LOS SONIDOS DEL SILENCIO

13 de noviembre de 2015.

Recientemente, el 9 de octubre pasado para ser exacto, realicé una aventura con un estilo de viaje nuevo para mí: viajar solo en mi motocicleta, acampando en lugares increíbles. El proyecto era realizar un recorrido de redescubrimiento por la península de Yucatán, visitando lugares apartados de la civilización.

Mi motocicleta, una Suzuki Vstrom 650, llevó, en esta ocasión, además de mí, un equipaje aún mayor de lo normal: tres maletas de plástico fijas a la moto y dos mochilas de lona sobre el asiento trasero. El peso representaba un problema al momento de subir y bajar de la moto, pero ninguno cuando se iba circulando.

Salí de Tuxtla Gutiérrez a las 10 am, muy retrasado por cierto. A las 14 horas ya había pasado la ciudad de Villahermosa y me encontraba repostando gasolina y energías como a 250 kilómetros de Escárcega. Llegué a esa ciudad como a las 5 pm, pero aún me faltaban más de 100 km rumbo a Chetumal, para llegar a mi destino, el centro ecoturístico “Yaax´Che” en la entrada de la selva de Calakmul, en Campeche. Con la palabra “Yaax´Che”, los mayas nombraban a su árbol sagrado y que no es otro que mi árbol preferido, el que más me gusta, mi queridísima ceiba.

Llegué al centro ecoturístico “Yaax Che” a las 6:30 pm, para lo cual tuve que recorrer cerca de 1 km en un caminito de brecha. Me recibió muy amable el propietario del lugar quién vivía ahí con su esposa y sus dos hijos quienes tenían sus propias familias. Todos se dedican al mantenimiento y atención del lugar, además de ser guías para recorrer la selva y la zona arqueológica de Calakmul.

El centro ecoturístico “Yaax Che” no cuenta con energía eléctrica, agua potable ni señal telefónica de celular. Sus regaderas y letrinas utilizan agua recolectada de la lluvia. Hay cuatro construcciones muy rusticas, una es la cocina y comedor y las otras son pequeñas y rústicas viviendas de los propietarios del lugar.

Los visitantes se pueden hospedar en casas de campaña con colchones inflables bajo unos techos de lámina construidos para este propósito. También los visitantes pueden llevar sus propias tiendas de campaña, como fue en mi caso. Hay varios senderos para acceder a las distintas infraestructuras para instalar las casas de campaña y detrás de ellas, a unos cuantos metros, la selva pura, la cual había empezado a recorrer desde varios kilómetros atrás

No había ningún otro visitante más que yo. Además del propietario amable, me recibió una nube de zancudos, los cuales abundan por la época del año. Por ello, me apresuré a instalar mi casa de campaña con la poca luz natural que quedaba. Terminé pronto pero a oscuras. Metí las dos maletas dentro de la casa y me dirigí hacia el comedor por los senderos llevando una lámpara de mano.

Al transitar por uno de los senderos me llevé mi primera sorpresa. Observé, con la luz de mi lámpara, miles de pequeñas luces en el suelo. Parecía que las estrellas del cielo se habían instalado al lado del sendero donde caminaba. Algunas hasta titilaban. La cosa más bella. Eran pequeñas arañas, cuyos ojos se veían como lucecitas azules cuando recibían el haz de luz.

Levanté mis ojos al cielo para corroborar que no estaba caminando sobre el espacio sideral. También me pellizqué un brazo para comprobar que aún estaba vivo y que no estaba transitando hacia el inframundo de los mayas que habitaron Calakmul. Suspiré tranquilo. Más que el pellizco, la nube de zancudos me obligó a caminar hacia el lugar donde se ubicaba el restaurant. Una rápida cena de quesadillas hechas con tortilla de mano y café, acompañada de la interesante plática del propietario del establecimiento.

Cuarenta y cinco minutos después regresé al lugar donde había instalado mi casa de campaña, recorriendo el mismo sendero de antes. Otra sorpresa más. Las lucecitas habían desaparecido, la arañas aún las podía ver pero, según supuse, habían cerrado sus ojitos y ya no reflejaban la luz de mi lámpara.

