LOS AVATARES DEL PERIODO ESPECIAL – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL
Soler, el directivo español, eludió un camión peso completo empeñado en apachurrarnos, giró hacia la izquierda, en dirección a la autopista , detuvo la marcha y señaló hacia un artefacto metálico más o menos rectangular el cual, en su momento y a juzgar por las evidencias, tuvo tres ruedas y ahora solo tiene una, ponchada para más señas. Leyó en voz alta el texto de un cartel pintado en una de las paredes del esperpento: “Somos la diferencia”. Y debe ser cierto: en mi vida he visto cosa semejante’, me dice y agrega: en España hay coches, ciclos, autobuses; en Cuba, hay carros, bicicletas, guaguas y, objetos no identificados.
Volvió a encender el auto y mientras conducía hacia la bahía me relató los pormenores de la última iniciativa de Karelia Marbelis, apoyada virilmente por él. La aventura consistía en vivir un día en moneda nacional.
Me contó que en la mañana tomaron un camión y se fueron a la zona de Punta Gorda, sin problemas. Como los extranjeros, como norma, no pueden viajar en la lancha de la Marina acompañados por cubanos y por tanto no almuerzan en el bello restaurante el Cayo y como dicha instalación solo vende en divisas, decidieron comer algo en un restaurante cercano, el cual tiene la virtud de que se puede pagar con dólares o con pesos cubanos.
Fue una experiencia interesante, agrega, incluso a la hora de ir al baño pues, en la taza, había un gran trozo de hielo. La postmodernidad, le comenté al administrador. La postnecesidad, rectificó el tío jefe: “resulta que no hay agua y como el hielo tarda en derretirse nos ayuda a conservar la higiene”. Así son ustedes, así de innovadores.
La comida, salvo el bistec un poco duro, no estuvo mal. El problema fue a la hora de pagar: la mesera exigía el pago en divisas, pues los extranjeros debían hacerlo en esta moneda: orden del administrador. Le expliqué que era mi novia quien deseaba pagar, pero la moza no cejaba. Por fin el administrador intervino, sintetizó la situación económica del país y autorizó el cobro en moneda nacional. Karelia obtuvo la primera victoria del día: logró pagar la cuenta.
Mas, lo terrible faltaba por venir; eso infiero de lo que narra mi amigo. Y lo terrible fue el regreso. Después de varios intentos fallidos se sumaron al tumulto y consiguieron subirse en un camión atestado de excelentes personas quienes cariñosamente los empujaban, los estrujaban, los magullaban y les sonreían. Tras una curva amplia Soler logró rescatar a Karelia quien había desaparecido inesperadamente; diez empellones más tarde, alguien lo llamó tío, pidió permiso para bajar y le pisó el zapato izquierdo; seis pisotones más tarde se repitió la misma historia cuando una elegante mujer protestó porque le querían hacer un hijo en pleno viaje y un joven ofendido la mandó lejísimo y la conminó a tomar un taxi; dos paradas más tarde y sin previo acuerdo entre las partes, por esa telepatía cómplice que solo el amor conoce, se bajaron del monstruo y decidieron continuar a pie el resto del trayecto.
Caminaron por las calles, sí por la calles, porque las aceras estaban tomadas por ciudadanos que charlaban alegremente e impedían el paso a sus semejantes. Había puestos de frituras. Había un relojero ambulante con mesa y todo, sentado frente a unas señoritas uniformadas que custodiaban un carrito que no tenía producto alguno. Había una mesa de tres patas ocupada por un grupo de apasionados hijos de la madre patria quienes jugaban dominó y discutían a gritos.
Agotados, se sentaron en el parque de Ferreiro, cerca de la casa donde pasarían el resto del día. Aún no se habían acomodado en uno de los bancos cuando un hombre bien vestido vino a ofertarle tabaco cubano, el mejor del mundo, original y sin copia; un chaval le propuso un taxi y una chica prometió conseguirle un alojamiento por un precio módico que se duplicaba si además tenía que proporcionarle la mujer. Karelia quería matarla, afirma Soler.
