El cuento de la noche: Pinela

Por Manuel Pérez Toledano

No sé por qué -quizá por el modo de decirme las palabras sabía que ella no acudiría a la cita. Solté los hombros con desgano y una inmensa amargura me arrebujó el alma… Saqué el pañuelo para secar el sudor de mis manos. Las calles, otras veces radiantes, me parecían amarillas y sucias.

Pasé por la banca del jardín, donde acostumbrábamos pronunciar las más hermosas palabras y que ahora – ¡Ironía! – un perro viejo y triste olisqueaba grotescamente…

Poco a poco empecé a sentirme alejado de las cosas, tal si el único hilo que me ligara a ellas hubiérase roto; o si alguien de un soplo hubiera dispersado mis esencias y yo en el suelo recogiera los pedazos.

Cuando traspuse el umbral de mi cuarto, tuve la impresión de arrojarme en un ataúd: las paredes húmedas y despintadas; mi cama con el cadáver de la almohada en la cabecera, y con sus patas torcidas, caricaturescas… El tapete de ixtle, raído y desvaído. Una mesilla en el rincón, libros con las márgenes manchadas de nicotina. Y el ropero, manco de una puerta, luchando por ocultar los hilachos informes de mi vestuario. ¡Y pensar que en este medio habíame sentido tan feliz! Me dirigía al retrato de ella suspendido en la pared: Su gesto tierno y dulce el mirar; el cabello cresco coronándole la amplia frente, y sus labios, sus labios amables de fuente cristalina, labios muelles donde apoyara el cansancio de mi vida… No pudiendo contenerme, besé el vidrio frío que protegía el retrato. Entonces fue cuando se apoderó de mi esa “cosa terrible”. Indefinida y sorda -instante en que se ciernen todos los silencios y se apagan todos los luceros-. Instante supremo en que de hito en hito miré la oscura y fúnebre oquedad… Y con mi cuerpo pesado como el de un agonizante, recurrí al suave perfume de su pañuelo, mascarilla de anestesia para no sentir la interna amputación… Interna y honda y entrañable amputación…

Y los recuerdos, buitres siniestros que se alimentan de dolor, vinieron a mí… Aquel minuto inefable, en el puente: un arroyuelo acariciando la herida de la cañada; el crepúsculo, la hoguera del crepúsculo alimentando el fuego de nuestros corazones… En seguida sus palabras -ábrete sésamo de la felicidad- arrullaban mis oídos con el “te querré siempre”, “te querré siempre” … Mas luego, los negros murciélagos de las palabras “mentira” y “falsedad”. Ensordecíanme implacables…

Salía de mi cuarto. En la calle las puertas cerradas de las casas parecían ojos y bocas cerradas e indiferentes. Sólo una permanecía abierta, y era cual ávida fauce de bestia. Sus colmillos feroces me oprimieron, inoculando mis heridas con mortales venenos… En un rincón tomé asiento; saqué papel y lápiz; empecé una carta: “Te escribo, apoyando el papel en una mesilla de patas de alambre, mientras mi rostro se desfigura en el vientre cilíndrico de una botella, y mi amargura, impotente de salir al exterior, se sumerge muy adentro deshaciéndome el corazón cual si fuera corrosivo ácido. Estoy otra vez aquí, en el vicio, solamente que ahora me parece más aburrido y amargo, e inhóspito y abominable. Recurro a él como suicida al veneno. Y me siento frío, frío y sucio. Y mis dedos vacíos, sin tus dedos, se me han puesto amarillos como las secas y aplastadas flores de los libros… Y siento que el alcohol que me abraza las entrañas fuera algo así como el llanto de todos los que sufren, y el mío, que no puede llorar…

Después me lancé a la noche a observar el lento crecimiento a observar el lento crecimiento de la luna… Y me sentí ladrar como un perro, en brumas de alcohol perdida el alma…

En la madrugada, al retornar a mi desolado cuartucho y abrir la puerta con trémula mano di un grito de admiración: ¡Ella! –la bien amada-, me tendía sus adorables brazos.

Deja un comentario