Ficha de baile

Por: MANUEL PÉREZ TOLEDANO

¿Te has vuelto loco? ¿De dónde vamos a sacar “la luz”?

– De las “fichas” y de lo que ganes por bailar – Exclamo “El Tigre”

– ¿Y si no quiero bailar?

– ¡Lo harás!

Ella iba a reír, pero una bofetada le cerro los labios.

– ¡Si te sales con alguien, te mato!…

“El Caifan” se arreglo las solapas des saco y desapareció.

Un alarido de trompeta desgarró el barullo. El músico inflaba los carrillos como si fueran de hule. De vez en vez, sacudía la boquilla del instrumento para librarla de saliva. A esa hora, el cabaret bramaba de calor y de música. La pista de baile resultaba pequeña para la multitud de parejas que danzaban lúbricamente.

La trompeta militaba aullidos estridentes de oscuros ritos africanos. El acompasado “¡Tam! ¡Tam!” del bongó, azotaba los oídos. En tanto, el baladista de la orquesta, con voz aguardentosa, entonaba el sonsonete:

“Suavecito, amá…

Suavecito, amá…

Suavecito, amá…”

En una de las mesillas del fondo, se acodo Irma, la “Poca Lucha”. Sus manos apretaban una docena de fichas. Los grandes ojos vagaban sin sentido de una pareja a otra, igual que si se tratara de monigotes absurdos. Tenía el cabello pintado de rubio y sus hermosos labios sangraban.

Una mujer envejecida, grotesca, de pecho enjuto y carnes fofas, se acercó a Irma; al andar daba traspiés. Apoyó un brazo encima de los brazos desnudos de la joven, y dijo con sorna: – A ver, ¿Para qué tantas fichas?… ¡Si todo se lo lleva el sinvergüenza de tu viejo!…

Irma se sacudió el brazo de su compañera y la obligo a sentarse junto a ella. En seguida, reunió las fichas entre sus dedos, en un solo montón, a tiempo de exclamar: – ¡Eso era antes! ¡Ya no soy tan idiota! Porque lo que es ahora… ¡Todo lo que gane será para mi hijo!…

Irma dio una profunda fumada al cigarro. El humo se perdió en el denso ambiente. Luego, continuo igual que si hablara sola:

-Si nace mujer… ¡no dejare que sufra lo que yo!… Por eso, todo lo que gane será para ella. ¡Nada quiero que le falte!…

Entre hipos, la vieja aprobó:

-Haces bien, “Poca Lucha”. ¡Ningún hombre vale la pena!…

Mírame a mi, convertida en una basura que ya nadie levanta… Cuando era como tú, jamás me faltaban machos que me explotaran…

-Entonces, ¿Tú músico, el de la trompeta?…

– ¡Bah!… Ese ruco no cuenta…

“Suavecito, amá…

Suavecito, suavecito…”

La música abrió un paréntesis. Las parejas se disolvieron entre risotadas. Empezaron a ocuparse las sillas. Los meseros iban y venían con las charolas repletas de botellas y de vasos. Cuando uno de estos se rompía, todos los parroquianos gritaban al unísono: “¡Pe eso!”

Embutida en un estrecho vestido rojo, llego hasta las amigas una compañera; tenia abundantes cabellos y demasiada pintura en las pestañas postizas. Se sentó junto a Irma. Un borracho de overol manchado de aceite, entregó a la mujer de rojo el dinero por haber aceptado bailar. EL pregunto:

– ¿Vas a bailar la otra conmigo?

– Pos si no te ganan – respondió despectiva la mujer. Después, se dirigió a Irma; ¡Que bueno que te veo, mana!… Figúrate que anoche, luego que te fuiste llego “El Tigre” a buscarte…

-Mariguano con toda seguridad.

-Chance… Y armó bronca con Pancho el cantinero… “El Tigre” lo descontó…

– ¿Y el patrón?…

– ¡Uy!… Se puso furioso. Tocó el silbato pa’ que vinieran los “chocos”. Nomás que “El Tigre” se trepó al rufo y se pintó de volada…

-Ha de andar bronco porque ya no le pasas la feria… -tercio la vieja, y se recargo de nuevo en el hombro de Irma.

Esta, oprimió entre las manos el conjunto de fichas y comentó:

– ¡Ha jurado matarme!… Cree el muy desgraciado que va a apantallarme con sus modales de rudo… -Y se tocó la boca con resentimiento.

