EL LIBRO DE LOS PRESAGIOS – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL

Ni los Chicago Boys, ni los babalawos del Consejo de Sacerdotes Mayores de Ifá, ni los encuestadores de Gallup, ni los quirománticos franceses, ni los especialistas en política internacional de la Mesa Redonda, ni las gitanas sabedoras de la buenaventura, ni el pulpo Paul de Oberhausen, ni las espiritistas de Yerba de Guinea, ni los agentes encubiertos disfrazados de periodistas independientes, ni los adivinos del barrio, ni los cronistas deportivos; nadie pudo sospechar que dentro de un cuerpo común latía un corazón alimentado con profecías, dotado de una vocación premonitoria capaz de ponerle los pelos de punta a media humanidad, incluyendo a la comunidad internacional, de la que tanto hablan los políticos.

Los historiadores yacen desorientados ante un universo de datos elementales cuya obviedad impide cualquier intento discriminatorio; los semiólogos se rascan las cabezas, aplican la metodología del análisis del discurso en todas sus variantes, pero los instrumentos devienen ineficaces; los sociólogos, sicólogos y antropólogos se confabulan con los comunicadores, constituyen un grupo multidisciplinario, acuden a la neurociencia, a la teoría de la programación neuro lingüística , mas no encuentran ninguna evidencia razonable, susceptible de explicar decentemente el problema. La realidad desconcierta por su simpleza, dice el doctor José Carlos González, el jefe del equipo. Los filósofos se abstienen.

Los únicos testigos capaces de aportar alguna pista resultan descalificados por razones aledañas a la parcialidad, la inseguridad o la ineptitud. La vieja Altagracia, en una ocasión, y sin que viniera a cuento, anunció que pronto Amael se convertiría en un gran personaje. Pero, con anterioridad había pronosticado lo mismo de otras veinte personas que siguen en el anonimato. Además, Altagracia es tía de Amael.

Maria, la acomodadora, pronosticó que el joven llegaría lejos. Pero para Maria el adverbio lejos conduce inevitablemente al sustantivo viaje y este solo tiene significado cuando se refiere al extranjero. Por eso, como el lugar más distante al que ha logrado acceder es a la capital, trabaja en el cine del pueblo donde viaja gratis por el mundo y por el tiempo.

Y Floro, un profesor jubilado, el día que Amael le compuso su radio Vef, afirmó que en aquel muchacho había un portento escondido; mas, dos o tres semanas después, cuando el radio volvió al silencio, dijo que ya el portento había sido revelado. Y retornó a la ingestión diaria de rones baratos. Lo afirmo con toda responsabilidad, porque el día que lo interrogué para esclarecer sus versiones contradictorias me confesó que, cuando hizo la primera afirmación, estaba bajo los efectos de una indigestión alcohólica.

Así es la vida. No se puede creer en nadie, ni en Amael. Yo mismo tengo mis dudas; lo que no tengo es alternativa.

Cuando conocí al flaco, o mejor, el día que lo vi por vez primera, estaba con su padre, el jefe de mantenimiento del gobierno. Creo que arreglaban algún equipo en la oficina donde el presidente municipal dialogaba con otros jefes. Ni siquiera nos saludamos. Luego supe que éramos coetáneos, que estudiaba en un politécnico y que aquel día sería histórico.

Varios meses después Gonzalo me explicó que su hermano, desde pequeño, aprendió a desarmar toda clase de equipos electrónicos -que lo armara o no era un dato secundario- ; y me confirmó el rumor según el cual la solución del entuerto que atormentaba a medio pueblo había sido idea de Amael. No lo dudo. El flaco es – y eso lo sé por mí mismo- un tipo que anda con un pie puesto sobre las nubes y el otro sobre los problemas.

Después de lo del reloj, yo me fui para el pre, lo concluí y me ofertaron carrera en humanidades. El terminó la enseñaza técnica y cumplió con el servicio social. Cuando vencí el segundo año tuve que convencer a las autoridades docentes, a las comisiones y a mi padre de que jamás sería escritor o crítico literario y mucho menos investigador, porque mi única vocación era el periodismo. Finalmente conseguí la victoria: pasé de segundo a primer año. Por eso, cuando aprobé el examen de concurso y matriculé periodismo comenzamos nuestras respectivas carreras al cumplir los 21 años y, para completar las coincidencias, me ubicaron en la beca de la universidad nueva donde viven los alumnos de informática-computación.

