El Cuento de la Noche: Doña pompi
Por Manuel Pérez Toledano
Llegó hasta mí, quemándose los dedos con la colilla del cigarro. Venía igual que siempre: meciendo los ojos en la hamaca colgante de sus parpados, y royéndose la nariz con sus dos únicos dientes, que le brotan de la mandíbula inferior como uñas de gato, y con esa su piel, amarilla y reseca, semejante a vejiga de toro, desinflada y ajada por traviesa chiquillería.
Después de darle la ultima chupada a la colilla, le encrespó, irascible:
-¡Como vuelva a sorprenderte espiándome, llamare a la policía!…
Y agitando en el aire su bastón –garroteo burdo-, se marcho con su figura extravagante, cubierta siempre con el abrigo hediondo, con su gorrito de peluche hundido hasta las cejas ralas. Doña Pompi, era la inquilina mas singular de aquella vecindad. Había llegado sin mas utensilios que una maleta astrosa y una retahíla de perros. Entre las burlas del vecindario, fue trasladada por la portera a un infame zaquizamí, que por ausencia de arrendatarios habíase pensado que habían desaparecido, pues jamás volvieron a mostrar los hocicos. Su ama condenábalos a un perpetuo cautiverio.
La vida de doña Pompi, en compañía de sus animales parecía un misterio desentrañable. Lo poco que sabía de ella era que vivía de la caridad publica. Sin poder resistir por mas tiempo sin curiosidad, por un agujero en el cancel que me separaba de ella. Y enfocando la vista, me pase las horas escrutándole hasta sus mismos gestos .
Un hacinamiento de alfombras deshilachadas, servía de lecho a la anciana y a sus cuatro canes trasijados. Cuando regresaba de sus correrías por las calles de la gran ciudad –mendingando el centavo y las tortillas duras-, era recibida con jubilo. Sus perros saltaban en mil fiestas, queriéndola derribar y lamiéndole los gastados zapatos.
Una noche la vio dirigirse a su maleta y revolver la pelota de andrajos, para sacar unas ropitas de niño y vestir a uno de los cuadrúpedos, con tanta ternura que parecía una madre delante de su crio. Luego llevándole en su regazo, empezó a arrullarlo con una canción de cuna:
-¡A la ru ru niño, a la ru ru ya…!
Y de sus ojos marchitos se desprendían unas lagrimas menudas y redondas, como las velitas de polilla de las vigas podridas…
Conmovido ante el espectáculo, perdí el equilibrio, atropellando el cancel ruidosamente…
Ayer, después de luengos años, la he visto perderse en el tumulto de las bocacalles, con su figura extravagante cubierta siempre por el abrigo hediondo, y el gorrito de peluche hundido hasta las cejas ralas… Iba sofocando un suspiro, pensaba quizá en los niños que no vinieron…
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