La orquesta, encamarada en un tapanco, atacó alegre paso doble. El ebrio del overol manchado de aceite, corrió a sacar a bailar a la mujer del vestido rojo.

– ¡Ya agarraste barco, mana!… -eructo la ebria.

Un hombre de anteojos con todas las características de burócrata, se acerco a Irma:

– ¿Bailamos, muñeca?…

La “Poca Lucha” meneo la cabeza en sentido negativo. Entonces, el despreciado galán invito a la borracha; esta se levanto feliz. Untada al hombre, principio a mover las buidas caderas al compás del acelerado ritmo.

Irma quedó sin compañía en la mesilla solitaria. Daba profundas boconadas al cigarro. Escuchaba la música; de sobra conocida. ¡Su “trabajo”!… Miro en derredor el penumbroso salón, cargado de olores nauseabundos y lleno de gente sucia que bebía alcohol de manera ruin y desorbitada. A veces, se preguntaba de donde podía venir tanta gente así, noche tras noche, con ese mismo insatisfecho afán de embrutecerse… De pegar de gritos. ¡Y el odio!… ¿Cómo podía haber tanto odio?… Por cualquier nimiedad se trenzaban a puñetazos, despedazaban las botellas, y muchas ocasiones terminaban a puñaladas…

Tal vez ella no vería más ese cotidiano espectáculo. Estaba decidida a abandonar su infame “trabajo” para siempre. Julio era un señor grande, muy cierto, tan grande que incluso podría pasar por su padre. Pero, en el fondo, ¡que buen corazón! Aceptaba todo. Se comprometía a cuidar a su hijo en cuanto naciera; lo registraría a su nombre.  Por eso era conveniente dejar a “El Tigre”.

Este jamás sabría que ella llevaba un hijo de ambos en las entrañas. El niño iba a nacer lejos de su sórdida presencia.

Tendría un hogar en una colonia decente. Entonces estaría casada. La sociedad la respetaría al ver en ella una madre modelo. Seria buena y cariñosa… ¡Oh! ¡que terrible había sido para Irma el que recién nacida la hubieran encontrado tirada en un basurero!… Aunque no sé por qué, a ratos se sentía en peligro por las violencias de “El Tigre”. Temía que éste la arrebatara de sus sueños… Y un miedo terrible le erizaba la piel.

Siempre “El Tigre” le inspiró temor desde que la conociera en aquel salón de baile, cercano a la casa donde la habían recogido. Irma se escapaba con sus compañeras de escuela; escondían los cuadernos y los libros de geografía en una tienda vecina y se iban a bailar toda la tarde.

Allí, junto a la orquesta, se reunían los mejores bailarines. Estaba de moda el “rock”. Una de esas tardes conoció a “El Tigre”. ¡Que claro recordaba la primera vez que lo había visto!

El estaba de pie cerda del estrado de la música con su camisola de tela atigrada y su pelo crespo volcado sobre la frente y los hombros.

Muy pronto llegaron a entenderse. A la puerta de la escuela “El Tigre” la encontraba todas las tardes y la acompañaba a su casa. Y cuando la llevó al cine, Irma experimentó aquel extraño gozo de estar sentada con él en un lugar tan oscuro y solitario del anfiteatro.

A “El Tigre” le gustaba profundamente estrujarla, oprimirla, hacerle daño. Poco a poco empezó a encontrar agradable aquello.

Dejó de asistir a la escuela para estar más tiempo con él, y así poder disfrutar las delicias del baile. ¡Como le gustaba bailar!…

(Ahora, en cambio, ni porque le pagaran los clientes le gustaba hacerlo. Prefería beber con ellos; de esa manera, olvidaba sus problemas y ganaba las “fichas” de comisiones).

Cuando la señora que hacía las veces de su madre se enteró del noviazgo, casi la medio mata. Le dijo las peores ofensas: “Que, si de la basura había venido, en la basura tendría que acabar…” Entonces “El Tigre” le sugirió la fuga. Se marcharon a Guadalajara. Ahí ña metió en una casa mala, dizque para ayudarse mientras él conseguía empleo. Nunca lo consiguió.

Al menos, jamás trató de buscarlo. A poco, “El Tigre” tuvo dificultades con la policía y regresaron a la Capital. Obligada, Irma entró en el cabaret.

Entonces “El Tigre” comenzó a reunirse con hampones y la obligaba a engatusar a los clientes de dinero; los seducía con mimos hasta que aceptaban acompañarla al hotel. Una vez en la calle, “El Tigre” y sus secuaces los asaltaban para despojarlos de todo. Otras ocasiones, le ordenaba echar pastillas soporíferas dentro de la copa del cliente, para que cuando cayera dormido sobre la mesa, le robara la cartera.