Se fueron para la casa que le alquiló una amiga de la mulata, para pasar el fin de semana. Armando Soler entró raudo, se quitó la camisa y se tiró en un cómodo butacón. Karelia desapareció durante unos minutos y reapareció fresquita con una bata transparente, un par de copas de añejo, un botellín de agua con gas: la aventura en moneda nacional había concluido. Colocó las bebidas sobre una mesita y sacó de debajo de la manga la sorpresa: tenía en su poder – aunque todavía no había salido al mercado- el primer disco compacto de aquel grupo tradicional cuya primera canción era precisamente aquella que ellos bailaron en el cabaret Tropicana, no porque quisieran bailar sino para enredarle a Soler el resto de su existencia. Era su regalo de despedida. El la abrazó emocionado y se dispuso a volver a bailar aquel son contagioso que ya comenzaba con unos acordes de tres, al cual se le incorporaban unos tímidos repiques de bongó y cuando la entrada del resto de los instrumentos indicaba el final de la introducción y el inicio de la gozadera; joder, hombre, se fue la corriente. Me cuenta y sonríe.
Llegamos al restaurante de la bahía, lugar a donde invité a cenar a Soler y le preparé una sorpresa que no fue tal. El custodio lo saludó amable y se comprometió a cuidar el carro y cuando entramos al salón las camareras vinieron efusivas hacia él y lo llamaron niño y amor: era el mismo restaurante de la aventura en moneda nacional.
Soler anunció que sería su día de confidencias, que abandonaría su tradicional parquedad y me lo contaría todo sobre Karelia Marbelis, para que entendiera por qué necesitaba pedirme un favor muy personal.
Nos sentaron frente al mar. Pedimos algo para picar: masa de cerdo frita con bastante ajo, dijo Soler; ajo por ajo diente por diente, dije yo y añadí: una botella de carta blanca; de carta blanca, no de carta blanda; solo con el agua necesaria, aclaró Soler. Mientras esperábamos por la carne y como sabíamos que la espera seria larga, el asesor manifestó que su mayor insatisfacción residía en marcharse sin haber entendido bien a los hijos de la madre patria, algo así como a sus tataranietos.
Decididamente, argumentó, ustedes tienen un concepto de la lógica singular: van a trabajar sin paga los domingos y pierden el tiempo el resto de la semana; de cuando en cuando, en vez de descansar, van a prepararse militarmente, sin armas, para defenderse de un enemigo invisible; celebran cualquier contingencia buena o mala: en el trabajo hablan de fiestas y de mujeres y en las fiestas no cesan de hablar de trabajo; basta con que haya siete u ocho personas esperando el autobús para que se apiñen en perfecto desorden y sin embargo son capaces de marchar por miles, organizadamente, gritando consignas y , finalmente, en vez de ocuparse de sus tantos problemas, se dedican a mandar gentes a otras partes y a opinar sobre cosas que ni quienes las sufren las entienden.
Me confesó que estaba atónito de haber descubierto personas que creen aun en la democracia, la libertad de prensa y otras falacias dignas de la imaginación más delirante; gente que debaten con entusiasmo sobre puras ficciones. Declaró que había departido con gentes que se abrazaban en público y en privado probaban suerte con la elasticidad del pellejo ajeno. Bueno, en eso se parecen a nosotros, concedió.
Soler se sirve un trago extenso, me mira amistoso y me cuenta sobre Karelia Marbelis a quien conoció al final de su primera visita a Cuba, el día que se le ocurrió ir a la Casa de la Trova, en el corazón de la ciudad. Estaba dándose unos tragos con unos amigos adquiridos unos minutos antes, unos individuos que a juzgar por sus decires no eran muy aficionados a los quehaceres, pero si a los beberes; que conocían detalles de la historia de España que el mismo ignoraba; que no le permitían pagar ni siquiera una ronda – para que veas tío que no todos los cubanos andamos pendientes de los bolsillos de los extranjeros-; unos amigos que lo llamaban socio y hasta compañero, que lo conminaron a bailar unas cuantas veces y como no podían comprender que alguien se negara a gozar con un rico son de Eliades Ochoa, lo arrastraron pese a sus disciplinadas protestas, le sonaron dos o tres abrazos y se lo entregaron a una mujer recién incorporada al grupo.
La mulata lo atrapó por la cintura, interpuso entre los dos cuerpos unos treinta centímetros, por si acaso, -ignorando que según declaraciones oficiales recientes de los cancilleres de ambos países las relaciones entre Cuba y España estaban en su mejor momento –,y sin ninguna misericordia lo obligó a danzar a una velocidad incomprensible, le dio dos o tres vueltas, lo zarandeó un par de minutos y lo dejó plantado en medio de la pista entre las risas y los aplausos de aquellos tíos alienados, excesivamente cariñosos.
