Francisco Tomas Gonzalez

Sociedad y estado ¿asuntos separados?

Por Francisco Tomás González Cabañas

“La urgencia por preservar el sistema predominante lleva a Hegel a hipostasiar el estado como un dominio en sí mismo, situado por encima y aún opuesto a los derechos de los individuos. El estado tiene una autoridad o fuerza absoluta. Le es totalmente indiferente que el individuo exista o no” (Marcuse, H. “Razón y revolución”. Alianza editorial. 1997. Barcelona. pág 200).

Un 1 de enero de 1994 en Chiapas, México, los “zapatistas” mediante el levantamiento en armas fueron en busca no del poder sino de “un mundo nuevo”, de acuerdo a lo que en tal entonces declarara el símbolo de aquel movimiento el “subcomandante Marcos”.

Mucha agua corrió debajo del puente, sin que se pusiera el acento, en el aspecto nodal de tal insurgencia real, como las simbólicas e imaginarias a las que debe enfrentar, por el momento con éxito el “estado de derecho”.

Es innegable que para la filosofía política, o el espíritu de nuestro acontecer, no tengamos enfrente más que la resolución de esta dicotomía fundamental, que es, valga la redundancia, la de nuestro aquí y ahora.

Así como tiene el que usa y no el que acumula, la confusión entre noción y realidad creó la ambivalencia entre lo particular y lo general, y la difícil interacción de la que somos producto como resultante.

El orden simbólico, que se manifiesta en la falta, en todo aquello que no está presente, determina la inercia de la que somos víctimas como victimarios.

Es fácil hacer visible en una alegoría, metáfora o imagen este conjunto de palabras difíciles, que para muchos será la injustificable soberbia de una pluma que incordia con saberes preexistentes y para muchos menos la prueba irrefutable de sus pobrezas intelectuales.

La forma más lineal y directa de pretender tapar la falta que nos constituye (de haber nacido sin razón alguna y morir sin saber qué ocurrirá) es la de negar las mismas o la de hipostasiar la presencia.

Es precisamente lo que hizo Hegel, de acuerdo a la lectura de Marcuse con el estado. Este procedimiento rudimentario, consagró la obra singular de la filosofía del derecho, deificando el hegelianismo, a pesar de que es mucho más que tal apartado del que se instituyó como el todo.

Como toda teoría que se ofrece como posibilidad para hacerse efectiva, encontró un contexto histórico. En aquel momento lo fue la revolución francesa hasta el imperio napoleónico. El certificado de defunción extendido para el sistema feudal.

Nació de tal manera, el estado de derecho, se entronizó bajo la férrea disciplina que impondría la academia tras la “filosofía del derecho” el anular u olvidar la indagación por el orden simbólico, cuestionar precisamente las faltas constituyentes como las continentes y agacharnos sin más bajo la vara de lo normativo.

Tal como lo hicieron con los griegos (especialmente con Platón y Aristóteles) escondieron de Hegel su valoración por la monarquía hereditaria para en tal ocultamiento generar o degenerar en un estado de derecho “democrático”.

Posiblemente sea hoy más efectivo el “levantarnos” para cuestionar o escudriñar el orden simbólico, analizar las faltas y que está y no está en ese pretendido maridaje entre estado y sociedad.  

Tantas veces lo hicieron en armas, con los mismos resultados y las mismas ausencias, que tal vez se precise pensar sí es necesario, como lo hiciera Hegel en aquel entonces con el feudalismo, emitir un certificado de defunción para el reinado “democrático” del estado de derecho. Con el consabido fin de que surja o nazca otra disposición, por supuesto y apelando a la esperanza humana, para que tal construcción sea mejor de lo vivido.

La falta, la ausencia del estado en los sectores más desfavorecidos (sobre todo en este espacio geográfico, impensable para aquel Hegel tan “prusiano-centrico” que desde aquí se pueda pensar en sus términos) hace tiempo que es cada vez más evidente e imposible de tapar u ocultar como en un comienzo se pretendió. Es más, hasta seguir hablando o transitando en tal sendero es contraproducente. Caeríamos en el “pobrismo” o en la “aporofilia” por tanto, la falta, la ausencia y por ende el poder desmesurado del orden simbólico lo debemos buscar en aquellos sitios en donde el estado posee una presencia hipostasiada, agrandada o exagerada.

Imaginemos una ciudad, bañada por un río, con temperaturas tropicales, que en el estío superan los 50 grados centígrados. Como todas las del mundo globalizado, bajo un sistema institucional “democrático”. Ratificados en las urnas los gobernantes y representantes, la mitad de la población total de tal lugar, le puede escapar a la pobreza y la marginalidad. Tal vez se deba a cuestiones estructurales, a fenómenos irredimibles de asuntos internacionales, lo cierto es que “milagrosamente” ya no se trata esta problemática o inequidad ni tampoco se presenta como un asunto de estado, ni mediático, ni social, ni cultural. Segregados a una suerte de horda invisibilizada, lo que preocupa y nos ocupa es la otra mitad.

Tienen el estado presente en sus trabajos, por ende en sus haberes, en la disponibilidad del acceso a la salud, a la educación, a la jubilación y al ocio recreativo. Cuentan con seguridad, logística e infraestructura para ahuellar una y otra vez los caminos del entramado o el lazo social.

En tal ciudad imaginada, no sería alocado pensar que la ciudadanía pretende bañarse en el curso de agua. El estado dispone e impone, normativamente, el uso de playas con las respectivas reglas para ello. Un grupo de pudientes, o qué dispone de otro medio de movilidad en el agua (lanchas o embarcaciones pequeñas), observa en el medio del río un banco de arena. Este capricho de la naturaleza es tomado como un sitio en donde las reglas del estado, del que son sus principales benefactores, no llega para los supuestos bañistas.

Esta suerte de Guantánamo del ocio, refleja que el plano de lo simbólico se corresponde más luego que el campo de lo real. 
¿Sí los pudientes o poderosos, sea un estado o un grupo de ciudadanos, no precisan de las disposiciones de lo normativo, o del derecho, porque entonces debiera ser imprescindible o necesario para los otros? Esta en definitiva es la pregunta obvia, que tal vez posea respuestas conjeturales harto pensadas.

El interrogante o cuestión oculta, o que el orden simbólico pretende esconder, tal vez tenga que ver en ¿primero nos harán ver, quiénes sienten peligrar sus posiciones, al sistema o banco al que nos llevarán o simplemente cuando la playa se termine de transformar en infernal nos harán nadar hasta llegar al sitio en que se volverán a disponer bajo ciertos criterios las reglas de juego que tendremos que acatar? 

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