trabajo persuadirlo para que compartiéramos los gastos. Pero, cuando sus bolsillos flaqueaban, y eso sucedía con frecuencia, tenía que rendirse ante la evidencia. Nuestro amor estuvo hecho de carne y sueño, y es bueno que haya sido así, porque somos en esencia sueño. De nuestra relación no quedó nada material. Nunca le pedí nada, ni siquiera un hijo le pedí.”

-Como ves, tú no eres el único escritor de este mundo, yo…

Se queda pensativa. Mira a su ex marido que guarda silencio y ahora si cumple su promesa de ir al baño.

Manuel prende un Popular y se sirve un trago de café. Qué se traerá entre manos esta putica desagradecida. Qué diablos quiere ahora esta putica a quien jamás podré olvidar, no sé si por haberla querido en exceso o por la calidad del dolor que me causó con su inmadurez y su inconstancia. Al carajo con el pasado y con el amor.

Yamelia Oliver retorna, se sienta frente al hombre, acerca la silla y embiste de frente. Te asegura que vino porque desea ayudar, pero como no puede, aunque sea la última vez, quiere cumplir con su oficio de mujer, para que si quieres odiarla al menos la recuerdes con el mismo odio tierno con que ella te recuerda a ti.

Tú le ordenas que se aleje.

-Manuel: ¡tú no estarás hablando en serio!

-Claro que no, estoy hablando en sirio. Pero, ven, protagonicemos el último acto de la comedia. Salgamos, como si fuéramos para la calle.

-Manuel, que me lastimas.

-Vamos: ¡arranca! Y devuélveme la llave que nunca debí darte.

-¡Eres un sucio!

-Y tu: ¡eres una limpia! Dame la llave y vete a desaguar tu corazón emputecido en la primera cama que encuentres libre.

Y Yamelia se fue por una esquina del olvido.

En el preciso instante en que Yamelia duda entre sentarse en uno de los bancos de la plaza vieja o seguir de largo, Manuel se sienta frente a la mesa multipropósitos del local multioficios y queda cubierto por una cortina de palabras. Se acomoda, la pierna izquierda levemente inclinada, la derecha ligeramente indiferente; el brazo izquierdo en ángulo de 45 grados respecto a la mano apoyada en la sien; el derecho extendido sobre un reguero de palabras. Duda, pero se decide. Introduce la mano en la gaveta. Tropieza con algo metálico y siente como un alfilerazo. Trata de describirlo, pero desiste porque lo ataca un escozor trashumante.

Se repone y abre completamente la gaveta. Había palabras azules, marchitas, nostálgicas, breves, enhiestas, adustas, sombrías, cálidas, intranquilas, andariegas, renuentes, pensativas, inútiles. Se sacude un par de palabras de los hombros y dice: El obsceno pájaro de la noche. Coloca un ramillete de palabras ante sus ojos, lo examina a contra luz y dice: Periodismo y literatura, el arte de las alianzas. Segrega un puñado de palabras, alisa sus cabellos con ternura, comprueba su temperatura y dice: Memoria del fuego. Escoge cuidadosamente una palabrita, le acaricia el vientre, la estimula con una palmadita afectiva y dice: Análisis estructural del relajo, digo del relato. Entonces siente un dolor visceral que recorre el universo de su cuerpo. Es como un ulular de finas agujas fosforescentes, como un trepidar de alfilerazos infinitos, como una profanación global de cada instancia de su piel y lo peor, siente una desazón adicional al cerciorarse de su incapacidad para describir – acudiendo al inhóspito y limitado mundo de las palabras- la naturaleza y el comportamiento de su propio dolor. ¡Ah, la palabra, el segundo sistema de señuelos!

De pronto se le suben al rostro las palabras. Arroja un sustantivo por la ventana, estrella un adjetivo contra el piso, coge por el cuello al verbo más cercano, le coloca en la frente número y persona y lo lanza contra una silla. Respira hondo. Se acuerda de los artículos. Selecciona uno, lo proyecta contra el viento porque está en función de pronombre. Mira de reojo a un adjetivo, lo agarra por la cintura, pero no le sirve porque está en función de adverbio. No puede más. Se apodera con violencia de los sustantivos, los adjetivos, los verbos, los artículos, los pronombres y hasta de una preposición recién llegada y los dispersa por todos los espacios del comedor para escarmiento de todas las palabras indóciles que en este mundo han sido.

Manuel no encuentra el modo de organizar las reflexiones. Toma un bolígrafo, se recuesta en la silla, bosteza y, de pronto, siente un ruido ensordecedor, las copas tintinean, del locero cae sobre la mesa una tetera de porcelana y las paredes comienzan a danzar.

Cuando se incorpora para guarecerse al lado de una columna siente el otro temblor, la réplica. Decide salir a la calle a ver si logra encontrar a Yamelia. Pero, el alboroto de los vecinos, más ruidoso que el sismo, lo detiene. Además, piensa, no vale la pena salir a buscarla; irónicamente en estos casos el sitio más seguro es la calle.

Se sienta en la cama. Mira la botella de Santiago que permanece virgen sobre la mesa. Piensa que con un poco de buena suerte en media hora tendrá alguna información sobre el temblor. Va a encender el equipo de música pero, negativo, las manos no obedecen. Ni las manos ni las piernas que empiezan a temblar. A los cincuenta años Manuel López descubre que padece de una rara enfermedad; padece de retraso sísmico.

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