El mundo del silencio

Por: JAFET RODRIGO CORTÉS SOSA

El descenso era inevitable. Mi cuerpo se deslizaba lentamente en las profundidades del abismo acuático, mientras el agua salina presionaba todo mi cuerpo hacia adentro. La luz perdía fuerza conforme más me alejaba, borrando toda posibilidad de visualizar las diversas especies marinas que permanecían expectantes, acechándome desde las sombras. El tiempo se detuvo, los sonidos se constriñeron frente a la inmensidad del océano, sólo quedé yo y mi descenso, sólo quedó aquel nano instante absurdo en el que me encontraba sumergido, sin poder controlar mi destino, sin poder volver por donde vine.

No demoré mucho en sufrir transformaciones semejantes a todo lo que ahí habitaba. Mi piel fue la primera en mutar. Sentí cómo se desprendía la carne, empujada por una nueva capa mohosa que le sustituía, con algunas escamas incrustadas; mi cabello se desperdigó en el agua, mientras nacían algas brillantes en su lugar; de pronto, mis ojos de alguna forma habían adecuado su capacidad de enfocar objetos visibles sin importar la poca luz, así pude ver un retazo de aquel mundo abisal que se encontraba en silencio.

Nadie dormía bajo aquella noche eterna, todos se encontraban atentos, esperando que algo distinto pasara, algo que cambiara todo. Uno o dos rayos de luz se colaban por instantes, arremetiendo contra la normalidad, pero, rápidamente eran callados por las sombras que volvían a cubrirlo todo. Nadie descansaba sobre aquellas ruinas de imperios olvidados, nadie bajaba la guardia sin que esto representara perder la vida.

Como las heridas en la piel son curtidas bajo el agua salada, las memorias se difuminaban con cada descenso. Alcancé a ver una playa iluminada por brillantes luces marinas, una danza de colores que contrastaban en la noche, haciéndole competencia a las estrellas, noctilucas flotando, llamándome, invitándome a adentrarme al mar profundo, abriéndome la puerta para entrar en el mundo del silencio.

Hace pocas semanas reflexionaba entre charlas de café, sobre la capacidad que tenían ciertas imágenes de conectar con nuestro cerebro y generar emociones por el sólo hecho de recordarlas, memoria relacional, pero no sólo eso, sino que me quedé intrigado con una en específico, la calma.

Entre la corriente circundante de ideas, emergió el protagonista de esta columna, el mar, así como los múltiples rostros que posee dependiendo de las circunstancias.

Personalmente le tengo un profundo miedo al mar, y cómo no temerle a la idea de encontrarse varado dentro, sin tierra en el horizonte; cómo no tener miedo de hundirnos en sus profundidades, mientras el abisal mundo nos lleva a desconocidas rutas, mientras la presión nos destroza el cuerpo por completo.

Pero no quisiera que vieran el mar desde mis miedos, sino desde aquella arista que le coloca como un lugar predilecto para definir la calma, para vivirla. Dicen que el mar es el mundo del silencio porque es lo único que escuchas cuando estás lo suficientemente dentro; dicen que es el mundo de la calma porque no hay un alma que te moleste; dicen que se asemeja a estar flotando en el cielo, mientras la verdadera vida se desarrolla en la profundidad.

Quizás la calma también puede darnos miedo. Ese momento de quietud cuando sólo nos escuchamos a nosotros mismos, si le damos oportunidad, podría aterrarnos más que aquellos momentos donde la ira del océano y del cielo se encuentran completamente desatadas. Ambos momentos tenemos que vivirlos.

Después de la tormenta, siempre sigue la calma, pero dentro de esa calma también habitan algunas tormentas interiores que tenemos que vivir, procesos que debemos utilizar sabiamente para reflexionar sobre el ahora, para trabajar en aquello que tenemos que sanar.

De vez en cuando es bueno visitar nuestra propia playa, escuchar las mareas ir y venir, apreciar los reconfortantes rayos del sol; ver con asombro las estrellas en la noche competir con noctilucas sobre quién brilla mejor; sumergirnos dentro del agua y adentrarnos en aquel mundo del silencio, hasta que no haya tierra por ningún horizonte, hasta que lo único que podamos observar sea el cielo y el mar infinitos; escuchar con atención la nada, para encontrar nuestra propia voz que permanecía ahogada por el bullicio externo, por nuestros propios miedos; caer en lo profundo, perdernos por una temporada en el desamparo, liberarnos de todo y luego, volver.

Cortesia de Latitud Megalópolis

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