Demos phaulos
Por Francisco Tomás González Cabañas
Hace tiempo que ponemos el acento en el poder, en los gobernantes, representantes o en los que pretenden serlo. ¿Pero qué podemos decir de nosotros? Ya desde el montaje victimario de los que nos consideramos de a pie (cómo si existiese otra forma de andar por el mundo) o por fuera de estructuras que nos cobijen (vivir es salir del útero, es no adentrarnos en el misterio final y fatal de la muerte) no hacemos más que eludir nuestra responsabilidad o al menos no asumir nuestras carencias y reconocernos en cuanto a lo que somos y lo que pretendemos.
Forzados a generalizar nos resulta más cómodo y sencillo suprimir la noción de lo común y el abordaje de lo colectivo. Solo somos nosotros, en nuestra individuación, lo que importa y lo que hacemos que importe. Siquiera damos la posibilidad que tal sensación, intuición u ocurrencia, sea discutida, debatida o indagada.
Sí queremos la plaza en el barrio, la luminaria frente al domicilio, el dispensario sanitario más próximo, el aumento de sueldo, la baja de impuestos, la oportunidad laboral para el familiar, o lo que fuere, la política significara algo en tanto y en cuanto nuestras inquietudes puedan ser abordadas, comprendidas, tratadas y resueltas, de lo contrario, pondremos el grito en el cielo, marcharemos para manifestar el descontento, utilizaremos las redes para agarrarnos con el político de turno y difícilmente hagamos algo más que la queja, el grito, el lamento, cuando no la agresión, la materialización del daño y el fomento del odio a lo otro o a lo que no lo sentimos como propio.
El devenir de lo público en una suerte de rejunte de sobrevivientes, la tribu que derrapó en horda. La hegemonía de una praxis omnívora que se devoró al logos, que es acto puro, sin instancia para el pasaje. En el sucedáneo de un acontecer sin principios, final ni finalidad, deambulamos estertóricamente, reaccionando por instintos, como podemos y cuando podemos o la irracionalidad nos deja.
Segmentados por la gradación de cuán gravosa es nuestra pérdida de dignidad, además de los que apenas comen, habitamos en el gran conjunto los que recordamos algún tiempo como reflejo en donde pudimos constituir un deseo que nos constituyó en sujetos. Es un vivir en el ayer, que no puede referenciar el futuro, dado que los instigadores de la propuesta mejor, de garantías de seguridad, de dominios de control, de acumulación de materiales, no ofrecen ni ulterioridades, como formato de valores o paradigmas de lo bello, lo bueno o lo justo, ni tampoco el reconocimiento para volver a funcionar amarrados al deseo o incluso como máquinas deseantes.
Menesterosos de las migajas de plástico, de grageas de placebo para contentar una desopilante ansiedad por ser en la errancia de una nada, a la que no nos podemos emancipar, sí es que no la reconocemos, cabalmente, en su dimensión.
Arreados al fenómeno de lo electoral, en la trastienda de lo público, sólo nuestros cuerpos, sin órganos, sin presencia ni valor, cancelados en su posibilidad de goce, reconocidos solamente como cantidades industriales para la repetición, son viralizados en sus estadísticas que legitiman la automatización, la robotización, el sesgo de deshumanización que dan alegremente en llamar inteligencia artificial en el mundo de la técnica, de la razón instrumental.
Cuando el pobre, el marginal, en el único y último acto de libertad, disponga que no tiene posibilidad de ser libre para votar, allí el cisma obligará a los que deseamos desear, que algo distinto podríamos hacer, además de seguir alimentando el circuito mendaz del que somos corazón y espíritu.
En el vacío de tal inesperado milagro, sin embargo, muchas cosas podríamos hacer, quienes tenemos para comer y no mucho más que sobrevivir para vislumbrar una posibilidad cierta del regreso a las épocas de la subjetividad.
Antes que tratar de construir o reconstruir la noción común, de lo colectivo, debemos en toda instancia no aceptar más protocolos para ser humanos, para desenvolvernos en una dinámica que tenga un sentido orientado hacia lo que sintamos, queramos o deseemos.
Ni categorías previas que nos califiquen de antemano, ni sesgos de posibilidad que nos piensen o hablen sin haberlo intentado.
El afuera, como lugar u horizonte en donde todo ni está resuelto, ni determinado, como ámbito de los espacios en donde se juega lo íntimo de la conciencia y de la subjetividad, es lo político, lo público, la dimensión de lo otro que nos hace y reconoce en su reflejo y contraluz.
En cada aldea, en cada barrio, en cada horda que aún sigue siendo forzada a constituirse en pueblo, en las ruinas de una idea democrática que no dispone de comprensión, de ideas, ni de palabras, fugará cuál relámpago, el hálito de la reacción que tensará en manifestación, en poblada, se dislocará en una revocatoria, en el desborde a la mesa infectada donde fenece el contrato incumplido. Ni pretensión, ni literatura, ni profecía, mucho menos anhelo o proyección, solamente la obviedad de la máquina que cada vez más demuestra su imposibilidad de seguir combustionando con las restos óseos de tantas expectativas, deseos y sueños truncados por un sistema que hizo del oprobio su carta de presentación, de aceptación y de resonancia.
“Phaulos significa de baja calidad, vil, ordinario y tiene claras resonancias sociales y políticas conforme con el punto de vista valorativo del aristocratismo griego”. (La filosofía práctica de Aristóteles. La vida buena: el placer, el bien y la felicidad. Carlos A. Casali).
Deja un comentario