Soportándolo todo

Por: JAFET RODRIGO CORTÉS SOSA

Pese a la cantidad de cicatrices que cundían mi piel, sin importarle al mundo el agonizante dolor producido por los repetitivos embates, de aquellos látigos que impactaban en mi contra; haciendo menos los sonidos chirriantes de las púas curvas que se clavaban en mi abdomen, provocando un inimaginable suplicio, las personas exigían mi silencio, pidiéndome calma, comprensión y una constante sonrisa.

Todo se desmoronaba por el cansancio, la pesadez, el desgaste natural del tiempo; cambiaba el ánimo de callar, por unas ávidas ganas de gritar todo lo que guardaba mi pecho, de liberar aquella bilis oscura que me quemaba por dentro, mientras el latido del corazón acompañaba mis anacrónicos movimientos.

“Aguanta”, “hazlo por los demás”, “mantén la calma”, “calla”, eran las palabras que aparecían arrebatándome la posibilidad de escapar, o por lo menos, que aquellos autores de mi sufrimiento, supieran el daño que estaban causando, y quizás con eso comprendieran un poco lo mucho que me estaba desmoronando.

Entre gritos sordos, este llamado de auxilio pudo colarse entre tantas murallas. No sé si llegue a buen puerto; no sé si cuando necesite increpar nuevamente el ahora, todavía me queden fuerzas. Lo que sí sé es que no podemos durar toda la vida callados, o no deberíamos por ninguna razón hacerlo.

NUESTRO DOLOR

No siempre tienes que comprender a los demás, no siempre tienes que ponerte en su lugar como primera instancia; también hay que ser en cierto grado egoístas y sentir lo que nos duele, y si algo nos duele demasiado, lo que tenemos que hacer es externarlo, porque de nada sirve nuestro dolor si la persona que lo está causando no sabe cuánto nos está lastimando.

Quizás las demás personas no tengan la obligación de saber qué es lo que nos duele, pero es tarea de nosotros decírselo cuando aquel dolor nos está corrompiendo hasta el alma; cuando es autor del arrebato de nuestra tranquilidad, causante de despertar pesadillas, desvelos; provocador de la pérdida de sonrisas, y el sentido de la vida misma.

Es nuestra tarea decirles a aquellas personas cómo nos han hecho sentir, externar nuestro desacuerdo contra sus actitudes y atropellos; decirles para que sepan cuán profundo se clavó aquel comentario, silencio, acción u omisión en nuestro pecho; cuán profundo se abrió la llaga que permanecía ahí desde hace tiempo; cómo es que rompieron nuestros sueños e ilusiones de un momento a otro; cómo es que sus palabras nos movieron el mundo haciéndonos caer, quizás en un charco pequeño, pero de igual forma arrojándonos sobre el agua salada.

NUNCA MÁS

No todo el tiempo tenemos que ser comprensibles y asentir con la cabeza; podemos gritar en su lugar un “no”, podemos externar nuestro repudio a sus decisiones, podemos decir abiertamente que no comprendemos lo que está sucediendo y eso no evitaría el hecho de que nos pongamos en el lugar de la otra persona, porque quizás, aunque calcemos sus zapatos, nada tenga sentido.

Cuando nada tiene sentido, aunque nos hayamos puesto en el lugar del otro, ponernos como prioridad no tendría por qué significar hacer menos lo que sienten los demás; no tendría por qué significar una pelea a muerte con la empatía, sino que representaría una ruta clara que defina aquellos puntos en los que somos irreductibles, aquellos dolores que no permitiremos que pasen nunca más.

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