¿PARA QUÉ SIRVEN LOS LEGISLADORES?
El Poder Legislativo Federal está compuesto por quinientos diputados y ciento veintiocho senadores, con sus respectivos suplentes y un enorme equipo auxiliar y administrativo. Según la teoría, todos ellos son elegidos por la voluntad popular y encargados de elaborar y adecuar las leyes como mandan los artículos 50 al 79 de la Constitución.
En la práctica, tanto los diputados, que representan a cada uno de los habitantes del país, como los senadores, delegados de los Estados que conforman la República Mexicana, son nombrados por grupos influyentes al interior de los partidos políticos, en un reparto de posiciones parecido a un maquiavélico juego de ajedrez en que un pequeño grupo de magnates se disputan la riqueza y el poder.
A lo largo de los años, tanto la elección de los legisladores como el desarrollo de sus funciones han sufrido un grave proceso degenerativo cuyo resultado supera al monstruo imaginado por la escritora inglesa Mary Shelley como criatura de su doctor Frankenstein.
Así, el ejército de funcionarios legislativos, que debería trabajar al servicio de la ciudadanía, en realidad se sirve de ésta para conservar e incrementar su propia y privilegiada situación, obedeciendo a sus intereses grupales y comercializando sus votos con los cabilderos profesionales, representantes de los poderosos grupos empresariales, nacionales y extranjeros, promotores y beneficiarios de los cambios en la legislación con temas tan importantes como el petróleo o tan extravagantes como la producción de aguamiel y cerveza o cigarros y fósforos.
No seleccionados por sus cualidades profesionales, culturales o éticas, sino para premiar complicidades y asegurar secreteos, o por su habilidad para conseguir clientelas a su partido, la gran mayoría de los mal llamados representantes populares llegan al cargo sin poseer el talento o la preparación necesarios para un trabajo legislativo eficiente y honesto. Y, una vez encaramados en el gran circo político, se dedican a medrar en espera de nuevas oportunidades, como trapecistas en preparación del próximo salto.
Pero, siendo el legislativo la base de la soberanía popular, es indispensable una reconstrucción que atienda a la profesionalización de sus integrantes y que contemple su preparación adecuada en técnica legislativa y en derecho parlamentario. Así como sería impensable no utilizar profesionales en arquitectura e ingeniería para el diseño y la construcción de edificios, o dejar la instrucción y educación de los niños a cargo de personal sin la vocación y aptitudes necesarias, el delicado trabajo de redactar las leyes que nos gobiernan debe ser reservado para personas con escolaridad suficiente y con una trayectoria pública que garantice su honestidad.
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