Duelo a muerte

Por: JAFET RODRIGO CORTÉS SOSA

Corría el tiempo a una velocidad que no nos dejaba recular. Atrás de nosotros, la presión del ahora nos obligaba a seguir mientras las bocanadas de aire se evaporaban instantáneamente y el inevitable conflicto se acercaba a su punto más álgido.

La arena del desierto chocaba estrepitosamente contra las edificaciones del pueblo, con la misma fuerza impactaba sobre mi cuerpo, entrando de vez en cuando adentro de mis ojos. Mientras tanto, frente a mí se encontraba aquella idea, armada con un revólver -viejo y oxidado, pero de igual forma peligroso-, viéndome de frente, esperando el momento justo para desenfundar, para acabar de una vez por todas con mi vida.

Aquella escena obedecía una tradición que consistía en que los duelos de vida o muerte resolvían cualquier conflicto que se tuviera, ya que quien no fuera lo suficientemente rápido o lo suficientemente bueno para desenfundar, terminaría asesinado en las primeras de cambio sin cargo alguno de conciencia.

El resultado de aquellos duelos, era legitimado por el clamor popular que apoyaba siempre al rival más fuerte, y se lanzaba con todas sus fuerzas sobre aquellos personajes o ideas que no resaltaban a simple vista como una evidente amenaza.

Clavé la mirada en contra de la suya; nuestras manos, siempre cerca del arma, buscaron en todo momento sobrevivir, pese a que el significado de hacerlo fuera privar de la vida a alguien más. A la cuenta y sin remordimiento, llevaba una larga lista de ideas eliminadas, pero este duelo era diferente, de alguna forma lo sabía, pero no podía explicar por qué. Luego lo supe.

Los dados estuvieron cargados todo el tiempo en contra mía, y la insistencia de celebrar aquel cruce de pistolas acabó conmigo. Mientras aquella idea siguió respirando fuera de mí, el plomo y el metal me llevaron a tocar estrepitosamente el piso, me llevaron a no despertar jamás.

Es tan cierto que cuando algo, como una idea, está acabando contigo, se cuentan casi siempre con dos opciones: disparar primero o morir. Desde esa óptica, o tú matas esa idea o ella te mata a ti. Ese duelo a muerte se convierte en el suspenso de vivir, la sal que condimenta los sabores de hacerlo; enfrentarnos a alguien, algo, a nosotros mismos; declarar la guerra por necesidad, por ese impulso que tenemos de seguir.

A veces llevamos todo al extremo, disparando sin verles siquiera a los ojos, sin identificar quién o quiénes son; sin importarnos de dónde vienen o por qué han tomado la decisión de enfrentarse a nosotros; sin pensar en aquellas causas justas que podrían haberles hecho tomar esa decisión.

Otras ocasiones, el miedo y la duda fungen como un paralizante natural antes del duelo, logran que cualquier idea o entidad, por más minúscula y debilitada que sea, rompa con nosotros mismos, dejándonos tirados, desangrándonos en el piso.

En pocas ocasiones llegamos a un acuerdo con nuestra contraparte, casi siempre nos limitamos al asedio; hacemos a un lado el tiempo de paz, lo condenamos al exilio, nos condenamos a la guerra perpetua en contra de quien tengamos enfrente.

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