El Perú entre Escila y Caribdis
Por Francisco Tomas Gonzalez Cabañas
“El lenguaje devino medio de comunicación, al igual que el automóvil sirve sólo al transporte y, sino, no es nada. El lenguaje es instrumento de transmisión de opiniones apenas consideradas y ni siquiera creídas de los días que se alternan y de su cotidianeidad. El lenguaje nada más tiene de la esencia de la palabra, hasta perdió pronto la in-esencia. Y tampoco la recuperará a través de un cuidado del lenguaje. Pues también así, y por entero, definitivamente, su origen de la palabra ha sido sepultado. La palabra es claro del ser. Todos los rebuscamientos de los escritores y escribas son sólo últimos descaminamientos de un ciego accionar” (Heidegger, 2013, Par. 144).
Si bien no iremos por la senda heideggeriana de atacar el olvido del ser, al menos pretenderemos recordar que el concepto neural del poder, como expresión principal y última de la política, se constituye en el lenguaje, en el logos, en la palabra, y que si bien tomarlo, asirlo, cabalgarlo, es decididamente imposible, el llegar hacia el poder mediante la palabra, tanto como definición y también como método, es algo que se ha realizado muy poco y en esta peculiaridad es donde nos detendremos.
Esta es la senda que nos interesa, para indagarla, cuestionarla, evidenciarla, y en caso de que corresponda, invitar a que sea transitada, una y otra vez, por los que persiguen poder, por los que persiguen, en definitiva por los que son en cuanto seres de poder, o seres en cuanto tal. En la aplicación misma de la conjetura, que como vemos se utiliza desde la oficialidad de pretender la toma del poder mediante la palabra o la solicitud misma, apelando a una legitimidad que esté más allá de las mayorías en las calles o plazas (como «pueblo» movilizado, que siempre es condición necesaria pero no suficiente para el éxito de la revuelta o asonada).
A este olvido de la filosofía, que gobernar es ir por el bien, la justicia y la verdad, se le agregó en nuestro occidente secular la conformación del poder instituido, mediante una instrumentación, que devino en tríada por el valor simbólico del tres y que determinó, casi sin querer, una especie de lógica de contrapesos, en donde los poderes judiciales, legislativos y ejecutivos serían la interactuación de nuestras institucionalidades.
Al pueblo se le brindó la posibilidad supuesta de que eligiera, en dos de esos poderes, haciéndose oculto, el poder en teoría menos poderoso, pero en su traducción, el de mayor poder, es decir al que la ciudadanía no elige en forma directa, el judicial.
Verdad y método. ¿Cómo funcionaría lo conjeturado en términos concretos y específicos de tomar el poder más allá de sectores movilizados y de la nueva legitimidad que se pretenda imponer, más allá de la dinámica de comunicarlo por redes o dispositivos de vinculación?
Si mediante el logos, normativizado o colegido, por derecho internacional u organismos que agrupan a la mayoría de las naciones establecemos no sólo principios que determinan, por ejemplo, los derechos elementales del hombre, sino índices e informes que nos permiten saber en qué países, por ejemplo estos se incumplen flagrantemente, entonces se debe aplicar, sin temor a caer en injerencismos o tutelamientos que no correspondan, esta fuerza, este poder, esta verdad, para que en tales lugares los gobiernos dejen de ser tales, suprimidores y mediante una intervención de un comité de notables, al cabo de cien días establecer una demarquía en dicho lugar para que la búsqueda de la verdad social o colectiva, al menos lo determine la suerte.
La instrumentación de una institucionalidad que se declare en defensa de lo democrático, cómo supra valor, más allá de lo electoral que en una primera instancia legitimó esto mismo que puede percudirse en la dinámica de los hechos y en la corrupción de sus integrantes, habilitando el concepto democracia como lo posible por sobre lo pétreo e inmodificable de un absoluto imposible de ser interpelado y modificado.
Pondremos un ejemplo, más allá del que está en curso, actualmente en el Perú, y de lo ocurrido en el capitolio y en Brasilia.
De acuerdo a tales parámetros, Eritrea sería un país en donde las calamidades que no aceptamos desde lo teórico y consensual o normativamente establecido, se llevan a cabo, infligiendo no sólo sufrimiento cotidiano en tal lugar, sino nuestra complicidad pasiva y oprobiosa que derriba la utilidad tanto del derecho, su aplicación como del concepto de la solidaridad humana.
