DESESPERANZA

Siete de la noche. La oscuridad comienza a dominar el ambiente. Los faros que rodean la pequeña plaza del lugar, empiezan a encenderse automáticamente. El fulgor de la luz artificial, va haciendo visibles las que, unos segundos antes, parecían, fantasmas.
Fijo la vista en varios detalles. La plaza es un lugar cálido, que contrasta con el frío invernal. Al norte de este espacio se erige orgulloso un edificio colonial que funge actualmente como palacio municipal; en derredor, otros edificios de la misma época, albergan negocios de diversa índole; al sur un bullicioso mercado asemeja un hormiguero del que entra y sale gente de diversa edad y condición. Los autos que circulan en torno a la plaza, interrumpen intermitentemente mi obsesivo recorrido visual. El frío cala y me obliga por unos minutos a retraer mi atención. Los recuerdos me picotean: momentos de bonanza que sólo puede ofrecer la juventud, humedecen la memoria y conducen hasta los ojos la nostalgia. Limpio discretamente la humedad de los recuerdos, que fluyeron por mis ojos, al tiempo que la realidad se vuelca en torno mío.
El bullicio del lugar se reincorpora. Veo al centro de la plaza, un kiosco que ha sido remodelado por la imberbe necedad de los gobernantes hasta el hastío. Éste yace invadido por niños y parejas de novios. Los gritos de los pequeños que se entremezclan con los susurros de los enamorados, evocan una mítica Torre de Babel.
Las jardineras que la enmarcan, están repletas de gente de todas edades: las risas, las miradas pícaras que algunos jóvenes lanzan, se cruzan con las palabras de algunos boleros que tratan de entablar contacto con la gente que ha solicitado sus servicios.
En medio de toda esta algarabía, un hombre, cuyos rasgos revelan la próxima culminación de la primavera, destaca por su impaciencia. Sentado en una banca, su rostro revela cansancio, quizás desesperanza. Al verlo, me atrevo a suponer la causa de su condición: Lo dejaron plantado. La suposición no es fortuita. El joven ha visto de manera persistente su reloj. A cada mirada, en su rostro se aprecia una mayor descomposición. Queriendo indagar más sobre aquel muchacho, mi impertinente mirada lo acosa. Supongo que acaba de salir del trabajo, pues una pequeña mochila descansa a sus pies. La algarabía que se respira en el ambiente es ajena a él. Se levanta y mira con insistencia hacia varios puntos de la plaza. Un ligero suspiro, acompañado de una mueca de impotencia, escapa del chico. Sus manos se hunden en las bolsas del gastado pantalón de mezclilla al tiempo que su cuerpo se arquea hacia atrás, con la mirada hacia el cielo como queriendo borrar su realidad. Mi mirada se desvía en un acto reflejo. Creo que involuntariamente colaboro con su evasión y reflexiono: ¡Cuántas historias se han tejido en este lugar! Al voltear, veo que se ha sentado nuevamente en la banca. Tiene el rostro cubierto con ambas manos. El frío ha amainado. Los carros continúan circulando con su acostumbrado desdén. El tiempo parece haberse detenido. Por un momento me veo tentado a acercarme y preguntarle la causa de su condición. Mi prudencia me lo impide. Lentamente con la mano derecha, recoge su mochila y la cuelga al hombro. La lentitud de sus movimientos, refleja su negativa a retirarse, sin embargo poco a poco comienza a alejarse del lugar donde esperó por más de una hora. Su imagen comienza a diluirse en las sombras. Atrás, el bullicio continúa como una burla cruel a la tragedia de ese anónimo personaje.

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