Desafío

*Pregón en Huamantla
*De Lecciones de Vida
*Aquel Palo Encebado
Por Rafael Loret de Mola

No pocos amigos de esta columna, generosos, han querido que comparte parte de lo que escribí con motivo de las fiestas de Huamantla; nuestro “pregón taurino”. Les cumplo, con gusto, en espera de la benevolencia de los detractores y con el deseo de que se puede y vale argumentar. Aquí algunos fragmentos:
“Amigos de Huamantla, donde las arterias de la gran patria mexicana comienzan a fluir con sangre guerrera y noble, sangre que nos llega del corazón y nos arrebata; sangre de Mesoamérica, limpia y pura, que lleva la poesía y el arte dentro de cada espíritu que no sabe negar sus verdaderas raíces; sangre también de aquella Iberia brava que no conquistó a estas tierras sino se fusionó con ellas extendiendo culturas y fuerzas; sangre de México, de nuestro México, que resiste las pretensiones de los poderosos listos a apropiarse de nuestros tesoros, entre ellos la personalidad y el carácter nacional que no entiende de burdos regionalismos ni puede ser silenciado por el paso del tiempo… como la música que sale de los caracoles que suenan desde cada cuadrángulo desde donde se edifican los pilares de esta tierra que no es nueva pero sí abierta para quienes quieran comprenderla.
Por todo ello, por cuanto somos y queremos, por cuanto se alza luminoso, podemos desde aquí gritar, con la fuerza de las conciencias libres, del pensamiento que no sabe doblegarse ante el acecho de la cultura anglosajona que nos acecha desde los cuatro puntos cardinales ni puede volver a entregarse, por cuentas de vidrio a cambio de verdaderas riquezas naturales, el oro, la plata y el petróleo, al ímpetu de los invasores. Sí, somos ya una nación que fluye entre nuestras venas y nos permite unirnos en una misma voz que resuena, cuando alzándola, proponemos, a quienes saben y a los neófitos, como lo hizo Carlos Septién García cuando narraba las hazañas de Manuel Rodríguez Sánchez, a quien llamaron “Manolete” sus contemporáneos y convertimos en dios quienes escuchamos su leyenda:
¡Viva México!¡Viva la España taurina!¡Viva el arte de Torear!
Yo también caí hechizado por los juglares que cantaron las faenas del inolvidable artista cordobés quien encontró en México, sólo aquí, el refugio para su alma atormentada y la volcó en breves epopeyas sobre los ruedos. Aquel que venía como conquistador, con la mirada altiva, desafiante, fue conquistado al fin por la mexicanidad coronada con sombrero de charro. Y así lo encontró la muerte en Linares, lejos de este suelo noble, cuando le recitaron al oído después de la pregunta torera:
“–¿Me han dado siquiera una orejita…
–Las dos orejas y el rabo; ¡y el corazón de México y España!.”
Así me lo contó el juglar que lo vio, cautivado, en sus años mozos. Mi padre estuvo allí, como en la inauguración de la Plaza México, cuando las esencias brillantes del toreo mexicano, sublimada la seda de Luis Castro “El Soldado” y el coraje popular de Luis Procuna, hijo de la entraña más pobre de un país rebosante de contrastes, con la hidalguía suprema de “Manolete”. Pinceladas eternas, sin caducidad posible mientras las recordemos y transmitamos a quienes vienen detrás de nosotros exigiendo sus propios espacios y el reconocimiento pleno a un nuevo concepto de libertad. ¡Ah! Pero la sensibilidad no cambia; lo supe, no hace mucho, apenas en junio de 2008, en la plaza de Las Ventas en Madrid.