Una comisión de voluntarios, en nombre de todos los que decimos creer en estos valores de occidente (es decir en el valor del logos o de la palabra) una vez llegados hasta allí (el aporte para el traslado y demás lo pueden hacer de sobra, la cantidad de organizaciones y fundaciones en el mundo que con fines sociales, políticos o benéficos trafican sus manejos financieros en sendos paraísos fiscales) a los oprobiosos gobernantes, que están al mando de las calamidades a las que hacen padecer al pueblo, se les da unas horas para que se retiren amistosamente, caso contrario la intervención podría ser más contundente y palmaria (en Occidente la última ratio es la violencia) y al término de cien días, la comisión al mando, establece una demarquía (un gobierno que elige a sus integrantes por sorteo) para que sea la suerte (nada más democrático que el azar) quien fije las pautas de tal lugar en el mundo, que de ser el de mayor índice de calamidades pasaría a ser el que busque la verdad, por intermedio de la suerte que le depare quien resulte ser elegido como gobernante.
Por supuesto que lo más probable (en verdad no podemos determinar el grado de probabilidad sólo lo expresamos en términos literarios) es que la comisión no sea tenida en cuenta o corra riesgo de ser exterminada, al plantear, mediante la palabra, la consecución del poder, o enseñar para qué necesitamos del mismo.
Bien valdría la demostración. No sólo que el poder, fácilmente se puede tomar mediante la palabra, sino que la reacción, al ser tan contundente como violenta, estaría ratificando que el poder político, sólo tiene como razón de ser una verdad supuesta que no es tal, ni mucho menos pretende a través de la misma el bien o la justicia, dado que la condición de la verdad es su perspectiva dinámica, cuestionable, nunca aprehensible ni mucho menos absoluta. La verdad o su búsqueda, se construye cotidianamente en los recovecos del transitar humano que tiene un logos que se siente en el pensar para ser socializado en su devenir político, como regla, como punto de partida o de llegada. El buscador de verdades es en definitiva quién gobierna mucho más allá del mando, sea este real, simbólico o imaginario.
“Lo que llamamos crisis de la democracia no tiene lugar cuando la gente deja de creer en su propio poder, sino, por el contrario, cuando dejan de confiar en las élites, aquellos que supuestamente lo saben por ellos y proporcionan las líneas maestras, cuando experimentan la ansiedad que indica que el auténtico trono está vacío, que ahora la decisión es realmente suya” (Zizek, 2016, p. 208).
Alguien pobre al punto de no poder comer o luchar para ello, difícilmente tenga las ganas y las condiciones de posibilidad para analizar palabras, para pensar y finalmente para emitir un pensamiento o una reflexión.
De esta desgracia humana, de esta ausencia de poder o vacancia, es de la que no nos queremos hacer cargo. En los términos de la justicia platónica, ideal o una justicia en sí, kantiana (universal y establecida como imperativo categórico) o en los términos morales de cualquier religión, un pobre o un marginal no debiera poder votar, dado que no se encuentre en condiciones de poder hacerlo.
Pedirle que vote, que haga el esfuerzo para que se sienta, hipócritamente parte de la sociedad, del circuito político entre ciudadanos y representantes, es en verdad una perversa demanda que les arrancamos u obligamos a cumplir quienes no padecemos la barbarie de la pobreza.
Dado que tenemos el poder de no hacer evidente lo que ocurre (en muchas aldeas que se consideran democráticas, la pobreza llega a la mitad de la población) lo exaltamos en grado sumo. Actuamos pornográficamente, comprando los votos a los pobres, mediante dádivas o promesas, o siendo cómplices de la escenografía. Lo mismo sucede, cuando protestamos por derechos que creemos que están siendo afectados, cuando utilizamos a la violencia como instrumento, o incluso cuando escribimos o leemos.
Actuamos pornográficamente, comprando los votos a los pobres, mediante dádivas o promesas, o siendo cómplices de la escenografía.
Usted puede dejar de hacerlo en cualquier momento y por más palabras que aquí, como en cualquier lugar se pongan, ninguno de los que escribimos podemos determinar qué sucede cuando los conceptos ingresan en las mentes lectoras.
