La palabra acabada
Por Francisco Tomás González Cabañas
La indecibilidad de la muerte o de lo que ocurre luego de sí, nos obliga a pensarla siempre. Los franceses, cumplimentando las características universales que asumen desde tiempos históricos, encontraron en el después del orgasmo (puntualmente el femenino, en períodos no igualitarios) una muerte pequeña emparentada con el cenit de la culminación sexual. Los alemanes al haber absolutizado el espíritu, promovieron, fácticamente el horror y con ello la finitud generalizada e intencionada se convirtió en la gran muerte. En el medio, y más allá de lo absurdo como necesario que implica el abordar temáticas tan amplias en un puñado de oraciones, de dudosa argumentación y de sospechada armonía textual, es necesario poner en palabras, una vez más la vinculación obligada que tenemos con la muerte y sus diferentes versiones, facciones, formatos y presentaciones.
Cómo hijos de la tierra habitada por los Guaraníes, no debemos desconocer que el cuerpo al morir, era introducido en una vasija de barro, en posición fetal para ser enterrado. Ni quemado ni dispuesto horizontalmente, los cuerpos volvían de la misma manera que habían emergido, desde las entrañas, hacia tierra adentro, acurrucados desde la bolsa a la vasija.
En el medio, el entre, es decir el tiempo que surcó la divisoria entre el cielo y la tierra y que nos permite la experiencia. Cronos al haber castrado a su padre, generó el transcurrir, eternidad que sería arrebatada luego por su hijo Zeus. A éste le robó el fuego sagrado Prometeo y tal penalidad la pagamos los humanos, a diario y cotidianamente con nuestra vinculación con el tiempo, con la divinidad y por sobre con la muerte (en verdad o conjeturalmente es una tríada de la misma cosa).
Esta es la versión mitológica de lo griego, que fundará luego como razón lo filosófico para todo occidente y que sólo será interpelada por la pretensión y ambición alemana de explicarlo todo mediante sistemas que, trágicamente, pretenderán ser puestos a prueba.
En la fuga o el haber sobrevivido a tanta hegemonía o monopolio de lo opresivo, el desconcierto nos vela y devela.
Sí alcanzara sólo con sentir, con amar como máxima expresión, no necesitaríamos de palabras. Éstas sin embargo son el síntoma de nuestra gran ausencia o carencia, que es ni más ni menos, asumir y asimilar, aquello de que venimos para morir, y que tal instante, antojadizo y pretencioso, no alcanza para comprender esto mismo.
Las muertes nos parecen, las sentimos, las dimensionamos, chicas, grandes, justas, injustas, adecuadas, prematuras, y sin embargo, suceden, implacablemente y por fuera de una explicación que nos satisfaga o al menos que mitigue la obsesión y el temor que nos produce el tenerla como final ineluctable.
Tal vez hemos muerto tantas veces, que no tenga sentido el recordar que existió antes de haber nacido o más sencillo aún, que tan sólo termina todo tipo de experiencia y sensación sin más.
Existen tantas muertes como vidas, o incluso muchas más, dado que una sola vida, puede morir imaginaria y simbólicamente, además de la real.
Terminar un texto es tanto una suerte de culminación francesa, como una muerte simbólica occidental.
Escribir, puede que signifique en verdad, tratar de convencer al alma que no abandone el cuerpo, una muerte guaraní, en relación a cómo estos desde su cosmovisión vinculaban a la palabra, sea cantada o articulada, con el reducto final e intangible de habitar en la eternidad de la tierra sin mal, donde el significante y significado dejan de tener lugar y el fluir construye otra temporalidad.
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