Fue como una revelación. Otro dios, terrenal y en el mismo sitio, el de la capital española o de lo que queda de esta nación apesadumbrada por el dolor de la corrupción y la impudicia de una monarquía en estado de profunda descomposición, esto es como sufriendo en carne propia el dolor infringido por sus ancestros a los pueblos tribales, nos recordó que, por encima de las fatalidades de la historia, sobrevive la pureza de la creatividad cuando es honda, mística y sublime. A mi lado, mi hijo mayor sin reflectores y fuera de los sets televisivos, vibró uniendo su espíritu al mío, al fin y al cabo tal es el secreto de la estirpe, viendo torear a José Tomás, acaso el mejor de cuantos he visto enfundarse el traje de luces. Y al decir esto, pido perdón reverencial al inmenso Manolo Martínez, quien me obligó a seguirlo, al influjo de su condición de supremo sacerdote del toreo, por todas las plazas de nuestro México entrañable. Mi amigo Manolo, en donde esté, sabe que no puedo mentirles a ustedes. Y seguramente está aquí, en Huamantla, donde le vi tantas veces en triunfo, clamando por la continuidad y la inmortalidad de la fiesta de los toros.
Tierra de toros bravos esta que pisamos hoy, en el cenit del verano de 2013, como si fuese necesario un calmante para la pasión atenaceada por tanta mediocridad suelta. Muy cerca de aquí, en Coaxamalucan, hace tantos años que no recuerdo cuanto ha pasado entre aquel día y hoy, pero nunca se ha borrado de mi memoria el instante mágico en el que sentí, por vez primera, la embestida bravía de una vaquilla. ¡Ah, el regusto por torear! Paso a paso, lentamente, perdidos en el espacio del redondel de la plaza de tientas, con la muleta como escudo único, en la conjunción de mis emociones de adolescente con el fuego, tantas veces aterrador, de la casta que sobresale en el toro de lidia sobre cualquier otro instinto animal. Y esto es lo que no entienden quienes por defender a los seres irracionales se olvidan de su propia progenie y la desdeñan. Pobres de cuantos, ayunos de sensibilidad, caen rendidos al mandato de las modas pasajeras que intentan imponer a las fuentes de la verdadera cultura, la que perdura.
Les dije a ellos un día:
¿Qué harían ustedes si se ven, de pronto, ante el abismo, sosteniendo en una mano a un niño de otra raza, ajeno, y en la otra a la mascota acompañante, fiel por el cautiverio del que no pueden librarse, y requieren soltar a uno de estos seres vivos para salvar lo más preciado?¿El ser humano o el animal?¿El niño o el rehén de cuatro patas?
Y callaron, lastimosamente, para luego decirme manipulador porque no tuvieron argumentos para rebatir lo esencial: la fidelidad que debemos a nuestra propia especie sin reducirla en la escala zootécnica al papel de las bestias, aunque sean muy queridas para nosotros. Por algo es el hombre, con su compañera invaluable, la mujer, los dos a la par, quienes hacen suyos desde los trinos de canarios y cenzontles hasta las nutrientes animales luego del sufrimiento inevitable que antecede a la muerte, incluso cuando ésta se lleva al amor.
Fíjense: entre todos los irracionales que los hombres sacrifican para su propia supervivencia, es el toro de lidia el que tiene la muerte más digna y verdaderamente honrosa; porque el aliento final tiene un abanico de posibilidades, desde la siniestra oscuridad de los débiles que nada aportan en vida hasta la gallardía de quienes siembran camino y realzan las virtudes de su raza jamás escarnecida; así es el toro bravo que llega a los redondeles de fuego, y fundirse allí con el carácter y el valor de los toreros, para exaltar su instinto fiero, condición única que no debe confundirse con el depredador que busca presas para consumirlas hasta su extinción anónima, y logra el conjuro de miles de voces, miles de palmas que homenajean, incesantes, su bravura que, al mismo tiempo, puede exaltar su existencia privilegiada con el indulto, haciendo válida la rendición policromática de los públicos que obligan a sostener el compromiso genético de una especie singular, maravillosa, que nos enseña a vivir: sí, a vivir, porque en su comportamiento en el ruedo, el toro va dejando lecciones existenciales inapelables.”
Debate
Continuamos:
“De éstas, aprendí que los pitones de los toros representan los desafíos a los que todo hombre, toda mujer, debe enfrentarse en el andar. No se puede sobrevivir en las redes del aislamiento ni del fogón ensoñador; es necesario salir a la senda que habremos de trazar con nuestro propio destino así como vaquillas y añojos son destetados para continuar el ciclo y así hasta asegurar la descendencia o alcanzar la gloria del combate, jamás desigual, con el hombre que al darle muerte, ofrece su vida, el acero templado contra los pitones que llevan la muerte en sus diamantes, en la entrega generosa del toreo. No existe mayor ofrenda a la bravura que la de quienes son capaces de enfrentar el peligro y la muerte, con el carácter y la fuerza… condiciones necesarias para continuar la jornada de los años, de las épocas, de la eternidad.