Y ahora, para evitar que vengan los historiadores, los sicólogos, los sociólogos o cualquier otro de los tantos especialistas entrenados en complicar la sencillez habitual de las cosas y no por excesiva confianza en el talento, comprendo que no hay opción. Tengo que ayudar a narrar esta historia, aunque yo no sea el protagonista. Eso no importa, o mejor dicho, no importa demasiado.

Mi padre, el gobierno y los gatos son los culpables de que tenga que contar esta historia. Papá por su insistencia en que estudiara humanidades; el gobierno por facilitar las condiciones para que eso fuera posible, y sobre todo los gatos. Los gatos que con sus invasiones aterraron a mi madre quien insistió tanto que logró convencer a mi padre de que el único lugar donde ella podía vivir era en una ciudad donde no hubiera gatos o al menos en una ciudad como esta, donde los pocos felinos que sobreviven tras burlar el apetito de los amantes de su carne, son inofensivos. En realidad mamá no tiene ninguna culpa: actuó en defensa propia. Si hubiera sido por mi madre yo no habría cursado ninguna carrera humanística, me hubiera preparado como técnico para trabajar en el central en cuyo batey ella nació o habría estudiado para presidente de algo bien grande.

A veces me duele haberme ido del pueblo. Si no fuera por la Revolución, por los gatos, por mi papá y mi mamá, hubiera crecido allí, alejado de la piña de los intelectuales y no fuera periodista. Los otros culpables fueron mis profesores, quienes me hicieron creer que tenía habilidades para las letras y mi padre que, aunque no lo creyó del todo, me consiguió una boleta para que matriculara en el pre y aceptó mudarse para la capital de la provincia donde asumió un compromiso como dirigente agrícola de segunda categoría. Pero los máximos responsables fueron mi mamá y los gatos. La fobia de mi madre por los felinos condujo al viejo a aceptar la casa que nos dieron en esta ciudad y algo peor, a renunciar al carro que allá teníamos.

Todo el asunto comenzó en julio, cuando el nuevo presidente municipal decidió lo del reloj digital. El reloj que a las cinco en punto daba cinco campanadas para indicar el cierre de la jornada laboral, aunque a esa hora eran muy pocos los que aún trabajaban. Y, como toda acción tiene secuelas, tres días después de que el reloj sonara por primera vez, aparecieron los gatos.

Convirtieron al pueblo en una pesadilla, salvo para lo muchachos, los borrachos y los maricones, sectores sociales que, excepto el primero, crecían cuantitativamente, pero cuyas opiniones eran cualitativamente inocuas.

Los felinos venían de todas partes, entraban, se reunían brevemente en el parque y luego, mal educados, se dispersaban por doquier, por las casas y las instalaciones, en exquisito desorden.

La alarma era general. Los especialistas no alcanzaban a averiguar las causas de la acometida y por ello no podían responder a los reclamos de gentes e instituciones, sobre todo de los defensores del medio ambiente, quienes aprovecharon la circunstancia para organizar su primer congreso municipal. Obviamente no era comida lo que buscaban, y si eso es lo que buscaban estaban muy mal informados. No venían por solidaridad, ni por desafío, ni por placer.

Las medidas para detener el estropicio no resultaban. Las acciones sociales no cuajaban. Fallaron las trampas, las llamadas al mejoramiento de la higiene pública y las consignas. Algunos acudieron a métodos más prácticos como lanzarle cualquier tipo de objeto e incluso crear objetos especiales para repeler a los intrusos. Hubo quienes hicieron llamados urgentes a Dios; mi madre; o a la Virgen de la Caridad del Cobre; mi padre.

Los perros, los obedientes de siempre, no contribuían. Por ello el Consejo de Defensa Municipal solicitó a la provincia canes bien entrenados y, por fin, los trajeron. Pero los gatos retornaban todos los días, se lanzaban por el pueblo, volteaban la realidad al revés y se retiraban al filo de las cinco y veinte en perfecto orden, ante la mirada atónita de los descreídos y de los dichosos perros importados.

Corríamos el riesgo de convertirnos en una atracción turística o salir en algún libro de récords. El presidente municipal lo comprendió y orientó acudir a las fuerzas armadas. La tropa vino de inmediato. El teniente que la comandaba ordenó poner carteles en las cuatro entradas del pueblo. Los carteles prohibían de manera explicita la entrada de los felinos. Todos decían lo mismo: “No pase, zona militar”.

