El cuento de la noche: Muerte en la crujia
Por Manuel Pérez Toledano
Las sombras de las rejas cuadriculaban el largo patio de la crujía. Cuadriculaban los muros, los pasillos, las celdas, el aire mismo. Y cuadriculaban brazos, manos, piernas, rostros, almas, pensamientos… ¡Todo lo cubría la implacable sombra reticular!…
Mientras algunos presidiarios se dedicaban a tallar figurillas de animales en minúsculos huesos de durazno -verdaderas filigranas de paciencia y dedicación: mágicos amuletos que ahuyentaban el fantasma del tiempo-, Fabián Cisneros se entretenía en armar y desarmar, pieza por pieza, el complicado reloj de su conciencia. Mas como relojero bisoño, siempre la sobraban una o dos partículas: uno o dos detalles que su mente no lograba aclarar.
Intrigados por su mutismo, los compañeros de crujía lo interpelaban:
– ¿Por qué estás aquí?… ¿A quién mataste?…
El permanecía silencioso, en tato sus pequeños ojos demandaban clemencia entre el paréntesis de las cejas.
En vano confesaban sus crímenes para darle valor -relatos espeluznantes de filicidios, uxoricidios, matricidios, y todos los “cidios” habidos y por haber-, porque Fabián Cisneros proseguía inmutable. Esta actitud hizo que los demás reos lo tomaran por loco. Pues ¿Olvidaba acaso el propio Fabián Cisneros el haber asesinado?…
El lento transcurrir de los días era para él su fiel cómplice. Con tenaz obsesión armaba y desarmaba el maldito reloj. Desde por la mañana se le podía observar dar vueltas en el patio igual que fiera cautiva. De tarde en tarde, detenía el paso, y sin despegar la vista del suelo, se sujetaba la cabeza como si la razón quisiera escapársele.
Por fin, tras múltiples tentativas, una noche saltó de la litera a pegar de gritos. ¡Ya no le faltaban ni le sobraban piezas!…
Desde entonces, su carácter se tornó comunicativo y jovial.
Trémulo de alegría exclamaba:
– ¡No! ¡No!… ¡Yo no he asesinado todavía!… ¡La causa de mi desgracia está viva aún!…
Al escuchar al miserable, el grupo de reclusos se alejaba, señalándose la sien con el dedo índice.
A cambio de ciertas prendas, Fabián Cisneros consiguió una solera. Una solera que afilaba diligente en el cemento del patio. “Es mala. Ella es la mala -pensaba-. Y el otro, ¡Pobre!, era inocente. ¡Ora ni modo!… ¡Cómo la quiero! Y ella, mientras divirtiéndose. Pero ha de venir… El filero está bueno; lo esconderé para que no me lo quiten los celadores. Mañana es día de visita. Ojalá de le ocurra… ¡Pobre!, el otro era inocente…”
Llegó el nuevo día, y con él, una mujer menuda, vestida humildemente, traspuso el umbral de la puerta de visitas. Miró a Fabián hombre y tendió los brazos:
-Fabiá… -un golpe brutal le trunco la frase.
Por criminal reincidente, a Fabián Cisneros le fue duplicada la condena. Entretanto, tendido en su celda con las manos en la nuca, revisaba con ahinco el reloj de su conciencia. ¿Estaba satisfecho?… Mas, con alarma, notó que una de las diminutas piezas había dejado de embonar en la complicada maquinaria.
Lleno de terror, volvió a pasearse a lo largo de la crujía; se sujetaba ferozmente la cabeza, como si quisiera exprimirle la suprema solución. Las noches las pasaba en claro, ansioso de reparar el misterioso daño. ¿Continuaba viva la causa de su desgracia?…
De pronto, en un chispazo de lucidez, la pieza tornó a su sitio. “¡Soy yo! ¡Soy yo el culpable! -monologaba-. Ella también era inocente. ¡Ora verás, maldito!… Me quitaré el cinturón. Así, así. Este clavo resiste y de él me ahorcaré… ¡Ja! ¡Ja!… Al reloj le faltaba su péndulo… ¡Y yo lo seré! …”
Minutos después, el cuerpo rígido de Fabián Cisneros se balanceaba rítmicamente, mientras las sombras de las rejas cuadriculaban los muros, el patio, las celdas, la muerte misma…
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