Terminada la bailadera el grupo comenzó a deshacerse. Los socios se despidieron varias veces y prometieron encontrase cualquier día de estos. Soler consiguió deshacerse de sus espléndidos amigos, logró alcanzar a la muchacha, le entregó una tarjeta diseñada en el primer mundo y le rogó que le telefoneara.
Karelia Marbelis no lo llamó y el español cometió una serie de errores temerarios. Retornó a los socios de la trova, les obsequió una botella cuyo envase semejaba el cuerpo de una mujer, compartió – por urbanidad- con sus nuevos amigos y finalmente se marchó sin haber averiguado nada. Cuando se dirigía a buscar su coche, uno de los socios, quien lo había seguido a prudente distancia, lo llamó, le puso una mano en el hombro, le dio la dirección de la chica y le endosó una recomendación: aunque en el amor los peores consejos son los que se dan, te sugiero que no la localices. Aquí hay muchas mujeres como ella, pero pocas con la cabeza tan dura como su orgullo. Viene por aquí a veces, porque es investigadora cultural o algo así. Casi nunca acepta bailar y menos beber. Cuando baila ya viste los resultados: es una fiera científica…Bueno, y si a pesar de las dificultades eres de los que dicen yo sí puedo y te decides a atacar, auxíliate de la poesía, es mi sugerencia, concluyó el tío solidario, y dejó al asesor con el agradecimiento en la boca. Entonces Armando le prometió a Soler que en lo adelante, por encima de cualquier manifestación de cachondeo, cultivaría el afecto de aquellos seres humanos hermosos e inteligentes.
Al día siguiente apresuró las tareas de la jornada, se calzó los arreos del valor y al atardecer se apareció en casa de la mulata. Por poco no llega. Pero, al final de la encrucijada, después de doblar hacia ambas manos, de subir y bajar por calles ilógicas, lo consiguió. Alguien le señaló una casa pintada de verde que Soler identificó de inmediato porque había pasado varias veces por delante de ella. Hoy puede ser un gran día plantéatelo así, le dice Armando Serrat a Armando Soler.
Karelia lo recibió con una actitud indescifrable. Aunque estaba en paños mayores, parecía desnuda. Lo mandó a pasar, a sentarse y el obedeció puntual. A continuación vino el desfile de los familiares. La mulata actuaba como presentadora. Alguien le trajo un café y él dijo gracias pero olvidó tomárselo; fue una de sus pocas decisiones sabias durante la visita.
Soler acopió fuerzas, recordó quien era y a que había venido; apeló a la memoria de sus antepasados, evocó los consejos prácticos de su madre y de su socio sin nombre y le entregó a Karelia un libro de poemas y un ramo de flores que desde hacía un buen rato tenía en la mano . La mulata le dio las gracias y el asesor, a pesar de conocer la teoría de la evaluación de riesgos, la invitó al cabaret Tropicana, el sábado, debe ser pronto porque me quedan solo días en esta maravillosa tierra, añadió totalmente serio.
Karelia no dijo ni que si ni que no y lo acompañó hasta la puerta. Pero, el sábado, cuando el español regresó, estaba vestida para la ocasión, solo le faltaba maquillarse. Soler aguardó junto al auto, atento a unos mozuelos que le daban vueltas a su coche. Cuando los muchachos se percataron de la oportunidad empezaron a pedirle chicles, una vueltecita tío, y como el chofer no parecía entender, uno de los más grandecitos y osados intentó formular una solicitud rarísima en un inglés macarrónico. El español se indignó tres veces: por la naturaleza descabellada de la petición, por la lengua en que fue formulada y por la imperfecta pronunciación del solicitante. Estaba tan cabreado que iba a estallar, cuando la aparición de la mulata los salvó a todos. Soler le abrió la puerta, subió al auto, arrancó suavemente y desparecieron perseguidos por los ojos atentos de medio vecindario.
En Tropicana todo iba de lo mejor. Una orquesta, cuya plantilla debía estar inflada, tocaba una música un poco estridente, pero audible. Un grupo de bailadoras y bailadores de género indefinido evolucionaban con pulcritud. De pronto dos parejitas que compartían amigablemente en una mesa contigua comenzaron a intercambiar insultos, sus representantes masculinos amenazaron con irse a las manos y entonces estuvieron al borde de presenciar un conflicto internacional porque dos italianos- quienes seguramente habían oído hablar de las tropas de paz de la ONU-, aunque ni se acordaban de las madres que los parieron, trataron de aplacar los ánimos de los presuntos contendientes , con tanto vigor, que los jovencitos de marras rectificaron la identificación del enemigo y ya se disponían a combatir contra los extranjeros cuando la intervención de los dependientes canceló la confrontación . Entonces se pasó de la supuesta refriega a las necesarias explicaciones; se pronunciaron disculpas y se restableció la paz. Son la mejor gente del mundo y la más mansa, le dice Armando Colón a Karelia Isabel, quien por fin sonríe.