Azuzado por la nube de zancudos, me metí rápidamente en mi casa de campaña, la cual no le había puesto el toldo protector. No hacía falta, porque tenía encima de ello un techo de lámina, sostenida por seis postes de madera, pero sin paredes. La selva circundante al alcance de mi mano. De esa forma, la casa de campaña era prácticamente una cuna con mosquitero, con vista para todos lados de la oscuridad que me envolvía.

Me quité la ropa y los zapatos dentro de la casa de campaña de extensión de uno por dos metros. En esta pequeña área extendí como pude un colchón que no pude inflar, una sábana y el sleeping. Las maletas donde llevaba el material de acampada y ropa las acomodé alrededor de donde dormiría al igual que el casco y la chamarra de motociclista. Acomodé parte de la ropa como almohada y me dispuse a descansar después de más de 650 km de recorrido en motocicleta, bajo un incesante calor.

Creí que el cansancio me vencería rápidamente. Pero no. La emoción evitó este propósito. Era mi primera experiencia de acampada en un bosque selvático. Semanas atrás había practicado varios días acampando en el patio de la casa. Sirvió el entrenamiento para instalar rápidamente la casa de campaña y para endurecer el cuerpo para este tipo de vivencias, pero de ninguna manera me preparo mentalmente para lo que estaba viviendo en esos momentos dentro de la selva de Calakmul.

En unos momentos todo quedó a oscuras y en completo silencio. De ese silencio empezaron a surgir los sonidos, el lenguaje de la selva, su modo de hablar y de decir las cosas, sus formas de comunicación con un ser humano que apenas la empezaba a conocer. La inhibición estaba de mi parte, no de ella. Quería conocerme y que la conociera.

A ratos dormitaba un poco. Me despertaba de repente cuando caía una fruta de algún árbol, sobre todo si caía sobre el techo de lámina que estaba sobre mí. Habría los ojos algo sobresaltado. Miraba la luz de la luna que se transparentaba sobre los árboles y se proyectaba sobre el suelo selvático. Era como esa iluminación que proporciona la luz negra. Esa iluminación que ves pero no luego ya no está.

A veces escuchaba un pájaro, un búho quizás. También escuchaba muy cerca de mí el caminar de algún animal. Todos vinieron hacía mí, la mayoría inexistentes. Eran sonidos producidos en mi mente o quizás no, pero me despertaba y alumbraba mi lámpara hacia el lugar de donde creía provenían los ruidos. Nada, ningún animal, solo selva y más selva.

Entre dormitando, en la madrugada escuché el sonido de un avión que pasó a gran altura. Fue el primer sonido no natural que escuché después de varias horas. Los propietarios del lugar ya tenían mucho tiempo que se habían retirado a dormir. Increíblemente, después de pasar el avión, entró un mensaje a mi celular. Era de mi hija que estaba preocupada porque no sabían nada sobre mí desde casi medio día. Le contesté el mensaje y afortunadamente fue enviado. Luego entro otro de ella y ya no pude contestarle. La comunicación celular había terminado. Eran las 2 de la madrugada. De ahí en adelante pude dormir por lapsos más largos.

Mi comunicación con la selva fue aumentando, ya entendía un poco más su lenguaje, sus sonidos que provenían de un silencio profundo, tan profundo como la oscuridad misma que envolvía todo el cuerpo. Antes del amanecer volví a despertarme nuevamente. Era un sonido como de un taladro que estaban utilizando debajo del piso de mi casa de campaña. La imagen del “Chapo” acudió a mi mente. Era una avispa de tierra que desafortunadamente, sin darme cuenta, le había tapado su salida. Trató por varios minutos de salir utilizando su sonido de taladro. Después otra vez el silencio. ¿La avispa se cansó o ya taladró hasta la casa de campaña? Ahora también me empezó a preocupar el piquete de la avispa. Me volví a dormir nuevamente, ahora sí un poco más corrido.

Desperté con la luz de la primera hora del día. Con una felicidad que envuelve a todo aquél ser humano que ha logrado sobrevivir una experiencia. De los sobresaltos inútiles de la noche y madrugada, pasé a un éxtasis increíble. Todo era bello y hermoso. Como la vida misma.

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