Un «escuadrón de la muerte» en Quebec

Montreal, Canadá (PL) Los Estados modernos, como definió el sociólogo Max Weber, no sólo tienen el «monopolio de la violencia», sino que a través del poder legislativo o Ejecutivo pueden legitimar su uso por entidades, instituciones o individuos.
Las fuerzas de policía, en plural porque en muchos países cada uno de los tres niveles de gobierno tiene sus propias fuerzas policiales con un mandato limitado a su jurisdicción, son depositarias de una parte de ese «monopolio de violencia».
En teoría las policías deben hacer respetar la ley con el objetivo central de proteger a la sociedad de los peligros implícitos en la criminalidad, por ejemplo, pero su accionar debe estar enmarcado en reglamentos (siempre en teoría) con vistas a respetar tanto el marco legal de las libertades fundamentales como las normas ciudadanas de convivencia, y por supuesto el respeto a la vida humana.
En muchos países, y desde hace tiempo, las fuerzas policiales están desbordando su mandato y arrogándose una supuesta «misión justiciera», como la de matar a personas sospechosas de haber cometido un acto ilegal cuando no presentan una amenaza real para los policías, y esto bajo la mirada cómplice o complaciente de las autoridades, sean municipales, provinciales o nacionales.
Ya no asombran esos vídeos que muestran el accionar brutal y a veces criminal de policías estadounidenses, como en el caso de Albuquerque, estado de Nuevo México,  contra personas desarmadas que de ninguna manera representan una amenaza a la seguridad de los «agentes de la ley», quienes aplican la «ley de fuga» y matan tirando a la espalda cuando el individuo, casi siempre pobre, inmigrante o de «color»,  y muchas veces marginado social, intenta evadir un control de identidad que generalmente viene acompañado de una brutal paliza.
Lo mismo se ha visto y se sigue viendo en demasiados países latinoamericanos que ya no viven bajo dictaduras militares, sino en democracias sanas y vibrantes, lo cual es totalmente inadmisible. En suma, demasiadas veces la policía mata o utiliza una fuerza brutal sin ninguna razón valedera en lo legal, en lo social y mucho menos en lo simplemente humano.
Esa impunidad policial, quizás en parte herencia de la violencia que contra los pueblos ejercieron en Nuestra América las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales, es ahora un arma estratégica de la reacción, de los neoliberales y retrógrados que detestan y combaten la sociedad con todos los clásicos métodos antidemocráticos y a veces fascistas.
La violencia policial es fomentada a través de los cartelizados medios de prensa en manos de sectores oligárquicos, bajo la argumentación de que «hay una falta de seguridad», que el sistema de justicia es inoperante porque los criminales no son condenados a largas penas de prisión, de que los gobiernos democráticamente electos y respetuosos de la ley son permisivos e impotentes, y que hay que volver a la época de «la mano dura» que reinaba bajo las dictaduras.
Y cuando esa violencia no les alcanza para fomentar el retorno al totalitarismo neoliberal, o sea a lo contrario de la soberanía de los pueblos y de la democracia, entonces esa prensa y los políticos de la derecha apoyan la venganza directa, que vecinos o pasantes «hagan justicia» matando a patadas, hiriendo gravemente y hasta  estrangulando a los sospechosos de ser rateros o ladrones de poca monta, como desgraciadamente se ha estado viendo últimamente en Argentina.
Todo esto viene al caso porque un amigo quebequense me ha pasado un libro, «Un escadron de la mort au Québec», que denuncia la existencia entre los años de 1960 a 1985 de un grupo de policías de las ciudades de Montreal y Quebec que contaban con el visto bueno de las autoridades políticas y el apoyo del aparato judicial, y que procedían a la ejecución premeditada y planificada de criminales, en su mayoría asaltantes de bancos o autores de robos a mano armada.
En esta época, que en gran parte conocí de primera mano y en su mayor parte como periodista, los jóvenes quebequenses estaban muy influenciados por los procesos de descolonización en África y otros continentes.
A partir de 1960 y hasta 1985, los quebequenses vivieron en un clima de luchas sostenidas e intensas por obtener su autonomía frente a Ottawa (Canadá) y Washington, y por eso mismo el poder de homicidio de los policías puede ser visto como una ampliación de la estrategia de control social, según plantea el autor del libro y criminólogo Jean Claude Bernheim.
La tesis del autor del libro, J-C Bernheim, que da cursos de criminología en la Universidad de Laval, en la ciudad de Quebec, está sustentada en los datos provenientes de una veintena de publicaciones y documentos oficiales, así como de importantes testimonios.
Es de esta manera que Bernheim logra comprobar más de 90 operaciones policiales trágicas, de las cuales 53 fueron mortales, y todas ellas presentadas falsamente como «acciones de legítima defensa» por los cuerpos policiales.
Tanto el autor como algunas fuentes periodísticas quebequenses consideran que si se abrieran los archivos de la policía, así como el acceso a los de la justicia, las cifras serían más elevadas y superarían las 120 ejecuciones y tentativas de muerte, lo que para la sociedad quebequense es algo enorme.
Algunos analistas locales califican esos hechos como un «horror social», porque (como se decía en esa época) esos «escuadrones de la muerte» estaban «haciendo la justicia en las veredas».
Este libro aporta, en el actual contexto de un aumento de la violencia e impunidad policial, del surgimiento de los actos de linchamiento así como de «grupos de autodefensa civil» en diferentes países de nuestro continente, una buena documentación sobre el contexto político-judicial que permite la existencia de tales «escuadrones de la muerte», y también una abundante y  pertinente bibliografía.

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