Karelia conduce a Soler al patio bar donde intercambian biografías. Ella está sorprendida de que un hombre como él, todavía joven, haya viajado por tantos países y aún conserve la capacidad de concebir con el mismo amor e idéntico coraje acciones tan diferentes como elaborar un plato, servir una copa y paladear un verso. Él está sorprendido de que una mujer como ella, bella e inteligente, no haya viajado a ninguna parte salvo en dos ocasiones a la capital, que no le interesa trabajar donde puede conseguir más dinero, sino aferrarse a sus versos y, sin embargo, cuanta paradoja, en vez del mundillo artístico prefiere estar encerrada en una oficina dedicada a la investigación de la cultura.
Y la paz restablecida se habría consolidado si al español no se le hubiese ocurrido la idea de invitar a bailar a la mulata. De inmediato Karelia asumió la iniciativa, tomó a Soler por un brazo y lo llevó hacia la pista.
– Fueron sus pies y no mi corazón los responsables del inicio de la catástrofe; sus pies que conjuraron la torpeza de los míos. Fue su cadera diestra en contorsiones la que me empujó hacia la ruina. Fueron sus movimientos, los que arrasaron con todas mis lógicas. En aquel instante olvidamos las diferencias nacionales, sociales y etáreas y acabamos en segundos con media docena de teorías elaboradas por sicólogos y sociólogos que nunca han bailado con Karelia en Tropicana y por tanto ignoran los caminos que conducen al paroxismo, me confiesa, pero no sonríe.
Fue la última vez que salieron. Al regreso Soler condujo con todo cuidado hasta la casa de Karelia. Le entregó otra tarjeta y le dio un beso casi familiar de despedida. La mulata le dio la mano. Luego hizo como si olvidara algo o se hubiese arrepentido y le propinó al asesor un beso tremebundo, nostálgico y procaz, hospitalario y soez. Prometió llamarlo mañana. Soler estuvo a punto de gritar ¡Viva Cuba o Abajo el embargo!; pero se contuvo. Evidentemente los cancilleres tenían razón: las relaciones entre ambos países estaban en su mejor momento. Todavía el asesor se pregunta qué milagro humano o divino impidió que su corazón desorientado se mantuviera en su sitio y no le saltara del pecho como es de rigor en estos casos.
Soler retornó a España, anduvo por varios países desde los cuales envió noticias a Karelia. Jamás mencionó la palabra amor. Pero, contra todos los pronósticos, incluido el del Instituto de Meteorología, regresó: en su agenda estaba la urgencia de responder una pregunta.
De pronto y sin ninguna justificación, el asesor comenzó a hablar de política. Cuando su charla aumentaba de trote por tan escabroso terreno, apareció la dependienta con una bandeja tan incitante como su sonrisa. Y yo aproveché para cambiar de tema y de toma. Entonces Soler me aseguró que se iba sin concretar varios proyectos:
Se iba después de trabajar bastante. No tanto como aspiraba el gerente cubano, quien le hizo un plan que para cumplirlo necesitaba permanecer aquí no tres meses, sino tres años. Me voy satisfecho, pero inconforme, como le agrada decir a los jefes aquí, dice.
-Me marcho, agrega, sin haber hecho muchas cosas, sin haber podido aceptar ciertas invitaciones, algunas de ellas espeluznantes.
Por ejemplo, se iba sin visitar la escuela de turismo porque no lo invitaron. O sí; querían que asistiera a un curso titulado “Tácticas y estrategias en la formación de los recursos humanos en la hostelería contemporánea” o algo así. Un curso tan corto que duraba un día y un programa tan complicado que se necesitaba un año para darlo.
-Sin embargo, añade, tengo entendido que lo dieron y luego celebraron los resultados con una fiesta monumental. En eso de las celebraciones, Manuel, ustedes van bien delante en la competencia.
Toma un respiro y vuelve a la carga.
-Regreso sin haber complacido a unos amigos espontáneos, tan morenos como desinteresados, quienes se ofrecieron para acompañarme a visitar el hotel nuevo, el de la playa, donde iba a salir muy bien porque solo tenía que poner el coche y una caja de cervezas enlatadas, porque para conseguir cervezas en moneda nacional… porque el transporte en Cuba… Imaginativos los chavales, eh.