Así, por ese estilo, era su destino al lado de “El Tigre”. Además, las invariables riñas por causa de dinero, que ocurrían todas las madrugadas, habían empezado a fastidiarla indeciblemente. Irma siempre la había dado el dinero integro. A pesar de eso, él la tachaba de holgazana, la llamaba “Poca Lucha” y otras cosas peores, pues continuamente estaba bajo el influjo de los tóxicos.

Ahora ella estaba en trance de explorar otra vida. Julio era un hombre bondadoso, amble y tierno. Con él se iría para ser su esposa. Acudiría por Irma esa misma noche para llevársela de allí definitivamente. Y esa música… Ese monótono paso doble, traía a su memoria la primera entrevista con Julio.

El pobre viejo no sabía bailar, pero se dejaba guiar por ella al sencillo compás del movido ritmo.

La orquesta ceso de tocar. El músico de la trompeta tenía los ojos abotagados y respiraba acezante. Bajó del tapanco; se abrió paso entre la multitud y llego hasta la barra.

– ¡Tequila doble, Pancho!

Luego, ya calmado, observó a las mujeres en busca de la vieja. Esta, colgada al brazo del burócrata lo incitaba a que invitara las copas.

– ¡Anda!… Pedimos unas “cubas” y mi amiga nos acompaña a tomar…

– Una copa sí la acepto- exclamó Irma

Ante la perspectiva de estar cerca de la joven, el hombre de anteojos – con todas las características de burócrata -, aceptó ser el anfitrión. Nada más que hizo advertencia:

– Sólo una tanda, ¿eh?…

La vieja le guiño el ojo a Irma y dijo en voz alta:

– Te presento a mi amigo, mana; se llama Juanito y dice que tú le gustas mucho…

Juanito se olvidó de la vieja y no quitaba la vista de encima de la muchacha:

– ¿Por qué no quisiste bailar conmigo, muñeca?

– Estoy muy cansa; pero si invitas otras copas, quizá me den ganas – respondió Irma en franco plan profesional.

– Eres muy linda, muñeca…

– ¡Hey!… ¡No te mandes!… ¿A ti no te amarraron las manos de chiquito?

El músico de la trompeta volvió al tapanco. Al rato, un sonoro mambo animaba a la clientela.

A las doce y media de la noche, Julio entró al cabaret. Era un hombre obeso ya maduro, bajo de estatura. Su ridícula figura se desplazaba de un lado a otro del salón en busca de Irma.

– Ahí te buscan, mana…

La “Poca Lucha” se liberó de los brazos del burócrata, el cual, a esa altura – doce tandas de hilo -, había guardado sus antiparras, estaba despeinado y los ojos se le veían saltones y risibles.

En seguida, la joven se dirigió a la barra. Las parejas levantaban el polvo del piso, tapizado de serrín. Depositó en el mostrador el puñado de fichas y dijo al encargado de la caja:

– ¡Cámbiamelas, Chucho!…

Después de recibir el dinero, se encaminó al baño.

Las paredes estaban pintarrajadas de palabras y dibujos obscenos la “Poca Lucha” es esto, y lo demás allá.

– “¡Envidiosas!”, pensó Irma.

Se alzó la falda hasta el liguero de la media; su blanco muslo era de un dibujo perfecto. Con mucho cuidado, para que no se le “fueran los hilos”, ocultó los billetes, dentro de la media. A continuación, se arregló el cabello delante del espejo y salió del baño perseguida por el hedor.

Julio la aguardaba para conducirla a una vida nueva. Apenas había andado unos pasos, cuando su amiga, la del vestido rojo muy entallado, le cerró el paso, y con voz alarmada chilló:

– ¡Bórrate, Irma!… ¡Acaba de llegar “El Tigre”!…

El corazón de la muchacha se estremeció de angustia. Pensó en huir, más sabía que era en vano. Solo había una salida y esta la controlaba “El Tigre”. Por ello, para no complicar a Julio, retornó a la mesa donde la aguardaban el par de ebrios: el burócrata y la vieja.

– ¡Que bueno que volviste, muñeca!… – gimió el beodo que tartajeaba al hablar.

