Monólogo fantasma

Por Jafet Rodrigo Cortés Sosa

Me encontraba sentado en un sillón de la sala, con una melancolía a cuestas que no me dejaba cerrar los ojos. El entorno fue cubierto por una ausencia de color; la escala de grises mostraba sin mucho ánimo cada artículo que había a mi alrededor. Entre todo, resaltaba con un tono carmesí, aquel teléfono que se encontraba sobre la mesa, a mi derecha. Mis ojos, enfocados con precisión, penetraban cada capa de su composición, al mismo tiempo que exigían con vehemencia aquella llamada.

Pasaron días y el teléfono rojo no sonaba, o bien, lo hacía para desilusionarme con llamadas que ofrecían productos y servicios que no necesitaba; o equivocaciones milimétricas, que al contestar indicaban la búsqueda de otra persona. Sólo quería recibir aquella llamada. En sí, no era un deseo directo que a los cuatro vientos explayara, sino un sutil murmullo que adentraba en mí pensamientos peligrosos, entre ellos la idea de estar completa y absolutamente solo.

Esa voz surgía de aquel teléfono, estaba enloqueciéndome. Sugería, cada vez y con más violencia que nadie me escuchaba, que nadie me veía, que nadie sabía de mí. Ecualizaba dentro, convirtiendo sus palabras en una especie de monólogo entre fantasmas, sobre un suelo repleto de brea.

La sala oscilaba de un punto a otro sin avisar. Yo seguía trabajando duro, esforzándome por continuar, mientras mi corazón galopaba ansioso buscando que el teléfono sonara, que aquella llamada por fin dejara de ser un sueño, mientras todavía se aferraba a la vida aquella cálida y anhelada declaración de que estamos haciéndolo bien.

Este relato busca describir aquellos momentos en que sentimos el vacío del silencio, que vivimos el monólogo fantasma que nos hace creer que nadie se percata de nuestro trabajo, de nuestras obras, de nuestros gestos. Esa enloquecedora idea de que nadie nos escucha, nadie nos ve, nadie sabe de nosotros; ese instante en que la soledad es tan grande en nuestro pecho, que sólo podemos escuchar el eco de

aquella voz que nos habla desde adentro, aquel monólogo fantasma tan difícil de callar.

La incertidumbre acaba cuando recibimos aquella llamada sorpresa, aquel mensaje de un desconocido, que nos brinda una perspectiva distinta, nos hace ver nuestra constancia, el esfuerzo que ponemos; reconocer lo que hacemos y cuánto vale.

Estamos tan ensimismados buscando reconocimiento en el exterior sobre lo que hacemos, sobre la tinta que empeñamos, creyendo que nadie ve nuestro trabajo, que no nos percatamos que hay personas –más de las que creeríamos- que están siguiendo nuestros pasos, inspirándose en nosotros, admirándonos a la distancia. No nos damos cuenta que hay quienes creen en nosotros, que tienen fe en que llegaremos lejos, que esperan con ansias vernos crecer, triunfar.

El teléfono rojo, ese artificio del corazón, no tendríamos por qué darle tanto poder sobre nuestras vidas. Debería ser un soporte de lo que ya tenemos, del reconocimiento propio que ya le dimos a nuestro trabajo, a nuestras acciones, a nuestros sueños, y no una pesada condena que exige con vehemencia la aparición de aquel sonido, aquella llamada que despierte las ganas de seguir.

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