El viaje de Ícaro o el miedo de volar más alto
Por Jafet Rodrigo Cortés Sosa
Las olas del mar golpeaban fuertemente contra el pedazo de tierra donde nos encontrábamos, levantando bruma y espuma con cada embate violento. Aquel paraje mediterráneo mostraba un callado y sutil movimiento ondulatorio, hipnotizador. Nosotros sólo podíamos observar lejanos desde aquella torre que nos mantenía cautivos, dentro de aquel palacio inmenso que plasmaba con gran claridad el enceguecedor ego de Minos, el regente en turno.
Motivado por la premura, abrumado por la imposibilidad de escapar por tierra y agua, el único plan que vislumbré fue escapar por el aire. Tardamos varios meses en recolectar suficientes plumas que las aves dejaban en el camino con cada visita; usé cera e hilo para tejer dos pares de alas que nos permitiera escapar de ahí. Sólo había dos indicaciones prescritas para su uso, que por ningún motivo podíamos romper. Volar demasiado alto, haría al sol ablandar la cera; volar demasiado bajo, haría a la espuma mojar las alas. En los dos casos, el destino era la muerte.
Así fue como iniciamos el vuelo rumbo a nuestra libertad, aunque sólo uno de los dos llegó al destino, los dos de alguna forma fuimos libres. Él era mi hijo, se llamaba Ícaro, surcó los aires cerca del sol y fue libre, pese a que tuviera que pagar con su vida aquella decisión. Que Poseidón guarde bien su cuerpo, y Hades se apiade de su noble espíritu.
Por el mito anterior, quizás esté inscrito en nuestra genética el miedo de volar más alto, el temor de romper los límites impuestos, y pese a que estemos en mejores condiciones que Ícaro -con alas robustecidas y de materiales más resistentes al calor-, suframos creyendo que la cera se ablandará, que terminaremos cayendo en picada rumbo al abismo marino.
PELDAÑOS
En vez de liberarnos y subir, se nos ha hecho más cómodo volar debajo de nuestras capacidades. Descendemos algunos peldaños para sentirnos más cómodos, incómodos de salir de ese rincón. Aunque la espuma del mar nos cunda, huimos con la más mínima presión, dudamos de nuestra capacidad real para sobrevivir ante las nuevas circunstancias, temiéndole al fracaso, pero más que eso, por el miedo a lo que representa el triunfo.
Cada peldaño que subimos representa una inminente carga que nos toca asumir. Aunque haya unas más pesadas que otras, el común denominador es que todas suman un extra en nuestros hombros. En ocasiones, aquel peso lo podemos lidiar, porque somos lo suficientemente fuertes para cargarlo, pero no lo hacemos porque cargar más significa un riesgo, por mínimo que sea.
Así es como nos quedamos con una mediocre carga, desaprovechando el viaje, malgastando el tiempo que nos cuesta desplazarnos entre distancias, que en ocasiones nos demora años. Pasamos sin dificultad cada prueba -ascendemos o descendemos pendientes, atravesamos ríos, eludiendo las plagas de muerte en el camino-, llegamos al destino con la misma experiencia con la que partimos, sin haber crecido siquiera un milímetro.
PUNTO MEDIO
Regresando al mito de Ícaro, lo urgente es trazar el punto medio en el trayecto, ni tan cerca del sol como para quemarnos, ni tan cerca del agua como para que la espuma moje nuestras alas. Aprender a reconocer nuestras capacidades reales, saber cuánto podemos cargar, sin aquellos espejismos creados por el miedo, la comodidad y la avaricia.
El punto medio es fundamental para que podamos avanzar, pero no sólo eso, sino que, al hacerlo, podamos llegar más lejos de lo que habíamos alcanzado antes; aprovechando el tiempo que nos toma desplazarnos, que frecuentemente se vuelve toda una vida.
Ambos caminos extremos traen consigo un fatídico destino, pero, dar menos, esforzarnos menos, comprometernos menos, dedicarnos al menor de los esfuerzos y apostarle a la mayor comodidad posible, nos va arrastrando peligrosamente cada vez más abajo. No nos damos cuenta hasta que hemos mojado nuestras alas, hasta que les hemos humedecido tanto que ya no podemos volver a volar.
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