Eso enseña el toreo detrás del colorido y la algarabía; del grito estentóreo y la explosión de las emociones resguardadas que salen a flote en la catarsis permanente de los tendidos, rebosantes o no, acaso algunas veces vacíos, mientras nos cobija la hoguera del arte, de todas las bellas artes, convocadas a extenderse por el mágico ritual de la tauromaquia. Sé que, alguna vez, el gran Juan Belmonte, toreó desnudo, como emboscado, en el campo bravo; solo y con el manto de la noche como cómplice. Disfrutaba de mil sensaciones que se quedaban con él, nacían y morían con él, en el éxtasis maravilloso del arte que puede ser también íntimo, sin la profanación e iracundia de las multitudes que ocultan a los ignorantes y los embozados; a los farsantes que dicen creer en la mística y se quedan sin fe ante la primera caída.
Así, como Belmonte, pero ocultando el pudor, sueño con que algún día, alguna vez, pudiera ver torear desde un tendido en el que fuera espectador único. El toro, el torero y el público. Bien dijo Hemingway, cuyo único grave pecado fue haber nacido estadounidense antes de convertirse en vocero universal de la fiesta:
“Para mí, el paraíso es una gran plaza de toros en la que me han sido dadas, generosamente y a perpetuidad, dos buenas localidades…”
La Anécdota
Hace algunos años, no me pregunten cuantos, acudí a filmar la Huamantlada cuando aún el canal 13 de televisión no era privado. Fue una experiencia grabada en mi memoria aunque despierte carcajadas. Creyendo que el paso de los novillos por la calle, a la manera de Pamplona, había terminado, descendimos, mi amigo Mario Rosales Betancourt y yo, de una azotehuela, preparándonos para el almuerzo y la posterior corrida de toros. De pronto, desde una puerta entreabierta, escuché la voz del maestro, Joselito Huerta, quien me advirtió que venía detrás de nosotros “el último”; no sé si se refería o no al “último suspiro”, pero el cornúpeta venía galopando hacia nosotros. No sé cómo, pero mi amigo saltó, como si en vez de tenis llevara puestas unas resorteras, la albarrada de una escuela primaria…¿y yo? Yo, amigos míos, sólo tenía como pequeña escapatoria un poste de luz eléctrica; no se lo revelen a nadie, pero trepé por éste hasta los más alto mientras el bovino husmeaba como fiera. Ni Mario –quien tardó en salir de aquel colegio porque “la señora de las llaves” no estaba disponible y para él resultaba sencillamente imposible un brinco como el que ya había dado- ni yo, pudimos volver a intentar nuestras respectivas hazañas… ni con el atractivo de ganar algunos pesos con el “palo encebado” en un programa televisivo de moda entonces y conducido por Luis Manuel Pelayo. Entre ustedes y yo, cada que vengo por aquí cobro condición de atleta… aunque sea sólo en la imaginación.
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WEB: www.rafael-loretdemola.mx
E-MAIL: loretdemola.rafael@yahoo.com

PERDÓNENME LOS SEGUIDORES DE ESTA COLUMNA POR ESTE DESVÍO TAURINO. SUCEDE QUE, DE VEZ EN CUANDO, ESTE COLUMNISTA NECESITA TAMBIÉN UN REMANSO. ESTO ES UN DESCANSO Y NO UN MANSO DOBLE. Y QUÉ MEJOR CUANDO ENFRENTO HOY LAS TARASCADAS DE LOS MIURAS VESTIDOS DE POLÍTICOS QUE NO ACEPTAN, NI QUIEREN SINO PERSIGUEN Y REPRIMEN A LA CRÍTICA Y A CUANTOS, POCOS, LA EJERCEMOS A PLENITUD. PERO, DESDE LUEGO, NO ME QUEDARÉ EN LOS BURLADEROS, TEMEROSO, COMO HACEN TANTOS OTROS.

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