Me voy sin complacer , por falta de tiempo, a unos alumnos de la primera visita quienes me llamaban maestro y me convidaban a irme a conocer Pilón de Manzanillo, un lugar maravilloso donde podíamos formar una juerga interminable, comer carne de oveja asada y beber los rones más duros del universo, rones que, según afirman, te cocinan hasta los malos pensamientos.
Por cierto, señor Manuel, los mozos de Pilón son muy creativos. No solo sostienen que la coctelería tiene respuesta para todos los males, desde el mal de amores hasta el mal de ojos, la gripe, la cobardía, la descomposición estomacal o el exceso de ternura. Pues – y eso lo aprendieron de gente como yo-, hay cocteles buenos para levantar el ánimo o para atemperarlo, para entonar el estómago o para sosegarlo, para erizar la piel o para adormecerla. Su imaginación azarosa va más allá. Según estos chavales los preparados con ron y yerbas aportan el alcohol necesario para elevar la efectividad de la medicina tradicional y abren nuevos caminos en el tema. De suerte que de los mejunjes a base de ron ligado con hojas y raíces se obtienen resultados portentosos. Así, para combatir la pereza nada tan bueno como un trago de ron ligado con jengibre; para alejar la gripe nada mejor que ron con limón y si el catarro se enraíza, para sacarlo, beber ron con eucalipto y; para poner a punto la masculinidad, nada tan apropiado como el ron con curvana o curvano, el nombre es lo de menos.
El mozo más imaginativo, Julito, tiene una teoría interesante. En vez de dedicarse a cuestiones tan costosas como hallar y producir petróleo o atraer extranjeros para que dejen la pasta y de paso todas sus miserias aquí, es mejor producir curvana a bajo coste, y exportarla. ¡Qué te parece, tío!
Le digo que parece una hermosa locura.
-De verdad que lamento no haber tenido tiempo para ir a Pilón, lugar que conozco solo por fotos. Me han dicho que es un sitio donde se juntan la belleza del paisaje y de la gente. Yo que tanto hablo de decidir, estaba vez fui infiel a mi propio credo. Tenía que haberme decidido, pero no lo hice. No obstante, Julito me enseñó el secreto: de la combinación del ron con curvana se obtiene un brebaje picoso cuya ingestión provoca que el miembro se mantenga en un estado de alarma permanente. Y aunque no soy un tipo curioso, hay asuntos que me conminan a desafiar la tradición y experimentar.
Te confieso, que me agencié, con un poco de trabajo, un mazo de curvana que vale un peso y por el que me cobraron un dólar. Pero, no pasa nada. Preparé la combinación y la probé. Fue un día tremendo; una noche en que estuvimos al borde de amanecer haciendo el amor. Ese día sentí el agradecimiento de Marbelis y me levanté orgulloso de mis facultades. Créeme, Manuel, la curvana es uno de los inventos excepcionales de este siglo. No entiendo por qué ustedes no toman nota de los pronunciamientos de los mozos de Pilón.
Le prometí trasmitir su inquietud en las próximas horas.
-Tampoco pude agradecerle el gesto al tío que me proporcionó la dirección de Karelia. Una noche me aparecí de incógnito en la Casa de la Trova. Esperé un rato hasta que descubrí al hombre. Pero un amigo de mi chica se me adelantó y me propinó un saludo muy efusivo. Le pedí, por favor, que fuera discreto y le confié mi intención. Le solicité que me ayudara a sacar al tío del grupo, pues yo quería ofrecerle un presente en privado. Entonces me dijo que aquel hombre era un tipo medio cuerdo, solo que gustaba de enredarlo todo, incluidas las cuestiones relativas a las vicisitudes del corazón, sus marchas y contramarchas y que lo hacía con el único motivo de endulzar la imaginación ajena porque la suya estaba podrida. Esta confidencia me aterrorizó y me fui de inmediato sin escuchar las suaves protestas del nuevo amigo. Desde luego, nunca le conté este enojoso asunto a Karelia Marbelis.
Finalmente, me confesó, que se marchaba sin corresponder a la petición más audaz que le han hecho en su vida: participar en un evento internacional de semiótica, disciplina de la que no tiene la menor idea. Una amiga insistía en llevarlo porque, según ella, el año pasado en el congreso hubo tres extranjeros y este año la cuota debía ser superior; y, razonaba la chica, si hay una semiótica de los espacios abiertos, de la imagen, de la cultura, por qué no puede haber una semiótica de la cultura de las culturas, de la cultura culinaria. ¡Vamos tío!