Es el mismo poder operando en su dinámica infinita. El principal distrito de la política, es decir, el que puede ser modificado, tensado, no es el ámbito de la territorialidad, del cuerpo o de la acción, sino de la palabra, del concepto y de lo que pueda determinarse a partir de lo que se defina previamente como curso a seguir.
No casualmente estos ámbitos de la política, de lo político, son los menos conocidos, los menos divulgados, socializados y trabajados. El poder no puede manifestarse al mismo tiempo, en simultáneo entre muchos, bajo criterios de equidad. Nunca dejará de ser ese instante que determina que uno nazca y luego muera, en el mientras tanto el sentido político trata de ver si podemos pasar de ciudadanos a gobernantes o representantes, más allá del sistema que se establezca e incluso si lo deseamos o no para nuestras vidas, el poder no pregunta, actúa y lo mejor que podemos hacer es prepararnos para cuando nos toque, nos roce o estemos próximos a poder observarlo en plenitud.
“Hay una democracia espontánea, vigente y actuante, que no alcanza, sin embargo, la sanción oficial, y una democracia institucionalizada, cuya vigencia es a duras penas formal” (Salazar Bondy, 1969, p. 24).
Un 6 de febrero de 1974, el filósofo y educador Augusto Salazar Bondy, ingresaba a la inmortalidad que sostuvo, frenéticamente, por intermedio de sus obras, pensamientos y accionar educativo, que casi medio siglo después y pandemia mediante, siguen siendo desafiados en su posibilidad de concreción por problemas estructurales, culturales y filosóficos que los detallaba con precisión meridiana el autor:
“La existencia de un gran número de locales inadecuados, desprovistos de las más elementales condiciones de higiene escolar; un gran déficit de material didáctico, inclusive del más simple; insuficiente reclutamiento de maestros; mala preparación de muchos de los que están en actual servicio y niveles de remuneración muy bajos, no sólo incapaces de servir de aliciente para la expansión del magisterio sino inclusive de asegurar un nivel decoroso para quienes se dedican a la función docente. Pero hay un defecto cualitativo que es todavía más grave: la educación no está concebida de acuerdo a las exigencias de la sociedad ni planeada en función de su desarrollo futuro. Fiel reflejo de una política que ha sido conducida dando las espaldas a las demandas del país, esta educación, deficitaria como es, significa un gran dispendio de las energías nacionales” (Ibídem, pág 24).
Conceptos claves como “dominación y liberación” de Salazar Bondy, se reconvierten en la actualidad, en la coyuntura de la hegemonía y las restricciones sanitarias, en “seguridad y libertad” que los estados, prestos para dictaminar los confinamientos y demás aspectos invasivos que alteran el statu quo de lo público y lo privado, delegan en cada uno de los seres humanos, para dejarles en verdad, la responsabilidad de sus vidas, de la posibilidad de contagio, de no acceder a una cura o fiabilidad de una vacuna, escondiendo el pantagruélico fracaso de lo colectivo.
“La pérdida del ser libre del hombre es su destrucción o su alienación…puesto que los pueblos pueden desaparecer de la historia, la libertad está expuesta a ser destruida; puesto que, en última instancia, el hombre como especie podría ser aniquilado, la libertad es una realidad contingente…La ignorancia, la servidumbre, la parálisis y la disolución sociales, la extrema necesidad que condena al hombre a las conductas instintivas elementales, son algunas de estas variedades de la reducción de la libertad que alienan al ser humano”(Salazar Bondy, 1969, p. 146).
Tal como lo definió Vidarte, y lo advertía Salazar Bondy, es el escenario de la “horda”. No hay más norma, normatividad ni normalidad que la supervivencia.
Continuamos en la complejidad, tal como los marinos, de estar entre los dos monstruos marinos mitológicos que nos azuzan de cada extremo.
Escila y Caribdis caras de un mismo destino que nos venimos forjando, entre otras cosas, por no recordar, no pensar, ni actuar en base a los que lo han hecho, desde hace valioso tiempo atrás hombres y mujeres de la talla de Salazar Bondy, quiénes antes de escribir sobre lo particular de la condición humana, la supieron observar, analizar y pensar desde las referencias dejadas por la tradición de la dinámica filosófica, de la filosofía en función de estado, de gobierno o cómo égida del poder.
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