Enemigo en casa
Por Jafet Rodrigo Cortés Sosa
Algo en mi interior me decía que no entrara. Una fuerza descomunal paralizaba mis extremidades, mientras otra empujaba dentro. La ferviente lucha terminó por decantarse pronto, ahora me encontraba dentro de aquella habitación cuyas paredes estaban cubiertas por inmensos espejos oscuros que se reflejaban entre sí, provocando la sensación de infinitud.
Me vi replicado desde distintos ángulos, ése fue el primer momento que llegaron aquellos pensamientos polizontes que se habían colado muy dentro. Me acerqué a uno de mis reflejos; con la mirada, viajé brevemente por todo mi cuerpo, observé mi rostro, mientras el juzgamiento se multiplicaba cual plaga. Cuando terminé de señalar cada imperfección material, continué arrasando con mi pasado entretejido entre decisiones, ahogando aquellos sueños que no pudieron escapar por haber perdido sus alas.
No pude defenderme de mí mismo, todo pasó tan rápido y arremetió con tanta fuerza. En esa habitación los ecos de nosotros mismos resonaban, potenciándolo todo, principalmente lo negativo; alimentando nuestras inseguridades; incitándonos a atacar; profundizando la melancolía; provocando deseos de desaparecer. Fue cuando me di cuenta que no era cualquier reflejo el que estaba viendo.
Alguna vez se han preguntado, ¿cuánto tiempo tardamos en ofendernos a nosotros mismos?, contabilizando desde los primeros rayos del sol, cuántos minutos pasan para que llegue el primer golpe que desgarre en nuestro rostro, que nos deje sin aire, que nos haga recular.
¿30 minutos?, menos, ¿15… cinco?, dos, seguramente son dos, ¿no?, quizás sea menos que eso. Unos cuantos segundos bastan para que llegue aquel primer pensamiento desafortunado que describa cuán grotescos nos vemos a nosotros mismos; cuánto nos juzgamos; cuán duros, crueles, despiadados; cuán ofensivos podemos llegar a ser con nosotros.
Desde aquel primer pensamiento se cuelan aquellos pensamientos polizontes que fueron pronunciados muchas veces por otros labios; aquellas ideas de lo que los demás dicen que somos, sin necesariamente serlo. Pasan sin preguntar, sin siquiera importarle nuestra opinión, mucho menos nuestra integridad. Entran hasta la cocina, ensucian el piso, voltean los muebles a placer; consumen todo lo que tocan sin que les podamos decir algo, sin que siquiera podamos poner la escoba tras la puerta para que sepan nuestros deseos de despedida.
¡Cuánto tiempo tardamos en juzgarnos!, ¡cuánto tiempo tardamos en reconocernos!, sin duda es más difícil lo segundo que lo primero. Resulta más complicado reconocer aquello que hemos hecho bien, aquel potencial que hemos formado con sudor y lágrimas; con nuestras pisadas; aquel corazón que dejamos en lo que hacemos, la dedicación, nuestras victorias y su sabor; lo mucho que hemos avanzado.
La batalla entre juzgarnos y reconocernos, será una constante cotidiana en nuestras vidas, y como constante, no debemos dejar que nos condicione. En ningún momento debemos permitirle al espejo, volvernos enemigos de nosotros mismos, volvernos artífices de nuestros peores deseos, de nuestra muerte.
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