-Regreso con la mancha de haber asistido a un partido de fútbol donde a los jugadores, si hubiera sido en mi país, no les habrían permitido estar ni en los palcos. O de haber ido, por gilipolla, a una especie de toreo infantil donde unas vaquillas daban un espectáculo lastimoso. Hombre, venirme a mí con fútbol y con toros; ¡qué falta de consideración, tío!
Y sobre todo, me voy sin definir mi relación con Karelia Marbelis. Me dice, y se pone absolutamente serio.
Se calla y yo respeto su silencio. Se sirve un trago cuya proporción despertaría la envidia de los mejores bebedores de mi barrio.
-Yo no escribo libros como tú, creo que has escrito dos ¿no?
-En efecto, dos y estoy armando un tercer libro, sobre el turismo, aunque no estoy totalmente decidido a escribirlo.
– Al principio, se me ocurrió la idea de oír anécdotas. En varios países donde he trabajado para la LTI, cuando me quedaba tiempo, me gustaba sentarme a oír a la gente de pueblo, es un modo de homenajear a mis padres. Pero aquí oí cosas tan tremendas que decidí coleccionarlas, porque por mucho que me mentalizara no podría recordarlas todas, que digo todas, ni siquiera las más sustanciales y apetitosas. Te confieso que tuve que desistir. A lo mejor estos papeles te sirven.
Y me extiende un legajo voluminoso.
Le doy las gracias y le pido concentrarnos en la comida porque Marbelis debe estar al llegar. No es mucho el tiempo que les queda, digo e inmediatamente me percato de mi indiscreción. El asesor agradece con los ojos la sugerencia y dice enigmático: tal vez tengas razón, no sabemos qué tiempo nos queda y ese no saber nos une.
Comimos bien. Y cuando retomábamos el tema de la política, llegó Karelia Marbelis. Ahora comprendo el problema en que mi amigo español está metido.
Armando Soler actúa como presentador.
-El señor Manuel Gómez.
-Mucho gusto, digo yo
-La señorita Karelia Marbelis.
-Encantada, dice ella.
Soler nos mira alternativamente.
-Te pido que cuides de Karelia, me dice muy serio y agrega, si segundas partes nunca fueron buenas, terceras partes serían imposibles. Habrá que decidir y eso no lo podemos hacer aún, alega… Ah, y si por fin escribes el libro, tío, no te olvides de estos dos amigos.
Manuel abraza a Soler y le extiende la mano a Karelia. Pueden contar conmigo, afirma enfático. Y se va con una nube de premoniciones y conflictos.
Al rato Soler y Karelia entran al hotel. Es posible que sea una de las últimas veces que se vean El asesor le ha pedido que no lo acompañe al aeropuerto porque las despedidas solo sirven para alimentar rencores y esperanzas. A Karelia no le gusta la idea, pero accede.
Cuando la recepcionista sonríe y le entrega la llave de la habitación, empieza la parte culminante de la tortura, pues apenas entran comienzan a desvestirse, como si hubieran recibido una orden apremiante. Karelia huye hacia el baño y regresa impoluta: tiene como único atuendo un par de zapatos del mismo color de su piel y de su pelo que Soler le trajo de algún lugar del planeta.
El asesor no sabe qué hacer con tanta carne para él solo, no atina a identificar el sitio por donde comenzar y teme asumir la iniciativa porque ahora su hembra innovadora, para animarlo o para alargarle la agonía, se le sienta al lado, entreabre las piernas, le alcanza un cigarro y empieza a leerle uno de los poemas del libro que él mismo le obsequió la primera vez que visitó su casa. Las manos auténticas y ligeras de Karelia, esas manos expertas en ternezas, exclusivas en halagos, exploran todas las dimensiones de su hombre situado en la otra orilla de la adversidad:
“’Déjame que te diga adiós entre sonrisas
Que mis lágrimas sean el corcel que galopa de alegría
Déjame decirte callada, silenciosa
Mientras te sueño en mis brazos todavía.
Déjame que te hable también con mi silencio
Para evitarme las palabras y el dolor
Déjame verte ir sin prisa, amoroso
Como si no supieras que todo se acabó.
Así el destino que un día nos uniera
Pone fin a tu ausencia y traba mi ilusión.
Así como la ola va y viene por la playa
Así como se rompe, se fragmenta el amor.
Por eso, déjame decirte adiós entre sonrisas
Mientras llora en silencio por dentro el corazón.
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