Tras banderas

En julio de 1997, los resultados de la elección federal intermedia desataron un sismo político de proporciones mayúsculas. El PRI, que entre 1994 y 1997 había tenido hasta 300 de 500 Diputados Federales, había quedado en apenas 239 bancas y los legisladores de la oposición, reunidos, lograban la mayoría absoluta de la Cámara, con 261.

El cambio del paradigma fue brutal. Se notó desde los trabajos preparatorios de la accidentada instalación misma de aquella LVII Legislatura, que nos abismó por un par de días a una severa crisis política y constitucional.

Crujiendo la estructura y la dinámica políticas tradicionales al interior de la Cámara de Diputados, la relación y comunicación entre ésta y el gobierno se descompuso rápidamente. La razón era muy simple: el Congreso entero empezaba a recuperar la centralidad política que la Constitución le asigna. Es decir, para hacer avanzar temas de procesamiento legislativo obligatorio, ya no sólo había que hablar con el Ejecutivo Federal, había que hacerlo también con las Cámaras; tampoco bastaba dialogar exclusivamente con las dirigencias nacionales de los partidos, había que hacerlo también con los coordinadores parlamentarios.

Empezaron a surgir oficinas de enlace legislativo. Nacieron en el gobierno, si bien de diferente rango y tamaño; y también en el sector privado, ya sea como cabilderos “in-house” (parte de las empresas o agrupaciones gremiales; generalmente las áreas jurídicas o de relaciones públicas), ya sea como despachos externos.

El entonces Secretario de Hacienda, Guillermo Ortiz Martínez, sabía que, instalada la legislatura, el asunto primordial de San Lázaro y deber primario de su dependencia, era, fundamentalmente, el paquete económico del año siguiente, y creó la primera oficia de cabildeo: la Dirección General de Enlace Legislativo.

La virtud pionera de aquél esfuerzo fue hija tanto de la visión del titular, como de la terca necesidad, pues esa dependencia, creo que como ninguna otra, tiene por diseño constitucional la mayor carga de relación política permanente con el Congreso.

En Gobernación, mientras tanto, sabían que la Ley de la Administración Pública les reservaba la relación con los poderes de la unión, pero no tenían una oficina que ex profeso siguiera las actividades legislativas de gran calado y encabezara la vinculación política con el poder legislativo con un diseño estratégico relevante. La respuesta del entonces Secretario, Francisco Labastida, fue típica del jefe del gabinete: poner orden.

En un entorno descoyuntado, en el que cada Secretario o titular de descentralizado o paraestatal cabildeaba por su lado asuntos de toda ralea, por lo general sin visión de conjunto ni articulación alguna con la agenda legislativa central de la Presidencia, el sinaloense no aspiró a resolver exclusivamente su predicamento particular si no a estructurar una vinculación política productiva entre el Ejecutivo y el Congreso.

Para ello expidió el oficio Número 110.303 del 21 de mayo de 1998, en el que comunicó, urbi et orbi, los procedimientos “que regirán para coordinar las negociación con las Cámaras del Congreso…”. El texto, de apenas dos cuartillas, centralizó precisamente en Bucareli y en la Consejería Jurídica de Presidencia el control del cabildeo gubernamental.

El oficio es la simiente formal del cabildeo parlamentario en México. Con todo y ciertas deficiencias, el texto está revestido de un carácter fundacional que expresaba toda una nueva realidad política en el país, en la que no sólo el legislativo sino los partidos distintos al del Presidente se plantaron como nuevos actores políticos de primer orden.

El texto también anunciaba una voluntad de cooperación y control entre poderes mediante expedientes democráticos de vinculación formal y establecía una suerte de ventanilla única que terminaría constituyéndose, durante el primer sexenio panista, en la actual Subsecretaría de Enlace Legislativo de Gobernación.

Han pasado quince años de aquella elección y sus consecuencias, y el cabildeo está más vivo que nunca. Es una función no solo honorable, sino necesaria en las democracias modernas; de esos empeños institucionales que, contribuyen de manera decidida a un mejor funcionamiento del mecanismo republicano del ejercicio del poder público.

Es una articulación constitucional, en el caso del gobierno, de facultades expresas para mejorar la calidad de los resultados de la política. En el caso del sector privado, es la prerrogativa del derecho de petición, del derecho de audiencia y del derecho a la información pública, para transmitir al Congreso lo que el gremio, la empresa o el empresario imaginan para sí y para este país y demandar una respuesta objetiva y racional del legislativo.

Es también una profesión con herramientas que le son particulares y ya con todo un corpus normativo y de literatura especializada, con lectores y autores de primer nivel, que ha obligado a las universidades serias a adquirir, crear e impartir conocimientos en la materia. Se trata de un proceso de comunicación política en flujo constante, evolución, diría, cuyo adecuado despliegue produce en los Estados constitucionales modernos mejores leyes y más fácil cumplimiento.

Va mi saludo respetuoso a los fundadores e innovadores de aquellos años y mi reconocimiento indubitable a los practicantes profesionales de esta época. Debo decirle que, para bien de la profesión, en la mayoría de los casos, se trata de los mismos. Feliz décimo quinto aniversario.

sergioj@gonzalezmunoz.com

Twitter: @sergioj_glezm

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