Pero, como los gatos no entienden el idioma o no creen en las prohibiciones, continuaron con sus tropelías. Entonces el joven militar perdió la paciencia, organizó cuatro escuadras y las apostó en cada una de las entradas o salidas del pueblo. Cuando, a las cinco menos diez, aparecieron los gatos, los recibieron a plomo limpio.

Los felinos no volvieron de inmediato, pero el día que retornaron se llevaron con ellos a los gatos mecánicos de los carros de todos los jefes quienes, a partir de ahora, tendrían que ingeniárselas para cambiar las gomas de sus autos. El oficial que ordenó disparar no regresó jamás, a pesar de las muestras de cariño de los vecinos. Parece que otro oficial de mayor jerarquía no participó del entusiasmo del teniente o no entendió la naturaleza de su aporte a la técnica militar.

Y continuó el desorden. Las tropelías de los gatos pasaron de la inocuidad a la perversión y se multiplicaron las quejas, sobre todo las de mi madre quien desconocía el esfuerzo de los especialistas. Hubo que traerlos de la capital provincial porque aquí tenemos muchos profesionales: profesores, literatos, médicos de personas, ingenieros de cualquier cosa que no tenga que ver con la agricultura y apenas contamos con dos veterinarios que, cada vez que los necesitamos, están movilizados o de certificado médico.

Un sábado en la mañana el presidente dialogaba con algunos jefes, mi padre entre ellos. El tema, el de siempre: cómo resolver el asunto de los gatos. Como nadie se animaba a presentar algún programa nuevo, se abría la perspectiva de aplicar el plan de contingencias para casos de catástrofes, desde luego, con ciertas adecuaciones. El presidente quería oír criterios.

Entonces Amael soltó el alicate, se acercó a la mesa donde los reunidos apenas levantaban las cabezas, pidió permiso e hizo su propuesta.
-Si como todo parece indicar los gatos vienen atraídos por las campanadas del reloj, desmóntelo, y asunto concluido.

A Francisco por poco le da un infarto. Corrió a detener a su hijo, pero ya era tarde. En un segundo previó el trágico desenlace: tendría que empezar por buscarse un nuevo trabajo.

Los reunidos quedaron pasmados y se prepararon para lo peor. Todos sabían que el presidente era el ideólogo del reloj, por eso en las tantas sugerencias anteriores a nadie se le ocurrió mencionar el aparato.

El presidente miró largamente al muchacho y luego se dirigió a Francisco, quien un año después le confesó a mi padre que permaneció varios meses asustado.
-Bien, Frank, oigamos a las nuevas generaciones. Ahora mismo agarra a tu gente, a tu hijo y, tumben el reloj. Después de todo no perdemos nada con probar. Si no da resultado, lo montamos otra vez.

Lo desmontaron y los gatos se perdieron. También se perdió el reloj, pero de eso nos enteramos años más tarde, cuando se realizó la auditoria. Sucedió que aunque el reloj era un medio básico, nadie se tomó el trabajo de certificar su traslado para el único lugar donde cabía: el taller del central. Y cuando ya casi nadie se acordaba de gatos y relojes, vino un auditor y pidió los papeles.

El jefe de taller le explicó que un buen día alguien trajo el susodicho reloj y que lo importante era que estaba allí. Pero, replicó el auditor, no había tal reloj porque las cosas solo existen cuando se les nombran y, en este caso, el medio no había sido inventariado. Además, observó el auditor:
_Hay un detalle adicional, en caso de que aceptemos la existencia del reloj, al medio básico le falta el corazón.

El reloj estaba en perfecto estado cuando existía, de lo contrario los gatos no se hubieran molestado en realizar sus incursiones, pero algún ser imaginativo le hizo el trasplante. Pobre auditor venido de la provincia. En mi pueblo la mitad más uno de la gente sabe quien tiene el corazón del reloj y que uso le da: utiliza el movimiento de las enormes agujas metálicas para impulsar una soga, de la cual cuelga un cubo, que se mete en un pozo, de donde sale el agua o el preciado líquido, como dicen los periodistas.

De suerte que si no fuera por los gatos, muchas cosas no habrían pasado y lo más probable es que yo no hubiera conocido a Amael y, claro, no hubiera escrito esta novela. Bueno, si logro terminarla.

Mi padre, el gobierno y los gatos fueron los responsables de que yo tuviera que contar esta historia. Y también Ruby. Pero no , Ruby no tiene culpa alguna. Ella fue solo la portadora de la noticia, la mensajera del destino. De todos modos yo tenía que narrar esta historia, su solicitud solo provoca que la cuente ahora y no antes.

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