El sueño del zorro

Por Manuel Pérez Toledano

Llevándose el cigarro a la boca, aspiro vigorosamente. Observó como el humo bifurcaba al salir de sus fosas nasales. “¡Que macho soy!”-se dijo.

El barrio infestado de tabernas y ebrios, de vendedores ambulantes y de improvisados negocios de fritangas, hedía a sudor, a pringue, a retrete.  La obscuridad de la noche embozaba, la bestialidad de la gente, los rostros, las pasiones y los brillos falaces de sus ojos. Una mujer sin piernas reptaba en el arroyo y escupía maldiciones. El muchacho, con la colilla del cigarro en el pulgar, arqueó el dedo mayor y lanzó la brasa sobre la cabeza de la inválida.  “Teporocha,  tú… ya me la soné”.

Al sentirse objeto del escenario, la tullida redobló sus imprecaciones. Con las manos en los bolsillos, el chavo caminaba alegremente: sus labios se contraían  al silbar desafinado una melodía popular. Los faros de un paquidermo tráiler iluminaron sus ojos haciéndolo parpadear. Tenía doce años, sus pupilas endrinas y vivaces, se destacaban en las facciones prematuramente endurecidas. Un suéter roído le cubría el tórax y grandes pantalones se arrollaban grotescos en sus delgadas piernas. De una barraca de madera, donde una mujer observa vendía café con aguardiente, emergió  otro chavo que lo saludo con tremendo palmetazo en la espalda:

– ¡Qui´húbule, Checos!

– Qui´hay, Cachivache.

– ¿Qué pasó con el garfil?

– Pos le dieron su’state quieto…

Se habían conocido en el Tribunal para Menores. Luego de tomarse unos cafés con piquete. El Cachivache dijo a su compañero—que un “chango” apodado El Turro, los invitaba a robar una zapatería:

– ¿Te jalas con nosotros, o eres chiva?

– ¿Aquí horas vamos?

– Al filo de la “rache”

– ¡Ya vas!…

Saltando por las azoteas de unas casas de vecindad, escalaron vetusta construcción. Con habilidad desprendieron el vidrio del tragaluz.

– ¿Ora a ver quién baja?

– Pos tú mero.

– No, andoba es más chido.

– ¿Echamos volado?

– ¡Zás!

– ¡Águila!

– ¡Chale! No la hagan de tos – ordeno El Turro en tono autoritario.

Por medio de una cuerda, descendió El Checos al interior del almacén. Después de llenar un costal de zapatos, lo sujetaba la soga. Los de arriba se encargaban de izarlo.

– ¡Píquenle! –susurraba el Checos.

Una vez desalojado el costal, volvían a tirárselo al compañero, el cual repetía la maniobra. Al cabo de varios viajes.- El Checos principió a sentir cansancio, cuatro noches tenia  que por jugar billar no descansaba, el café con alcohol provocaban en él un sueño irresistible. Como sus amigos tardaban en arrojar el costal, se recostó en un mullido sillón. “Está a todas margaritas”, pensó.

La habitación comenzó a dar vueltas, lenta, lentamente…

El olor del cuero fresco llenaba el ambiente . Blancas nubes de algodón se tendían en sus plantas… De pronto, El Checos corría, corría perseguido por un gigante vestido de gendarme… Y sus piernas se hundían hasta la ingle en aquel piso de algodón… Lenta, lentamente… Luego, aquel líquido viscoso, color purpura, y las voces de las vecinas, destempladas, “Es tu madre, es de tu madre”. Fue el puestero de los fierros viejos. Con un tubo grande.

Lenta, lentamente… Al mismo tiempo montañas de frutas: melones, plátanos, sandías, chabacanos, naranjas, mangos, ciruelas, papayas, se le venían encima … sus manos revolvían  golosas las mejores frutas, pero todas estaban llenas de gusanos… Feos gusanos se agitaban en la pulpa, jugosa y ennegrecida… con las uñas El Checos limpiaba la podredumbre… Lenta, lentamente… estaba en los “WC” del Tribunal.

El Cachivaches platicaba de la sexualidad canina, y sonaban risas, multitud de risas que al punto  se truncaban en gritos, espantosos y largos. Que subían como cohetes de luces de bengala, le seguida, afloraban en la sombra de los cielos, lenta lentamente… El pie terrible de su madre lo derribaba hasta el lodo (´Stá borracha, ´stá borracha…) y sobre su cráneo resistía los golpes… uno… dos… cinco… doce… Lenta, lentamente… Tendido en uno de los puestos que rodeaban el mercado, El Checos empezó a sentir eso en su cuerpo, las patas sonrosadas y los ásperos rabos, el cosquilleo de los bigotes hirsutos y los chillidos agudos y siniestros (´A mi hermanita se la tragaron y ora vienen conmigo…).

Una piedra… una piedra… estaba cerca. Más su brazo se negaba a mover. Con la piedra pensaba defenderse. Hizo el esfuerzo para alcanzarla. Más su brazo no se movió, cada ves el numero de ratas aumentaba. Lo acosaban con los hocicos abiertos de dientes filosos. Tienen hambre. A mi hermanita se la tragaron y ahora vienen sobre mis huesos… Su brazo había desaparecido. En su lugar se encontraba un rollo de sogas y un costal. Meteré  a las ratas en el costal y El Cachivaches la subirá, una vez y otra vez… Lenta, lentamente…

A las ocho de la mañana, la señorita encargada de abrir la zapatería, pego el grito de sorpresa al descubrir a un chamaco aovillado en el sillón del propietario, junto a él, un costal repleto de calzado y un lazo que pendía del techo.  Inmediatamente tomo el celular y llamo a la policía.

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