Suprematismo democrático
Por Francisco Tomás González Cabañas
“Cuando, en el año 1913, inmerso en mi desalentadora pretensión de liberar al arte del lastre de lo objetivo, busqué la evasión en la forma del cuadrado y colgué en una exposición un lienzo en el cual sólo se veía representado un cuadrado negro sobre fondo blanco, la crítica, y con ella la sociedad, suspiraron desasosegadas: ‘Todo aquello que siempre hemos amado se ha perdido: estamos en un desierto… ¡tenemos ante nosotros un cuadrado negro sobre fondo blanco!’ […] A la crítica y la sociedad, aquel cuadrado les pareció algo incomprensible y peligroso” (Malevich, K. “El mundo no objetivo”. Aracena. Gegner. 1927, pp. 70-71)
Kazimir Malevich fundó el suprematismo, proponiendo la no imitación a la naturaleza, el uso de figuras geométricas, círculo y cuadrado, como el blanco y el negro. De esta manera hacía evidente la supremacía de la nada o de la concretud en la que el sujeto desanda su existir, considerada una corriente abstracta, en lo real de sus configuraciones ofrece sencillez pura o extrema.
El filósofo Boris Groys afirma que la vanguardia es impopular «precisamente porque es democrática, y si fuese popular, no sería democrática» (Groys, “The Weak Universalism”. E-Flux Journal. 2010 p. 9).
El suprematismo propuesto por Malévich hace más de un siglo atrás, fue vanguardista en aquel entonces, y puede corresponderse en la actualidad con la imagen simbólica de nuestras democracias actuales.
Sencillez extrema de formas y colores, garantizar elecciones y peroratas de lo diverso, concomitantemente un mensaje abrasivo y opresivo, no podemos salir de tal hegemonía de la crudeza de lo geométrico, de lo oscuro y lo claro, de que es el mejor de los sistemas posibles.
Aquel cuadro de Malévich es la configuración exacta de lo democrático, es el rostro, el alma y la esencia, es decir todo lo que no tiene ni posee la democracia, sólo sus demarcaciones donde todos estamos dentro y fuera, a la misma vez, donde el principio de no contradicción rige solamente para una representación, tal como las fotos al cuadro, las réplicas virales de lo mismo que no saldan ni saldarán lo que no puede ponerse en cuestión.
El no poder salirnos de la forma, habiéndola consagrado como significante amo, tras historias de sangre y fuego por una consecución de libertad en el mayor y mejor sentido, asociado, indiscerniblemente a lo democrático, desustancializa nuestra subjetividad, nuestra noción mínima e indispensable de individualidad. Entregamos, dispersamos nuestra singularidad en el significante pueblo, mayoría, ciudadanía, que nos ofrece la democracia sin que jamás accedamos a tal propuesta.
“La vida no tiene nunca lugar en un sistema lógico de ideas, y desde este punto de vista el punto de partida del sistema es siempre arbitrario, y lo que construye es solo cerrado en sí, y sólo relativo desde la perspectiva de la vida, solo una posibilidad. No hay ningún sistema para la vida. En la vida solo existe lo singular, lo concreto. Existir es ser diferente. (Lukács, G. “El alma y las formas. Teoría de la novela, Barcelona, Grijalbo, 1971, p. 60).
Casualmente el fundador del suprematismo y autor del cuadro negro sobre fondo blanco, imagen cabal de lo democrático, suscribe en un manifiesto posterior «hay que dar vida a las formas y el derecho a la existencia individual”. (Malevich, K. «From Cubism and Futurism to Suprematism: The New Realism in Painting», pp. 173-183. En: Harrison, CH., P. Wood, P. eds. Art in Theory 1900-2000: An Anthology of Changing Ideas Oxford: Blackwell Publishing, 2003).
La democracia no tiene sustento ni sustrato colectivo ni un espacio o tiempo común, es un trazo de individuos del que nos convencimos que no puede haber un más allá, siquiera la posibilidad de pensarlo.
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