Resentimiento

Por Manuel Pérez Toledano

“Hoy será, no podría resistir mayor tiempo, la sangre me hierve. La carne morena y redonda de su cuerpo… ¡oh!, imposible soportar otra noche, estoy enloqueciendo; ella me aliviará, ella me aliviará…”

Subió de cuatro en cuatro las escaleras hasta llegar a la azotea del edificio. Su angosta frente estaba húmeda de sudor y sus ojos despedían fosforescencias felinas. La luna iluminaba los cuartuchos de los criados. Trémulo de nerviosidad abrió su tugurio. Una yacija infecta con una gastada colcha, casi ocupaba totalmente la habitación; fotografías de mujeres desnudas circundaban el lecho. Debajo de una mesilla unos zapatos mostraban sus destruidas punteras. Dirigiéndose al grueso cancel de madera que lo separaba de la siguiente pieza, aproximó la oreja; su corazón agitábase convulso.

“Duerme, está dormida… ¡Ah!, que fácil sería todo si ella quisiera… ¿Por qué me repudiarán las mujeres? ¿por qué? ¿tan feo soy?… pero me vengaré. ¡Las odio!”

Retirando el oído, alcanzó resuelto la salida.

“¿Y si grita?”

La incertidumbre se le hincó en el pecho como navaja. Sus manos se crispaban sobre sus piernas con violenta exasperación.

“!Qué importa! Por no retorcerme a solas soy capaz de cualquier cosa… ¡las odio!”

Y con gesto duro traspuso el umbral de su cubil. La luna –redondo y luminoso imán- aprehendió al instante su mirada; su rostro anguloso se cubrió de estaño… El maullido de unos gatos y el lejano claxon de un automóvil perturbaron el silencio.

“La luna, la luna es un ojo monstruoso escapado de la proterva cuenca de un hipnotizador…”

Y semejando un autómata se encaminó a la puerta obsesionadora. Apoyando su hombro, la empujó con todo el peso de su cuerpo. Un rayo de luna seccionó las tinieblas. La piesera de una cama de destacó precisa. Una chillona voz de mujer, barbotó:

-¡Fuera de aquí! ¡Fuera! Ya le he dicho mil veces que no… -Y cubriéndose el busto con unas cobijas se incorporó en el lecho.

-Por favor; tenga piedad de mí… Haré lo que me pida – Su voz era un gemido de lasciva.

-¡Lárguese, lárguese o grito!

Fue entonces cuando las sombras de unas descomunales manos se elevaron en el muro alcanzando la sombra de un cuello que se desvanecía en unos hombros, anchos y redondos…

“Esto querías, esto querías, ¡imbécil! ¡egoísta!, grita, grita hasta que te desgañites. Tu carne suave y tus ojos tiranos que me martirizaban ahora expiran entre mis dedos… ¡así! ¡así! ¡así!… Eras tan voluptuosa que gozabas viéndome sufrir… ¿eh? ¿qué pasa? ¿viene gente?… ¿habrán oído?… ¿qué hago? ¿la tirare en la calle?… Sí ¡Hum! Pesa la maldita; la llevaré arrastrando… ¡Ah! Tu linda carne no quiso ser mía… ¿Por qué, por qué?… ¡Las odio! Volvería a estrangularte… Me iré muy lejos… Sólo le daré un empujón, y listo… Qué fuerte sonó… Se ha de haber roto la cabeza y los huesos a caer en el pavimento… ¡Se lo merecía!… ¿Qué, me enfocan con una linterna?… estoy acorralado ¡Ni modo!  Negaré todo… Diré que escuché un ruido y salí a ver… Qué rostros traen… La portera viene con un garrote, y uno de los vecinos empuña una pistola…”

-¡No! ¡No!; es mentira, se equivocan. Yo no he hecho nada. ¡Soy inocente! ¡Soy inocente! – Y su mirada torva descendió hipócritamente al cemento de la azotea, plateado por la luna…

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