“El Tigre” era alto, con el bigote recortado, a lo villano de cine; espaldas anchas y hombreras exageradas rellenas de guata. Su camisola atigrada: el pantalón amplio de las rodillas y estrecho de las valencianas, completaban su cursi vestimenta. Andaba en el cabaret con cínica naturalidad, mirada torva y retadora. Sus cejas se arquearon en un gesto amanerado. La nariz aquilina olfateo el ambiente en busca de su víctima. Las corneas de sus ojos estaban inyectadas, como si viniera intoxicado de droga.

Seguro de si mismo y de su forma, avanzó con paso firme hacia la mesa de Irma. La recia mano se apoderó de la muñeca de ella, y, dándole un brusco tirón, la obligó a levantarse a bailar. La joven obedecía maquinalmente.

“¿Cómo es posible que haya querido a ese hombre malvado y cruel? …” Estaba ciega; sólo así se explicaba el absurdo amor. Ahora, sentía por él un desprecio inaudito.

En medio de una ola de fuego, la voz de “El Tigre” le mordió el oído:

– ¡Chiva!… ¡Más que chiva!… ¡Anda, vamos al coche! – y la arrastró rumbo a la calle. El rufián añadió: – ¡Si pegas de gritos te rajo la fila!… ¡Anda, poniéndole!…

La “Poca Lucha” trepó sumisa al automóvil. Un desconocido empuñaba el volante.

– ¡De cuete, “Conejo”!… ¡Métele fierro!

El vehículo arrancó vertiginoso; las ruedas chirriaban al dar vuelta en las esquinas. “El Tigre” atisbaba hacia todos lados:

– ¡Ya verás cómo se le bajan los humos a la jaña, “Conejo”! – su mirada era siniestra, y a veces su boca simulaba una sonrisa demoníaca.

El “Conejo” metía el acelerador hasta el límite. El coche cruzó raudo a dos cuadras escasas de la Penitenciaría. En seguida, enfiló timbo al Peñón.

Irma empezó a experimentar un frío intenso que le calaba el delgado vestido de nylon. Su cuerpo tiritaba. Sabía que cualquier imploración resultaría inútil. “El Tigre” era inexorable, le hacia honor a su felino apodo.

El auto frenó en un paraje abandonado. A empujones e imprecaciones fue internada la muchacha en unos terrenos umbríos.

– ¡Órale, mi “Conejo”!…

Las luces de la ciudad se divisaban en la distancia. El zumbido de un tetramotor se oyó cercano. “El Tigre” alzó la vista y advirtió los foquillos verde y rojo que se encendían y apagaban alternativamente. Untó de saliva el cigarro y aspiró prolongado, sin arrojar el humo. De pronto, el resollar del “Conejo” lo percibió en la nuca:

– ¿Qué?… ¿La vas a enfierrar?…

Irma, tirada en el barranco, con las ropas desgarradas, alcanzó a vislumbrar el brillo del cuchillo. “Prefiero morir con mi hijo”, se dijo. Pero, al observar que “El Tigre” se acercaba hacia ella, emitió un grito de auxilio.

Un feroz puntapié le destrozó la boca. Los dientes se le desmoronaban como si fueran de maíz, entre los ardientes borbollones de sangre… Otro puntapié le reventó los ojos, y la nariz… Luego, perdió el conocimiento.

La página roja de los periódicos publicó la noticia, con un grabado a dos columnas del cuerpo de Irma “La Poca Lucha”, tronchado sobre la hierba, y una gran cabeza que decía, “BELLA JOVEN ASESINADA EN LOS LLANOS DEL PEÑON”, Adela Jiménez, la cabaretera envejecida, amiga de Irma, acudió al anfiteatro de la Delegación. Sobre la plancha de cemento yacía el cuerpo desnudo. La cara estaba desfigurada por los golpes. Cerca del pecho se abrían tres bocas siniestras que mostraban los labios regordecidos de sangre coagulada.

La vieja se persignó y murmuró el principio de una oración.

Uno de los muerteros limpió con un trapo mojado el rostro de la joven.

– Sí, es ella, Irma, la “Poca Lucha” – declaró Adela al agente investigador- Trabajaba conmigo en el cabaret…

– ¿A qué hora la viste por última vez?

– Deben haber sido las dos de la mañana…

– ¿Sospechas quién pudo haberla matado?

– ¡Ya lo creo!… ¡Lo conozco! – contestó enfática la mujer.

– ¿Quién es?

– ¡Un viejo llamado Julio!… Todas las noches iba a verla, se ponía muy celoso cuando la encontraba con algún cliente… ¡Y había jurado matarla!

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